Imperio del Cáncer

Publicado el Julia Londoño

Yo y Dios

Ilustración: Manuel Gómez Vega
Ilustración: Manuel Gómez Vega

Yo no siento nada. Tal vez por eso me fascinan las historias de la gente que describe con detalle encuentros cercanos del tercer tipo. Nunca los he tenido. Del tercer tipo, ni idea.

Mi tío me contó una vez como en medio de tremenda pelea, borracho, sintió a alguien que lo agarró duro de la camisa y le impidió hacer una locura: fue el día que sintió a Dios. Un Dios generoso. Lástima que con Caín no tuviera la misma deferencia.

Un compañero de la oficina, perdido de noche en un pueblo en Estados Unidos, en una zona peligrosa, rodeado de malandros, encontró en una bomba de gasolina a un hombre que lo sacó de ahí con indicaciones mágicas, caídas del cielo: un ángel.

Mi mamá, siendo niña, tenía encuentros místicos en la capilla del colegio “me sobrecogía una paz desbordada que me hacía llorar”.

Mi amiga Karol también tenía apariciones en el colegio. A los 15 años veía a la virgen María sonreírle.

Yo no siento nada. No conozco a Dios, no he visto ángeles, no he sido invadida por una paz profunda ni testigo de una luz intensa. No he oído cantos celestiales. No he visto lo divino, solo conozco lo humano.

Por eso cuando veo esas noticias deliciosas de dioses aparecidos en buñuelos, en paredes húmedas o en jabones siempre me dan ganas de sentarme a conversar con los afortunados y oírlos explicar la aparición desde lo más profundo de su fe y su necesidad de reconocimiento.

Si Dios existe es un hijueputa, dice Fernando Vallejo. No creo en dios, no lo necesito y además soy buena persona, decía Saramago.

Yo ni siquiera lo cuestiono, tal vez no me importe demasiado. Mejor dicho, yo a Dios lo ignoro. Y tengo bien claro como estudiante de la comunicación humana que ignorar al otro es más agresivo aún que rechazarlo. Tú no existes es el peor de los mensajes que podemos enviarle al otro en la definición de una relación, dice Paul Watzlawick en su Teoría de la comunicación humana. Yo digo que esa idea tiene un agravante si estamos hablando de la relación con Dios. Tal vez la máxima infamia sea definir nuestra relación con él en términos de A mí no me importa si tú existes.

Dejó de importarme siendo niña, recuerdo esfuerzos concienzudos por sentir algo, recuerdo noches de pedidos ardientes con manos juntas: Dios, si de verdad existes mándame una señal, haz algo. ¡Tírate un pedo pero por favor haz algo!. ¿Y qué creen?

No pasó nada. Ni rastro de la esencia divina.

Siendo así, me acuso de castigar a Dios con el látigo de mi indiferencia. Poco ha de importarle.

Yo no me decido a nombrar a Dios como Saramago, en minúsculas, porque ni siquiera estoy brava con la idea de él. No me preocupa tanto, Dios no está en mi radar.

Pero a quienes la impunidad les preocupe deben saber que pago caro ese lujo. Cuando la vida se pone fea me toca pasar con pan y agua las tristezas, no hay esperanzas de milagros que me tranquilicen ni oraciones que me distraigan del miedo y el dolor. Solo gente, porque yo solo conozco de lo humano.

Comparto con Saramago creerme mejor persona que algunos creyentes.

En todo caso si Dios existe y me castiga por ignorarlo, mejor en el infierno con Vallejo y Saramago que en un cielo de pontífices, supernumerarias y gente como el Procurador.

A mí me gustan mucho las novelas y ya he dicho que tengo pensamiento mágico. Además soy envidiosa, así que recuérdenme de nuevo ¿cómo es que siente eso tan rico que es un encuentro con Dios?

Comentarios