Hypomnémata

Publicado el Jorge Eliécer Pacheco

Vivir o sufrir con metrolínea, pero no morir

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Los más románticos dirán que en un bus Igsabelar dieron su primer beso. Otros recordarán el día en que conocieron la ciudad dándole la vuelta completa. Atribuirán a los mayas el retiro de la ruta, pues era “la que pasaba por todos lados y nos servía a todos”. Extrañarán el gusto musical de los conductores, las sensaciones producidas ante los usuales robos, y usarán su ausencia como coartada para llegar tarde a algún lugar: “No sabía que ya no circulaba”, “me quedé en la parada esperándolo”, “¿ya no pasa?”

Habrá, sin duda, los que se sientan aliviados con su ausencia. Menos buses en la carretera es sinónimo de “movilidad”. La ciudad debe “seguir modernizándose”  El tiempo de los recorridos se reducirá: “tendrá una frecuencia de 7 minutos en hora no pico y no superará los 10 minutos en hora pico” (x) Pedirán más rutas “¿Qué pasa con Girón y Floridablanca? ¿Nos olvidaron?” Dirán que ahorran más dinero al tener la opción de tomar “alimentadores” que no les cobran pasaje extra. Los ecologistas explicarán que “los buses viejos dañan el medio ambiente”. Finalmente, atribuirán al uso de los buses de metrolínea cierta normalización en la ciudad: “Los mensajes pregrabados que se repiten en los buses son pedagógicos, han cambiado a la juventud”

La ciudad se transforma y se jubilan las rutas conocidas. Les darán paso a los imponentes vehículos que cubren, por su carril, el 80% de la ciudad. ¿Por su carril?, adivino la pregunta. Por los carriles que necesiten.

¿Qué hacer?

Tomás Vargas Osorio, escritor santandereano del siglo pasado, expone con inquietud el tema del progreso. Parece temerle con la certidumbre de que es un asunto ineludible. En su nota “Un paisaje desaparecido” escribe:

“Entonces el hosco y fulgurante paisaje santandereano no había sido todavía asaltado por las ruedas. Se viajaba en mulas de agudas y sedosas orejas y firmes pezuñas por los antiguos caminos reales, y se hacía noche, no en hoteles incómodos y sórdidos, sino en aquellas clásicas posadas de arriería donde se vendía aguardiente de contrabando (…) Pero todo aquello desapareció con la invasión del automóvil. La maleza borró el cromo de los molinos sus ramadas, podridas, se han desplomado; ya no se escucha el lamento de las grandes piedras redondas que antaño trituraban la pulpa blanca y dulce de la caña…”

Con nostalgia recuerda lo que se ha perdido, prefiere lo natural antes que las artificialidades del mundo moderno. Sin embargo, al pasado sólo queda nombrarlo para que exista.

El cambio que tanto se teme en la ciudad, volviendo al caso, se determina por el cambio de un servicio de transporte eficiente y efectivo, por otro que aún no lo es. Que no ha demostrado serlo, valga aclarar, pero que puede mejorar con la ayuda de todos. La alcaldía aceptó que falló. (x) La comunidad se ha hecho escuchar. Incluso se está revaluando la decisión de iniciar la fase 2 en Piedecuesta. (x) El hecho es que el Metrolínea llegó para quedarse. Quiérase o no, desde el 2007 está escrito. El golazo, dirán algunos, nos lo metieron hace rato, y no nos quejamos lo suficiente.

Ya sabrán los bumangueses vivir o sufrir con Metrolínea, pero no morir.

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