Quien no es de izquierdas a los veinte años no tiene corazón; quien lo es después de los cuarenta no tiene cerebro. Así reza un viejo dicho que ha sido adaptado tantas veces que hoy su atribución es incierta; es por ello por lo que no me aventuraré en ella. Este texto es una adaptación más, pero la nuestra presenta una peculiaridad inédita: a nuestros personajes le calza perfectamente.
Pablo y Gustavo han pasado los cuarenta. El segundo, desde hace ya más de dos décadas. En sus años mozos, los dos tenían “un gran corazón”, y por eso se posicionaban en la extrema izquierda. Eran rebeldes, rebeldes sin causa. Pablo se divertía, como una vez nos contaba con nostalgia, pateando a policías en cuanta manifestación encontraba. Y, sin haber conocido nunca la dictadura ni el franquismo, todo lo que se le parecía supuso siempre para Pablo el adalid de su rebeldía. Así, Pablo, se metía en cuanta trifulca encontraba, y, de no haberla, la creaba. Gustavo, por su parte, –desafortunadamente y, al mismo tiempo, por suerte– nació en nuestra América, esa del sur. Y no en un país normal, sino en uno bien complicado y en años bastante difíciles. En Colombia, Gustavo hubiera querido patear policías como Pablo, pero aquí el precio era otro. Aquí la trifulca se pagaba caro, y por eso el país entero era una disputa constante. El espejismo que todo lo movía para Gustavo no era el franquismo, era el odio antiyanqui, era el sueño de instaurar a nivel continental la pesadilla cubana. Gustavo y sus amigotes rebeldes envidiaban a la hambrienta Rusia, añoraban un régimen comunista como el cubano, donde fusilaban en espectáculos públicos a homosexuales, prostitutas y disidentes. Los millones de muertos (y de hambre) causados por el camarada Tse-Tung eran, para ellos, el precio que había que pagar por una sociedad que ellos definían más justa. Esto a los veinte años no se ve. A los cuarenta, salta a la vista que una “sociedad más justa” que se construye sobre millones de muertos –y muertos de hambre– muy justa no podrá ser.
Pablo fue un estudiante mediano. Nada especial. Pero poseía un don. Pablo fue capaz de convertir la universidad en la universidad de la vida. Y de trifulca en trifulca, de ocupación en ocupación, descubrió que quería ser famoso. Como nos diría años después, su sueño era aparecer en televisión y dirigir programas liderando las audiencias. Quería ser un rebelde famoso. Una estrella del antifascismo. Por su parte, en el otro lado del Atlántico, Gustavo no perseguía esos sueños de fama. Terminó enrolado en un grupo terrorista de extrema izquierda, y empuñó las armas contra un Estado que, hasta aquel momento, trataba de sobrevivir a duras penas de forma democrática. Colombia era un caso único en la región, y, a diferencia de sus vecinos, tambaleaba pero resistía a la instauración de una dictadura. Gustavo, el rebelde, no veía eso; todo le parecía dictadura, y, como respuesta, a contrapié, empuñó los fusiles para sumarse a la dictadura que sus amigos querían instaurar. Por suerte terminó arrestado, y digo por suerte porque aquel calabozo le evitó terminar inmiscuido en uno de los episodios más vergonzosos de nuestra historia. Gustavo, el rebelde, se perdió la toma del Palacio de Justicia, aquella que organizaron sus amigotes y donde la justicia del país desapareció acribillada en los corredores de un edificio reducido a cenizas. Gustavo siguió siendo rebelde, un rebelde sin causa, pero, como sabemos, después del palacio subió el precio, ya de por sí alto. Y en aquella inflación galopante de violencia, se sumaron ya de frente, abiertamente, otros personajes: menos rebeldes, pero bastante oscuros.
Aparece aquí, en nuestra historia, un personaje que va a unir al Pablo español con nuestro Gustavo colombiano. Un venezolano que no me atrevería a definir como rebelde. Este no pateaba a policías como nuestro Pablo: Hugo era militar. La rebeldía le llegó tarde a Hugo. Rozando los cuarenta, participó en un golpe de estado. Se diría que, ya con cuatro décadas a sus espaldas, esas cosas hacen más parte de un cálculo de intereses personales que de ideales de juventud. Pocos años después, Hugo terminó conociendo a Gustavo y a Pablo. Con Gustavo, el rebelde, se paseaba por la Séptima compartiendo sus deseos de poder. A Pablo lo conocería después, ya siendo dictador de Venezuela. Pablo, persiguiendo su sueño, empezó a hacer televisión. Trabajó para cadenas iraníes, aquellas que enseñaban a pegar a las mujeres o que se vanagloriaban por lapidarlas en las esquinas. Gustavo trepó por diferentes cargos públicos y terminó ocupando el puesto de senador y de alcalde de Bogotá. En sus últimos años de rebelde, Pablo terminó encabezando un partido político que hoy integra el Gobierno de España. Nunca ganó unas elecciones, pero la aritmética política le permitió formar parte del gobierno. Gustavo hace más de una década incuba aspiraciones presidenciales que al último momento se le tuercen.
Pablo y Gustavo han superado los cuarenta. A Pablo hoy le escandalizan los ucranianos “rebeldes” que defienden su país de la invasión rusa. Le gustan los hombres fuertes, el imperio de la ley, y cultiva una secreta admiración por Vladímir y una no tan secreta por los Castro y por Hugo. Desde lo alto, ve con menosprecio a los mechudos que se manifiestan en las universidades y que se atreven a retar a la autoridad policial. Hoy Pablo vive en una lujosa mansión en una de las zonas más caras de España. Lejos de su mansión, en una pequeña casa hospeda a la servidumbre. Gustavo ya dejó atrás los cuarenta, y hoy, con sus zapatos Ferragamo, esconde una gran encrucijada personal. Pasó el tren, y como lo afirmó hace poco tiempo María Jimena Duzán, Gustavo “ya no es mamerto”.
La encrucijada de Ferragamo es el gran problema de Gustavo. Su aspiración presidencial no le permite despojarse de su imagen de rebelde, y es por ello por lo que se ve obligado a abrazar cualquier posición que suene “antisistema”. Fenómeno similar al viejo que quiere parecer y sentirse joven. El resultado es el constante lugar común de sus frases, en varias ocasiones totalmente vacías, carentes de sentido. Su campaña es la campaña del lugar común. Que los huevos son importados como todos los productos agrícolas, ¡todos alemanes!, ¡injerencia yanqui en las elecciones! ¿Que el petróleo es veneno? ¡Exprópiese! ¿El carbón? ¡Exprópiese! ¿Que las pensiones privadas son el diablo? ¡Exprópiense! ¿Qué los medios son de las oligarquías? ¡Exprópiense! En su edad adulta, y con tantos años de experiencia a sus espaldas, sabe que hablar de los “poderes fuertes”, “los bancos” o las “multinacionales” es hablar de entidades imaginarias, producto del delirio. Mencionarlas es simplemente querer manipular la opinión de inocentes. En pocas palabras, es como hablar del Coco para que el niño se porte bien.
Sin embargo, Gustavo tiene que parecer rebelde. Y por eso abrió su campaña para los colombianos en el exterior con sus amigos rebeldes. Estaban todos. Pablo se había cortado el pelo. No vimos en la foto a Enrique Santiago, tal vez no fue a la fiesta. Enrique, otro rebelde, conoce bien a nuestro país, y seguro le hubiera podido ayudar. Enrique es el brazo derecho de Pablo y asesoró a las FARC durante los diálogos de paz. Es un madurista convencido, como nuestro Pablo. Gustavo de eso no opina, es un secreto. También son todos admiradores de Hugo. Gustavo de eso no opina. Hay muchas cosas de las que Gustavo no quiere opinar. Claro, pudiendo solo bailar en el lugar común, en la frase empaquetada que circula en el mercado del populismo (léase POP-ulismo) Gustavo no puede opinar ni bailar fuera de su son. Él solo quiere bailar al son de Jesús Gonzáles. Un hit de su época, una época de rebeldía.
Gustavo tiene más de cuarenta, baila y canta:
Yo no soy un rebelde sin causa, ni tampoco un desenfrenado,
Yo lo único que quiero es bailar Rock & Roll,
Y que me dejen vacilar sin ton ni son,
Mirarnos locos y formemos en el clan una sesión, y
Las chamacas que andan viendo, y que nos den un buen jalón,
Y con discos de rebeldes habrá un gran vacilón,
Que se suelten las melenas, vengan abajo los copetes,
Que se quiten las corbatas, que se pongan las chamarras,
Las guitarras, las rodillas sin parar
Que navajas italianas, pantalones que sean vaqueros,
Que nos tiemblen nuestras piernas sin cesar,
Yo no soy un rebelde sin causa, ni tampoco un desenfrenado,
Yo lo único que quiero es bailar Rock & Roll,
Y que me dejen vacilar sin ton ni son,
Hay que me dejen vacilar sin ton ni son,
Hay que me dejen vacilar sin ton ni son,
Hay que me dejen vacilar sin ton ni son,
Hay que me dejen vacilar sin ton ni son,
Hay que me dejen vacilar sin ton ni son,
Hay que me dejen vacilar sin ton ni son,
Hay que me dejen vacilar sin ton ni son…