Inevitable

Publicado el Juan Guillermo Pérez Hoyos

Dogmática tributaria

Por: Juan Guillermo Pérez Hoyos

 

Fe es el conjunto de creencias de una religión, o de un grupo de personas, o el buen concepto que se tiene de alguien o de algo; buena fe es rectitud, honradez (RAE). En filosofía, dice Víctor Florián en su diccionario que fe es “la aceptación de verdades no demostrables teóricamente”. En su diccionario constitucional, Madrid-Malo define jurídicamente la buena fe como la obligación de lealtad, corrección y rectitud en el ejercicio de los derechos para una convivencia pacífica. La buena fe se presume en las gestiones que adelanten los ciudadanos ante las autoridades y en las actuaciones de ellos dos, dice nuestra Constitución Política.

 

Pero algo va de la Constitución a la Ley, como cuando no conectan la cabeza y la mano. A partir de considerar en la norma tributaria que “[h]abrá lesividad siempre que el contribuyente incumpla con sus obligaciones tributarias”, se erige el sistema tributario como una ley dogmática basada en la imposición de sanciones al contribuyente sobre el presupuesto de su actuación de mala fe. Frente al principio mencionado, el contribuyente se ve lanzado a una posición antijurídica, en la que ni siquiera le sirve demostrar una negación: que no actuó de mala fe, que su actuación no se consumó con el ánimo protervo de causar daño a los intereses públicos o generales. Así no haya habido intención ni daño, igual resulta castigado.

 

Imaginemos una microempresa comercial colombiana, una de esas que, según el Dane, conforman el 89,2% de las empresas del país. Imaginemos que esa microempresa obtuvo ingresos en el año 2021 por $1.600 millones; que el total de sus compras de mercancías para la venta ascendió a $1.300 millones; que sus gastos ascendieron a $250 millones; que su patrimonio bruto es de $600 millones y sus pasivos de $450 millones; que es agente de retención en la fuente y responsable de IVA. Para cumplir con su obligación de enviar el reporte de información exógena, y dado que una misma información se puede reportar en más de uno de sus formatos, esa microempresa trasmite información exógena nacional por un monto total que puede alcanzar los $8.500 millones.

 

Víctima de extrañas circunstancias en el país, nuestro imaginario contribuyente recibió las siete plagas al inicio del 2022 que hizo que sólo pudiera trasmitir el reporte de información exógena al día siguiente de su vencimiento. El resultado: una multa sobre los $250 millones, monto que equivale al 40% de su patrimonio bruto, o al ingreso bruto de dos meses, o a las ganancias de los próximos cinco años. Para la norma tributaria es culpable, ha causado lesión al interés público y actuó de mala fe, y poco interesa si puede probar lo contrario, igual tendrá que pagar la desproporcionada, y casi demencial, multa, aún si ello implica la terminación y cierre de su actividad empresarial.

 

También presume la mala fe del contribuyente aquel texto inefable que trata del periodo fiscal en el impuesto sobre las ventas. El galimatías de su redacción, que a más de la prescripción de los dos periodos fiscales trata los casos de inicio de actividades en el periodo y cambio de periodo de un año a otro, da para que hasta el beneficio consagrado a unos bienes temporalmente exentos en el año de los confinamientos, ahora sea la piedra angular de una posible sanción. No existe una explicación para la presencia de dos periodos tributarios en IVA, ni existe una interpretación razonable que lo justifique, solo parece algo extraído del más puro espíritu sancionador. (Las sanciones por información exógena se encuentran en el artículo 651 del Estatuto Tributario, la de los periodos del IVA en el 600 y la definición de lesividad en el 640).

 

Por la salud mental y económica de los contribuyentes es necesaria la derogatoria de estas normas. La sanción de la información exógena alcanza niveles más que confiscatorios, llegando hasta la destrucción del contribuyente que la recibe. La presencia de dos periodos de IVA atenta contra la integridad económica y personal de las pequeñas y microempresas, las que son el blanco de la pesada norma. Los artículos aquí mencionados parten del entendimiento de que la mala fe es la que anima las relaciones del ciudadano contribuyente con la autoridad tributaria.

 

En su obra referida, Florián cita a Sartre para definir la mala fe, quien dice que ésta tiene en apariencia la estructura de la mentira y en ella uno mismo enmascara la verdad. Desconozco si los legisladores piensan eso de sus votantes, o de sí mismos; pero, si no es así, deberían atender estas solicitudes y trazar unas nuevas normas sobre la base del entendimiento de que en la Constitución vigente la presunción de la buena fe es explícita.

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