Hypomnémata

Publicado el Jorge Eliécer Pacheco

Perro que ladra se muere

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Laika en realidad se llamaba Trucha; un Husky siberiano de 3 meses que nadie quería llevarse. Sus hermanos se vendieron rápidamente y a buen precio. Laika, en cambio, permanecía. Parecía invisible. La gente pasaba de largo como si la caja estuviera sola. Las heces, los pedazos de pan y la taza del agua eran su única compañía.

La mujer que la ofrecía decidió, entonces, regalarla. No podía quedársela. Necesitaba el dinero “Ese es el negocio”.

Aun así, nadie se acercaba.

Laika tiene ahora 15 años. Ya está vieja y los huesos rotos de la pata derecha se niegan a soldar. Sufre. Respira con dificultad. “Le falta poco para dejar de comer y arrastrase a un lugar silencioso para morir”, dice el veterinario, un hombre calvo y de manos grandes que intenta desenredar el pelo acumulado en el lomo del animal.

La mujer seguía ofreciendo al animal. Lo sacó de la caja y, entre sus manos, lo muestra a los transeúntes: —Qué lindo —Es perra — ¿Cuánto vale? —Lo estoy regalando, es el último. Y después dudarlo decían que no, que no podían tenerla, que el apartamento era muy pequeño, que tenían un gato. — ¿Crece mucho? —No tanto; así de grande nomás. —Eso es mucho, decían, y se marchaban.

Ante su fracaso, decide abandonarla. Trucha tendrá que sobrevivir por su cuenta.

Sobre los huesos rotos, sus dueños recuerdan que Laika, un día, aprovechando la puerta abierta, decidió dar un paseo sin guía. Al regresar, ya estaba coja. Laika, como era usual, se echaba en el piso para descansar; pero no lo hacía como cualquier perro: saltaba y golpeaba el suelo como si de un colchón se tratase. Después de algún tiempo, empezó a cojear. Laika, una noche, defendiendo su casa, tuvo una pelea a muerte con un ladrón. Hubo mordidas, golpes, gritos. Después de la huida del malandrín, empezó a cojear. Nadie da una versión cobarde de la historia.

Antes de ponerla en el suelo, la mujer lo intentó una vez más. La ofreció contando que ya era la última, que nadie la había querido, que la estaba regalando y que si no se la llevaban tendría que tirarla.

— ¿Cómo se llama?

—Trucha

—No, se llamará Laika

Mientras la inyecta, el veterinario asegura que no es nada: —La pata le va a sanar en pocos días. — ¿Y la edad no tiene nada que ver?, pregunta alguien. —Claro que no, si ella se ve muy joven. Algunas semanas después, algunas inyecciones después y algunos billetes de 20.000 después, dice que pronto dejará de comer. Toma frascos e inyecciones, y atendiendo el teléfono celular se marcha.

Entonces, todos le dieron la razón a quien quería matarla “Sabía que era mejor darle la letal, el gasto de plata hubiese sido menor”. “Está sufriendo más de la cuenta”, dijo alguien más. Todos deciden esperar: es parte de la familia.

Laika se prendó de los brazos de su dueña. Estuvo ansiosa todo el camino hasta su nueva casa. Allí, comió todo lo que pudo y se echó a dormir encima del sofá. Durmió plácidamente. A veces, entre sueños, movía las patas y sacaba la lengua creyendo tener la teta de la mamá entre los dientes.

Al día siguiente, tirada en el suelo, esperó a que su dueña se despertara, bajara las escaleras, pusiera a hervir el café, abriera la puerta de enfrente y se acercara a revisarla. Sólo hasta entonces, levantó la cabeza, la miró a la cara por última vez y murió.

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