Imperio del Cáncer

Publicado el Julia Londoño

MAGIA, MAGIA

Todos los años en enero me leo el I CHING, el tarot o el horóscopo chino. Este año ya me leí los tres. Y me leí dos horóscopos de una vez, por si acaso ahora no soy Virgo sino Leo, como dicen los que argumentan que con un planeta más en la galaxia los signos zodiacales cambian.

 

Las lecturas a veces se contradicen, vienen con señales de alerta que anuncian posibles fiascos, desgracias y frustraciones, pero la mayoría de las veces anuncian todas las cosas buenas que trae la vida: éxitos profesionales, amores, viajes y mi favorito, EL EXTRANJERO.IMG_2354

 

He perdido la cuenta de las veces que a mí y a mis amigas nos ha salido El Extranjero en las lecturas de cartas, manos o chocolates.

 

¿Por qué necesitamos creer en algo mágico, por qué seguimos buscando explicaciones irracionales para lo que de todos modos nos desborda?

 

No soy una persona religiosa, heredé de mis años en colegio del Opus Dei en provincia un profundo desinterés por la iglesia. En cambio tengo en mi casa un altarcito para cada dios, semidios o profeta: me fascinan las figuritas a las que la gente les otorga poderes, me conmueve, sobre todo, la fe de la gente.

 

Una cabeza tallada de buda, una calavera mexicana, una cruz de madera de colores, Shiva, Saraswati y un Gandhi dorado, una vela con olor a rosas de la Virgen de Guadalupe, las moneditas del I CHING, el libro rojo de Mao, un diablito de barro, duendes, gnomos y haditas, un zapatista, un móvil chino para la prosperidad, un muñequito de voodoo, el último tarot de Mavé, todos ocupan un lugar en mi casa. Esto suena terrible así enumerado pero juro que mi casa no parece una sede de la librería Nueva Era, simplemente cada uno de esos fetiches ha ido encontrando su lugar.

 

Algunas de las imágenes más intensas que he visto son de gente que parece en comunicación con algo, gente que cree, gente rezando: los ancianos famélicos bañándose al amanecer en el Ganges, un corrillo de coreanos leyendo mantras en el Sarnath, el recogimiento de la gente en el templo de loto Bahai, mi tío musulmán rezando sobre su esterita a la madrugada. Me emocionan esas imágenes, me da envidia ver a la gente en esa especie de trance de fe. Creo que creer es importante.

 

Recuerdo el día de mi primera comunión porque lloré toda la misa: ¿Es que nadie más se daba cuenta de que yo acababa de recibir a Dios en mi corazón?

 

¿Qué pasó en esos años -desde el día de mi primera comunión hasta hoy- que ya no me atrevo a decir que crea con fe ciega en nada a pesar de tanta figurita aquí y allá?

 

Cuando me confirmé ya tenía 13 años y algo había cambiado. El ritual fue complicado, me sonaban enredadísimas las respuestas que la profesora de religión le daba a mis preguntas. Después de todo ya me había leído en algún recreo El Anticristo y  Las buenas conciencias.

 

Tal vez lo que pasó fue que mudé el misticismo para otra parte. Sé que sigue intacto porque se manifiesta en mi siempre renovable curiosidad.

 

¿En qué creo? A veces creo en el Reiki, me convenzo de que la energía en las manos de un amigo de veras me puede sanar, tomo gotas naturales a las que les atribuyo poderes, me unto cremas ayurvédicas, juego a leerles el tarot a mis amigos con tarjetas de lotería mexicana, me invento fetiches que deben cargar en la billetera. Creo en el efecto placebo y creo que si me concentro mucho en un deseo estoy unos pasos más cerca de que se haga realidad.

 

Uso calzones amarillos el 31, si puedo le doy la vuelta a la manzana con una maleta, siempre me sale la galleta de la fortuna con el mensaje más feliz de la mesa. Para mí es más que una casualidad cuando estoy pensando en ti y me llamas, aparecen señales siempre que se las pido a la vida. Creo en las casualidades tanto como Paul Auster. Y creo que aunque la vida no sea justa si hago siempre lo que me parece correcto la vida va a tomar nota. Pero aún no sé que hace con esas notas. Tal vez lo mismo que hice yo con las cartas que le escribí durante 10 años a un ex novio que no me hablaba: nada.

 

A veces me sorprendo jugando, como cuando era niña, a no pisar la raya del piso. A veces me oigo prometiéndole a alguien o algo que si me quita un problema de encima me comprometo a cargar otro; le propongo a la vida trueques y le negocio intereses, cierro los ojos y me conecto. Pero no sé con quién. ¿Será conmigo?

 

No entiendo de qué habla la gente cuando dice que siente a Dios en su interior, yo no siento nada. ¿Cómo se siente Dios?

 

Pero en cambio me duermo con preguntas de trabajo y amanezco con las respuestas, tengo sueños extraños y juego a interpretarlos. No puedo evitar reconocerme como una persona ingenua pero gozo de cierto cinismo que no encaja con la ingenuidad.

 

Afirmo con la cabeza cuando mi amigo Germán cita a Fernando Vallejo y dice que si dios existe es un hijuemadre que pudiendo hacer el bien hace siempre el mal. Leo la frase que acabo de escribir y me da un poco de pena. Pero no la borro. Punto menos para  mi profesora de religión del Opus Dei.

 

Noto que escribo Dios o dios indistintamente. Otro punto menos, para la profesora de religión y para la de español.

 

Creo que si no aprendí a jugar no entendí nada, como me dijo una vez un Swami mientras me hipnotizaba con su mirada en una entrevista de la cual no recuerdo casi nada.

 

Puedo ser ácida, pero generalmente tengo un genuino deseo de encontrarme en los otros y cuando alguien logra flanquear mi barrera natural me es muy difícil soltarlo; creo en la amistad así no sea incondicional.

 

Tal vez no crea en nada con fe ciega pero creo un poquito en todo porque, de verdad, no encuentro argumentos que no sean netamente emocionales para creer en algo. Y hay que ver cómo cambian mis emociones.

 

Me pregunto por estos días si contará como extranjero un colombiano que haya nacido por casualidad en otro país…  velas rojas, muchas velas rojas.

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