Imperio del Cáncer

Publicado el Julia Londoño

LAS VISITAS DOMICILIARIAS

Me gusta cuando cambio de opinión porque generalmente soy lo que se llama una persona terca. Me parece curioso que a veces sea suficiente con una conversación para que algo que a uno le parecía natural se convierta en un atropello espantoso, en una infamia.

 

Esas transformaciones, esos cambios de parecer, no son espontáneas en mí. Se suelen dar después de desgastantes y tensas discusiones con amigos en las que tras argumentar un buen rato, con más ganas de tener la razón que de aprender algo, finalmente los argumentos del otro vencen a los míos. Entonces dejo de lado mi naturaleza competitiva y en vez de insistir en convencer al otro, finalmente gano: aprendo algo. Veo algo que antes no veía.

 

Otras veces pasan años antes de reconocer que la otra persona tenía razón, a veces ocurre algo que me muestra las cosas desde la mirada que el otro intentaba mostrarme. Y así me convenzo.

 

Hace unos años mi tía la Gurú (a la que busco cuando estoy trascendental para sentirme un poco iluminada) cuestionó un procedimiento que las empresas llevan a cabo frecuentemente en sus procesos de selección en Colombia: la visita domiciliaria.

 

Yo no entendía muy bien cuál era el problema que ella le veía a que un extraño entrara a la casa de uno a abrirle hasta los cajones y hacer infinitas preguntas. Pero las últimas veces que han llegado los visitadores a mi casa, ya sea para visitarme a mí o a mi roommate de turno, no he podido sino estar de acuerdo con ella en lo ridícula que es toda la escena.

 

La cosa es así: un completo desconocido entra en tu casa con permiso para hacer cara de árbitro y preguntas francamente inoficiosas, algunas casi morbosas, para después decirle a la empresa donde estás en proceso si tú sí o si más bien no. El  visitador se me figura como un sapo, un informante que cuida a las empresas de gente con malas maneras o malas costumbres o  modos de vivir que no le parezcan los adecuados.

 

Para empezar, cuando uno llega al punto de que le programen visita domiciliaria generalmente está bastante avanzado en el proceso para entrar a una empresa, ya pasó por filtros de entrevistas, ya le hicieron una oferta atractiva, entonces ¿cuál es el sentido de la visita? ¿Qué se necesitará para que le vaya a uno tan mal en la visita que se arrepientan de vincularlo laboralmente? ¿Habrá gente que no haya conseguido un trabajo por un mal olor en su casa?

 

El término «visita« se ajusta perfectamente al proceso: los visitadores son incómodos, irrumpen en tu privacidad, en tu vida íntima, y a pesar de eso esperan ser bien recibidos.

 

¿Qué carajos van a decir de uno? A una amiga que estaba en el proceso para entrar a trabajar en un banco, un visitador –hombre– le abrió el closet donde tenía los calzones ¿Si son tangas le parecerá menos digna de confianza? ¿Si son matapasiones la contratarán más fácil porque hay menos chance de que se meta con algún hombre en la oficina?

 

¿Qué es lo que ven? Si hay pila de platos en el lavaplatos ¿serás menos apta para manejar presupuestos? ¿Hace alguna diferencia tener perro o tortuga? ¿Y si no hay pila de platos será tan pendejo el visitador de creer que un domingo por la mañana, si él no estuviera ahí, uno ya se habría levantado a limpiar la cocina?

 

Que si hay uno o dos baños en casa ¿eso qué implica además de que tal vez llegue uno tarde un día porque la amiga se demoró secándose el pelo?

 

Recuerdo a una visitadora que me preguntó cómo era la amiga con la que vivía (delante de ella). La visitadora quería detalles: su mejor cualidad y su peor defecto. Me sentí como cuando en el colegio a uno lo obligaban a decir algo bueno de cada compañera de curso. Terminaba uno inventando adjetivos, diciendo pendejadas. Y claro, a la hora del defecto, con la amiga al lado, qué más hace uno sino responder como reina: «Su defecto es que es perfeccionista”.

 

Semejante invasión a la privacidad, que por algo no existe en países obsesionados por la justicia laboral como los Estados Unidos (a menos que quieran correr el riesgo de una demanda) es nada más y nada menos que voluntaria, una belleza, pero vaya uno a decir que no quiere que se le metan a la casa el domingo, que no quiere despertarse a aspirar y hacer bañar a la amiga a una hora infame, vaya uno a decirle al novio que no hay problema, que puede seguir durmiendo el guayabo a pesar de la visita, para ver si eso no afecta el ingreso a la empresa.

 

Yo nunca me he atrevido a negarme a una visita domiciliaria, pero me muero de ganas por decir NO ACEPTO, que se jodan las empresas que crean que es requisito confiarle a un visitador X el diagnóstico de si yo vivo como debería vivir un empleado decente.

 

¿Quién es esa persona para evaluar cómo vivo? ¿Quién es la empresa para cuestionar cómo deberían vivir las personas en sus casas? ¿Por qué es necesario que un tercero crea que soy apta para trabajar en un lugar si la empresa y yo creemos que puedo hacerlo? ¿Y qué si yo fuera sadomasoquista, si fuera fanática religiosa, o nudista, si viviera con un travesti o una persona a la que le dan ataques de pánico o crisis sicóticas? ¿Qué? ¿Por eso no tengo derecho a tener un trabajo? ¿Con esa información puede alguien concluir cómo será mi desempeño laboral?

 

Pero seguramente muchas empresas en Colombia no coinciden con estos argumentos y mientras no se convenzan de la inutilidad de las visitas domiciliarias supongo que seguirán depositando su confianza en las figuras controladoras de los visitadores. Tal vez seguiré recibiendo con galletitas y té al visitador de turno, invitándolo a pasar a mi nidito impecable de domingo por la mañana. Como si no supieran que todo el mundo limpia la casa para la visita y sonríe hasta cuando no tiene ganas porque vaya uno a saber qué anda diciendo después la visita de la casa de uno…

 

La tía de México tiene razón, las visitas domiciliarias son un atropello a la intimidad. Y una ridiculez.

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