Por: Juan Guillermo Pérez Hoyos

 

Sabía que el llegaría relativamente a tiempo. La atroz condición de la movilidad en la capital colombiana nos hace cada día más indulgentes con la impuntualidad, ahora hablamos de la hora judicial ampliada. Yo estaba desde temprano en mi oficina, es cerca a mi casa, de una a otra “camino dos pasos”. Me había llamado el día anterior, pues alguien cercano a ambos le había dado mi número. Entró saludando con deferencia. Un hombre algo menor que yo, elegante, de modales corteses.

 

Se presentó como un empresario. Me dijo que en su juventud había empezado estudios universitarios, que los tuvo que abandonar a causa de un matrimonio a escondidas pues su novia había quedado en embarazo, que su padre le quitó el apoyo económico cuando se enteró, que le tocó salir a trabajar, que luego se dedicó a los negocios y que en ellos había tenido éxito. Los contadores también oficiamos como confidentes de nuestros clientes, pero este había empezado muy pronto con su intimidad de lugares comunes; tal vez para tomar confianza. Entonces, pasó a lo concreto.

 

Me dijo que en su empresa las cosas eran transparentes, que su contabilidad siempre estaba al día, que todo se compraba y se vendía legalmente, que las obligaciones tributarias se cumplían sin atrasos y los pagos eran oportunos pues prefería deberle al banco que a la Dian. Estoy cansado de pagar impuestos y de que esa plata se la roben, continuó diciendo, mire que las obras no se ven en el país y aquí lo único que abunda es la corrupción, en todos los gobiernos pasa lo mismo; luego se quejó del Congreso y de los congresistas, con la expresión de su cara los definió.

 

Le pregunté cómo podía ayudarle, pues el orden aparente de sus negocios no suponía mayores necesidades de mi asesoría. Volvió a decirme que estaba cansado de pagar impuestos, y que había oído que la reforma tributaria había traído algunos beneficios, pero también mayores impuestos para las sociedades y que le preocupaba eso de la tarifa mínima de tributación. No puedo más, se lamentó, y desde ahora quiero pagar menos impuestos, “eso sí, dentro de lo legal” me advirtió, como presintiendo mi respuesta.

 

Oyéndolo, recordé que con el tiempo entendemos que en el colombiano habitan dos individuos con personalidades diferentes. Es un emocionante caso endémico de doble personalidad, algo así como un fenómeno nacional masivo de trastorno disociativo de identidad, en donde cuando una actúa cierra a la otra; entre ellas no hay consciencia de su existencia y las dos personalidades se posesionan con velocidad inusitada del mismo cuerpo físico. Todo puede ocurrir tan rápido, en fracciones de segundo, que sucede de manera inadvertida para sus contertulios y vecinos. Pasar de ciudadano a contribuyente no requiere de la ingesta de ninguna pócima.

 

Entonces le dije que para poder prestarle una asesoría eficiente debía contarme su realidad tributaria de una manera franca; ir al contador es como ir al confesor, le dije, debe contar todos sus pecados, pues de lo contrario puede ser rechazado a las puertas del cielo. O puede terminar en la cárcel. O sancionado por la autoridad tributaria.

 

Me miró con recelo. Vaciló. Un poco despacio comenzó a decirme que acostumbraba a ocultar algunos ingresos -para poder vivir, me aclaró- uno no puede pagar impuestos por todo; que algunas cosas no las declaraba, como unos centavos que había sacado del país; que…

 

Justo cuando venía lo bueno de la confesión, abrí los ojos. Era un sueño, me dije mientras permanecía soñoliento; miraba fijamente a un techo que no reconocía; a mi lado mi esposa; entonces recordé que estábamos de viaje, que habíamos ido a una ciudad costera a llevar nuestro discurso de la reforma tributaria, que nos habían hospedado en un lugar en donde nos arrullaba el rumor del mar. Era el lugar propicio para reflexionar acerca de ese extraño comportamiento de nuestros connacionales. De cómo se censura la corrupción, pero se buscan mecanismos de evasión. De cómo se enjuician al gobierno y a los gobernantes y se les tildan de corruptos, pero siempre se trata de esas personas que han elegido. De cómo se exigen honestidad y transparencia en funcionarios y gobernantes, pero se ofrecen coimas para ganar un contrato. De cómo se pide moral pulcra a los candidatos, para luego ir tras los muros a visitar al político por el que han votado. De cómo se critican el atraso y la pobreza del país, pero se buscan mecanismos para sacar el capital a lugares más seguros del primer mundo.

 

Quería seguir en esas reflexiones. Quería continuar cogitando de esa contracultura. Quería ahondar en los misterios de ese gran trastorno nacional.

 

Entonces desperté.

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