Enrique Villarino.

Al principio creí que era buena idea. Para nadie es un secreto que la democracia le hace mal a la literatura. La libertad no nos ha dado buenas obras y, como lo dice la historia, los libros más profundos y famosos son las que se producen en un régimen totalitario.

La literatura latinoamericana se burla demasiado de esos nobles hombres, padrastros de la buena escritura, los Dictadores. No podemos cuantificar cuánto se les debe. Si viviéramos en dictadura no existiría el “agotamiento” al que se refirió María Kodama en Manizales. Y bajo esta premisa empezaron los cambios en casa.

Primero, se me advirtió que todas mis conversaciones serían monitoreadas y grabadas, únicamente podía hablar sobre algunos temas literarios escogidos con anterioridad. Por cuestiones de gobierno, los poetas Románticos hacían parte del índice prohibido. Su idealismo los hacía detestables. Debía leer un libro diario, sin importar el número de clases al día, y presentar un informe que analizara (en algunos casos semióticamente) el estilo y el lenguaje que utilizaba. Fueron noches aterradoras. Debía ponerme en pie, la espalda rígida y empezar a recitar pasajes de memoria con su respectivo comentario. Ante mis infructuosos intentos, tuve que ayudarme de papelitos que me ayudaban a recordar los números de página y algunas palabras desconocidas, generosidades de la Dictadora.

Sólo podía ver Señal Colombia, comer carnes rojas y jugar Dicciorama. En la guitarra sólo podía usar notas mayores y cuidar de que no sonara por equivocación una nota mal puesta. No podía mirar por la ventana, ni mucho menos intentar abrir la puerta sin permiso. Tomaba Ginkgo Biloba con cada comida.

Se desterraron a Chopin y Schubert; en su lugar se escuchaba un Bach bastante matemático que exigía concentración máxima en las tareas de escritura. Mi Dictadora repetía todos los días la noticia de Kodama y, alentándome, me gritaba al oído que teníamos que trabajar.

Mi Dictadora, consiente del “mens sana in corpore sano”, sabía que no sólo de largas lecturas vive el hombre; así que introdujo a su forma de gobierno ejercicios corporales que pretendían mejorar mi acondicionamiento físico y que me facilitarían el trabajo de escritura. Empecé a relajar mis falanges lavando los platos, inicié una terapia que aliviara los dolores de hombro barriendo y  trapeando los pisos, incluso, bondades de los Dictadores, los dolores de muñeca que me atormentaban desde hacía días, fueron desapareciendo paulatinamente después de empezar a  lavar la ropa de los dos.

Todo estaba bien. No podía quejarme (los castigos eran bastante molestos). Era obediente y seguía los lineamientos al pie de la letra. Sin embargo, los resultados eran pésimos. Lo que escribí esos días no era más que basura. Yo lo sabía. Mi Dictadora, en cambio, me elogiaba. Eso sí era literatura, decía, ya verá esa tal Kodama… Intenté persuadirla, pero no me escuchaba. Estaba ocupada inventando nuevos ejercicios para aliviarme unos dolores de rodillas que no me dejaban permanecer sentado frente a la pantalla del computador.

Al final, me sorprendí levantándome en las noches, a eso de las once, a escondidas, para escribir en una libretita que tengo escondida debajo de la nevera. Ella no debe darse cuenta. Allí garabateo mis tormentos, mis sueños de abrir la puerta, describo el sabor horrible del Ginkgo Biloba y lo detestable que es la dictadura. ¿Estaré escribiendo allí la verdadera literatura?

Publicado originalmente el 08 de septiembre de 2012 en El Espectador.

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