Nadie me había hablado de Pasto como destino turístico ni me había recomendado ir al Carnaval de Negros y Blancos, nunca.
Será porque tengo amigos muy gourmet que no sueñan con la carne de Cuy ni se han dejado tentar por los Lapingachos. Será porque teniendo una buena oferta de lechona en Bogotá nadie ha preguntado por el Hornado.
Si no es por la parquedad de la oferta gastronómica, tal vez sea porque tengo amigos guapachosos quienes, como yo, asocian un fiestón con una Feria de Salsa o de ritmos del Caribe.

Incluso tengo amigos que han viajado a Cali en agosto para ser parte del Petronio Álvarez, esa fiesta acalorada que celebra los ritmos del Pacífico, pero nunca, ninguno, me habló de Pasto ni de los pasitos cándidos con los que bailan los pastusos en las comparsas y en la plaza, cada enero.
Será porque los estándares de belleza, entretenimiento y cultura nacionales no le dan a la artesanía el mismo valor que a los reinados de belleza, o porque el mar y el calor seducen más que las montañas y el frío.
Será porque Pasto está muy abajo. O porque es difícil encontrar souvenirs del carnaval o algún objeto artesanal alusivo para llevar a casa y mostrarle a los amigos una pequeña prueba de las bellezas de los disfraces y las carrozas, esos que uno fotografía para que sus seguidores en redes sociales se pregunten porqué nunca habían pensado en Pasto, donde la técnica artística del carnaval no se ha hecho aún para llevar.
En Pasto hay reina del Carnaval, y desfila entre las carrozas y las coreografías, pero no le paran tantas bolas porque al lado de las carrozas coloridas que imitan agraciados animales y personajes a gran escala, la reina se pierde, sin los disfraces recargados y con pasitos tímidos, en su baile sin caderas ni hombros en movimiento. Es verdad, no hay nada sexy en este Carnaval, pero tal vez lo sexy esté sobrevalorado.
El Carnaval tiene 98 años y ninguna reina famosa. El Carnaval se mantiene popular y auténtico, dicen quienes han vivido varias décadas de negros y blancos.
También se paga por la comodidad de las graderías, pero la gente que no quiere o no puede pagar se recuesta sobre las vallas y ve el mismo espectáculo, entre las mismas guerras de Cariocas, esas espumas en spray que prohibieron por decreto y que todo Pasto lleva en la mano, en el pelo y en la ropa durante los carnavales.
Nadie me había hablado de Pasto y qué belleza de fiesta la que encontré, una celebración donde las familias y turistas bailan sin alarde mientras oyen música andina en la Plaza de Nariño. Se ve a los tíos con las abuelas, los sobrinos con las vecinas, sucios de tinta, harina, espuma y carbón. Vestidos todos con poncho porque aunque todo el mundo asista bien vestido para la ocasión, este no es un carnaval para los bienvestidos.
Al pedido de “Una histeria” que hacen las agrupaciones en tarima, aún la audiencia más emotiva responde discretamente.
Qué distinta esta fiesta a los demás carnavales y festivales que he conocido, qué obsesión la de la ciudad por ir limpiando al paso de los artistas y las carrozas y los fanáticos de la espuma y los talcos de bebé.
Como esa prima que es amante del orden y te va recogiendo las migajas del plato antes de que te termines las galletas, los barrenderos y el escuadrón de la limpieza hacen su propio baile, con pasos parecidos a los de las comparsas, unos pasitos atrás de los últimos participantes que desfilan en la senda.
Es verdad que entre las majestuosas carrozas fosforescentes de osos, cóndores y dragones gigantes que compiten en el desfile del 6 de enero se cuela uno que otro Pinocho, una princesa de Disney o un elfo sacado de otras latitudes, pero qué creativo y sorprendente el trabajo de los artesanos, quienes recrean con papel y pegante, con icopor, paja, tela y uno que otro detalle de metal o de madera, las tradiciones y personajes de la región, con ojos parpadeantes y antenas o extremidades en movimiento.
El de Pasto no será el carnaval más taquillero, pues no hay mujeres de grandes curvas bailando sabrosamente con pequeños vestiditos decorados. No abundan las fiestas privadas para ir a rematar los desfiles, ni se ven personalidades del Jet Set luciendo vestidos de Haute Couture. Los turistas no nos sabemos las canciones del desfile ni de los conciertos del Carnaval, pero aprendemos pronto que la respuesta al grito de “¡Cuy!” es “¡Sabooooooor!”.
Lo que hay allá es una programación de desfiles callejeros y conciertos en una plaza abarrotada donde ordenadamente hacen fila hombres y mujeres de todas las edades, vestidos con su ropa vieja y poncho, en línea para entrar gratis a oír la música tradicional local y al grupo del país invitado y balancearse en un tipo de baile que nadie, así no sepa bailar, encontrará intimidante.
No hay zonas VIP, no hay artistas de reggaetón, no se hacen reservas en restaurantes, no hay muchos medios de comunicación cubriendo ni gente interesada en salir en las páginas sociales. Tal vez por eso nadie me había recomendado ir a los Carnavales de San Juan de Pasto, pese a que son Patrimonio de la Humanidad, según la Unesco, y a que es fácil y barato llegar a la laguna de La Cocha y el Santuario de la virgen de las Lajas, atracciones del suroccidente colombiano.
Este año el desfile del 6 de enero lo ganó una carroza que recrea a Simón Bolívar, y acaso a Evelio Rosero en un guiño, un homenaje deslumbrante, con diablo y a caballo, de un personaje polémico en la historia de Pasto. En el 2016 la presión de un grupo de inconformes logró quitar la estatua del prócer y cambiarle el nombre al antiguo Parque de Bolívar por el de Parque de El Ejido.
En las carrozas, por supuesto, también se monta la ideología y sale a pasear, pues si este año ganó la carroza de Bolívar, el pasado causó revuelo la de Agustín de Agualongo, el caudillo mestizo que enfrentó a Bolívar y su campaña, liderando las tropas realistas.
Si sigue tan política la cosa, tal vez este sea el último Carnaval de Negros y Blancos de Pasto y el del año entrante se llame Carnaval de Negros y Negras, Blancos y Blancas.
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