Por: Juan Guillermo Pérez Hoyos

Antonio regresó apenas empezando la noche. Traía puesta su raída camisa de cuadros rojos y negros, un pantalón de dril de color envejecido y su único par de chagualos. Había estado ausente todo el día y su mujer lo recibió con más rabia que preocupación.

-¿Dónde estabas, carajo? Todo el día en la calle y ni siquiera llamas, no portas tu celular, no he sabido nada de ti.

-Sabes que hace tiempo no tengo celular, y tú tampoco. Pero es que no me ha quedado dinero ni para ir a donde el vendedor de minutos.

-Disculpas, siempre disculpas, seguro andabas donde esa sinvergüenza y yo aquí, sola, pensando si estarías revolcándote con ella, si estarías bebiendo, si estarías jugando, que cuándo llamarían de un hospital o de la morgue, tú no cambias Antonio, tú no cambias.

-Ya quisiera yo estar con alguien a ver si así no dices mentiras.

Antonio había salido temprano esa mañana vestido de esa manera y ya con su ropa en ese estado, pero era lo mejor que tenía. El resto de su escaparate estaba en peor condición y él todos los días se quedaba absorto mirándolo, buscando qué ponerse, y, tal vez, añorando aquellos tiempos, hace años ya, cuando de sus ingresos aún le quedaba una buena porción para comprar los estrenos de semana santa, del día de la madre, de amor y amistad, el disfraz de los brujitos y, claro, las pintas nuevas de navidad y año nuevo. Entonces tenía dinero para que él y su mujer estrenaran. Eran otros tiempos.

Cuando salió en la mañana su mujer aún dormía. La miró con desaliento. Si supiera, pensó él, si supiera lo que voy a hacer hoy. Ella no lo sintió cuando muy temprano se levantó de su viejo lecho, se bañó con el agua helada de la madrugada por que hace ya muchos años no había ni una moneda para el agua caliente, se puso sus andrajos, se tomó su café de ripio y se marchó pensando qué había pasado con lo que creyó sería de su vida.

Su vida no había sido nada distinto de la de muchos de sus semejantes. Trabajar, pagar cuentas, día tras día trabajar más, día tras día ganar menos. El dinero era una ilusión, pensaba. Siempre llegaba y siempre se iba. Y cada mes sentía que era más el dinero que salía que el que entraba. Y así, honrado y honrando sus obligaciones había visto transcurrir su vida.

Pero eso no había sido lo peor. Lo peor fue cuando se dio cuenta que su vida estaba pasando por lo mismo por lo que había pasado la de sus viejos. Entonces, cuando notó el deterioro de sus condiciones materiales, cuando lo empezó a perder todo para atender sus obligaciones, cuando vio que su vida era la misma que la de aquellos vejetes de quién él internamente había despotricado, había señalado como unos viejos incapaces, entonces comenzó a entender.

Entendió los silencios de su padre. Entendió las congojas de su madre. Entendió lo que en murmullos decía su padre cada tanto, cuando antes de salir, con la puerta de la alcoba cerrada, musitaba que debía cumplir con sus obligaciones.

Desde entonces vivía aterrado.

Y así, aterrado, estaba cuando tronó la voz de su mujer.

-¡Qué dónde estabas, carajo!

Salió de su ensimismamiento y entonces también gritó.

-¡Estaba pagando impuestos, mujer!

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