J’accuse!

Publicado el j'accuse

Después de una semana de reflexión y de perdón (social)….

La historia era más o menos que Jesús de Nazaret es condenado por el gobernador Poncio Pilatos, interpretado magistralmente por David Bowie. Ya en la cruz, se acerca un ángel y le muestra lo inútil que sería tal sacrificio. Jesús baja de la cruz, y el nazareno sigue su vida como si nada. Se casa con María Magdalena, y después con la hermana de Lázaro, con quien organiza una familia. Pasan los años, y Jesús, el padre de familia, sale a dar un paseo y ve a Pablo predicando. Pablo con fervor les cuenta a los transeúntes nuestro Evangelio, ese que acabamos de conmemorar la semana pasada. Relata con sus palabras la llegada del Mesías, su sacrificio y la gracia de su resurrección. Es en ese momento en que Jesús se le aproxima y le revela su identidad; le muestra a Pablo que se equivoca, que su vida siguió y que como común mortal vive la gracia de su descendencia, vive el amor de sus hijos. Sin el sacrificio en la cruz, todo el Evangelio predicado por Pablo caía en la mentira. Pablo escucha a Jesús, y le responde que la gente es infeliz, que la gente padece el dolor de estar aquí, en esta vida sin esperanza. Sin embargo, la resurrección de Jesús es esa única luz que salvará al mundo del pecado, y, a su vez, mitigará el dolor de la vida. Pablo concluye que “su Jesús” es mucho más fuerte y poderoso que ese otro que ve ahí, ese que siguió su vida normal evitando el sacrificio. Se trata de La última tentación de Cristo (1988), una gran película de Martin Scorsese con un reparto espectacular que incluye, además del ya mencionado David Bowie interpretando a Poncio Pilatos, a Willem Dafoe que da vida a Jesús.

Creo que a través de las palabras de Pablo podríamos entender algunos mecanismos de nuestra situación política actual. Pablo ve a Jesús, ese que en carne y hueso se para en frente de él y le hace ver que el evangelio que predica no es real, que nunca existió tal sacrificio. Pablo, sin embargo, viendo a Jesús viviendo como un hombre común, prefiere seguir predicando la luz del Mesías, la luz que emana “su Jesús”, aquel que murió en la cruz por nosotros. Pablo cree en dicha luz, y con ella ilumina la tenebrosa vida terrenal. Aun teniendo a Jesús frente a sí, la fe lo lleva a ver al Mesías muerto en la cruz, cumpliendo con su sacrificio para salvar a la humanidad. Es precisamente en esto en que reside la diferencia entre “creer” y “saber”. La fuerza de la fe consiste en poner al individuo en la esfera del “creer”. Una vez ahí, el individuo, en su ceguera, vivirá plenamente su propia realidad. La fuerza de la fe está ahí, y es por ello por lo que mueve montañas. En radical contraposición, encontramos la esfera del “saber”. Esta requiere una posición crítica donde el individuo tendrá que reflexionar, cuestionarse y aceptar que en la indeterminación del mundo no hay verdades absolutas.

Desde hace muchos años la comunicación política ha entendido que, en el juego democrático, una campaña “eficaz” posiciona al candidato en la esfera del “creer”, activando así un mecanismo similar al de la fe. De esta manera, la comunicación termina por alejar al elector de la esfera del “saber”. Huelga decir que esto representa el mayor peligro que enfrenta todo sistema democrático. Desafortunadamente, en los últimos años la eficacia de este tipo de campañas ha proliferado en diferentes lugares del mundo. Como mero ejemplo, recordemos lo que decía Donald Trump, aún candidato a la presidencia, en un mitin en Iowa: “Tengo a la gente más leal, ¿han visto ustedes alguna vez algo así? Podría pararme en mitad de la Quinta Avenida, disparar a la gente y ni siquiera perdería un solo votante”. Creo que estaba en lo cierto.

Con una fe ciega y cegadora, el elector lo aceptará todo, ya sea a su candidato disparando en la Séptima, o al redentor del país repartiendo perdones en las cárceles (que, por cierto, en el país de la impunidad parece un bonus que sobra). Llegados a este punto de polarización en que vivimos, el candidato siente que puede decir y hacer lo que quiera, tratar con quien quiera, y afirmar o negar lo que quiera; la fe es ciega.

No es por simple coincidencia que este mecanismo de comunicación política haya sido evidenciado por algunos miembros de la escuela de Frankfurt que acababan de escapar de la persecución nazi. Caben analogías en muchos aspectos. La fragilidad de algunas democracias nos ha llenado de falsos mesías, de redentores capaces de generar mecanismos de fe que no han movido montañas, pero sí han convertido islas enteras en cárceles de hambre en la mitad del Caribe. Este tipo de fe ha terminado por expulsar a seis millones de venezolanos de sus hogares. En tiempos más remotos, esta singular fe construyó campos de exterminio donde millones de personas desaparecieron. Cuánto dolor no nos hubiera ahorrado este mundo, si hubiéramos diferenciado el “creer” del “saber”, y, sobre todo, si hubiéramos entendido que el voto no es un acto de fe, sino un derecho que se ejerce con plena conciencia, lejos de la fe y del creer.

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