Imperio del Cáncer

Publicado el Julia Londoño

MI PRIMERA BARBIE

BARBIEA los 30 años acabo de recibir mi primera Barbie.

 

A quien no le gusten las historias cursilonas lo invito a que deje de leer este blog, nada que empiece con esa frase se puede escapar de ser rosa.

 

Las barbies, tal vez porque mi mamá nunca quiso regalarme una, fueron sin duda uno de los juguetes más significativos de mi infancia.

 

Santiago Gamboa, en su novela La vida feliz de un joven llamado Esteban, describe los juguetes que siempre deseó pero no tuvo como los juguetes más importantes de su niñez. Los que más lo marcaron.

 

Coincido con esa idea, ningún juguete me apasionó tanto, con ninguno soñé tantas navidades mientras rompía el papel regalo, como con una Barbie.

 

Por eso fue tan importante una tarde, el fin de semana pasado, cuando llegué a mi casa después de clase y encontré sobre la cama una caja grande. Era una Barbie rosada a la que, al apretarle un botón en la cintura, se le ilumina el vestido con estrellitas de colores mientras una melodía sosa, como de caja de música, empieza a sonar.

 

Me sentí un poco ridícula y miré a mi mamá, que estaba de visita, con cara de ¿esto qué es? Entonces la oí decir: es mejor tarde que nunca.

 

No supe si reírme o llorar. Me sentí estúpida por la carga emocional que le di al regalo y el matiz de trauma que adquirió toda la escena. Empezaron las recriminaciones que nunca me había atrevido a hacer, porque detesto verme como una vieja quejumbrosa, y dejé salir de algún lugar a una voz resentida: ¿Por qué mi mamá nunca me regaló una Barbie si era lo que más quería y se la pedí una y otra vez?

 

Y seguí en mi diálogo interno con tonito de telenovela: yo era una niña juiciosa, casi una hueva, nunca pedía nada. ¿Por qué no?

 

Increíble que una mujer de treinta años tenga este tipo de conversaciones internas, pero seguí: Yo no fui una hijita consentida ni éramos ricos, pero mi mamá podría haberme regalado más de una Barbie si hubiera querido, de eso no hay duda. El tema no era de plata. De hecho una navidad, en vez de una Barbie, el niño dios me regaló dos docenas de bambies, esas muñequitas de plástico blandito y ropita mal hecha que no son otra cosa que las barbies piratas, las primas pobres.

 

Tras superar el ataque de pesar propio recuperé la dignidad y hablé con mi mamá. Lo que pasa es que para mí la Barbie significaba todo lo que no quería que fueras, dijo. Habría sido un pecado darte una, para mí esas muñecas eran la imagen de la mujer frívola, superficial, un símbolo capitalista y un ejemplo de mujer vacía. 

 

Mi mamá era entonces una mujer separada con dos hijos chiquitos, una especie de hija pródiga que volvió a la casa de sus papás a vivir con reglas de abuelos después de un matrimonio roto y una intensa militancia socialista y feminista. Supongo que por eso para ella seguía siendo tan importante tener pequeños gestos de autonomía. O de mamertés.

 

Pero nunca me prohibieron ir a jugar a la casa de Mariatere, la vecinita que tenía la colección de barbies más grande que yo hubiera visto en Cartagena, además de la casa, el carro, el pony y el ken. Los kens.

 

Mariatere podía tener todas las barbies y para mi mamá estaba bien que yo jugara con ella, pero la hija de Sara Bozzi ni de vainas iba a tener una. Entonces yo jugaba horas con Maritere y su hermanita, devolvía las muñecas y regresaba a mi casa con más ganas que nunca de tener la mía propia.

 

Han pasado más de 20 años y me pareció increíble que la frustración todavía estuviera ahí. Como si hubiera un placer oculto en seguirle restregando a mi mamá una anécdota que podría haber sido banal. Sentí culpa por haberle generado culpa de semejante bobada. Pero me sorprendió que la frustración siguiera ahí…

 

No creo mucho en el supuesto efecto reparador del psicoanálisis, precisamente porque me parece difícil salir fortalecido tras revolcarse en los recuerdos con tanta insistencia. ¿Qué fue lo difícil al final, no haber tenido Barbie propia o haberme creído pobrecita tantos años por no haberla tenido?

 

Detesto la idea de que todo en la vida se explica con un trauma de infancia. Estoy mamada de buscar en el pasado la respuesta a los problemas. La culpa no es de la Barbie pues, ni de la vaca. La culpa no me es útil. Es más útil hablar. O escribir blogs.

 

Resignificando a la Barbie, pienso en todo lo que mi mamá no quería que yo fuera y reconozco de donde vienen algunos de mis prejuicios frente a lo que significa ser mujer. Detesto a las mujeres apretaditas y mostronas, a las que están llenas de cirugías y a las que se pasan en el gimnasio toda la tarde. Pero también me molestan las mujeres sumisas, las que además de la familia no tienen otros proyectos de vida, las resignadas, las que no esperan más de la vida.

 

En cambio tengo delirio de interesante, de mujer maravilla que casi todo lo puede hacer sola. A veces es un fastidio.

 

Hace poco me fracturé la nariz jugando fútbol y me ofendió mucho que me preguntaran si me había hecho una rinoplastia, ¿yo? No es que tenga la nariz más bonita del mundo pero las mujeres de mi familia no se operan…Es como si fuera de mal gusto no estar orgulloso de lo que la naturaleza te dio. ¡Hay que ver el efecto de los mitos familiares!

 

Después de todo lo que mi mamá quería decirme con su negativa terca era que esperaba que yo creciera para convertirme en cierto tipo de mujer, pero sobre todo no en cierto otro tipo.

 

¿Si en los ochenta hubiera existido la Barbie intelectual, una morena gruesita que viniera con accesorios como el Libro Rojo de Mao y las gafas cuadradas de marco grueso, se habría dado el milagro de que mi mamá me regalara una en vez de otra muñeca de trapo con vestidito de flores?

 

Lo dudo, pero me pregunto si los juguetes que tuve, y los que no, marcaron en algo a la mujer que soy. ¿Seré algún día lo suficientemente independiente, lo suficientemente inteligente, lo suficientemente fuerte como mi mamá me soñaba? ¿Se puede ser eso a pesar de trabajar en relaciones públicas en una multinacional y tener un walking closet con demasiados pares de zapatos? ¿Puede darle alguna hija la talla a la hija que su mamá soñó? ¿No nos preguntamos estas cosas, al menos una vez, todas las hijas?

 

¿Me faltó estudiar literatura, hablar cuatro idiomas o bailar ballet para parecerme a Valeria, su hija imaginaria?

 

¿Qué habría sido de mí si en vez del periodismo, la psicología, el yoga, me hubieran interesado más la moda y los gimnasios? ¿O si hubiera optado por ser una mamá ama de casa? ¿Habría sobrevivido mi mamá a semejante desilusión? ¿Nos llevaríamos mejor si hubiera sido filósofa o profesora en una escuela rural?

 

Mi miedo intermitente al compromiso, mis ganas de intentarlo de nuevo a pesar del miedo, mi falta de fe en el matrimonio, mis esfuerzos por conservar la autonomía, mis preguntas sobre si sería capaz de ser mamá… Qué se iban a imaginar los de Mattel que todo eso saldría a la luz con la musiquita demasiado feliz y los rayitos de colores cada vez que aprieto el botón en la cintura de mi Barbie. Qué cursi, pero eso también lo heredé de mi mamá. Y además yo advertí.

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