La pensadora alemana Hannah Arendt, fallecida hace 50 años, decía que el objeto del pensamiento debía ser la experiencia vivida misma. Este reflexionar sobre la experiencia, lo que la acercó a la fenomenología (cuya máxima expresión es su libro La condición humana de 1958) la llevo tras la Segunda Guerra Mundial a tomarse en serio el problema del totalitarismo para determinar por qué fue posible, cómo fue posible, cómo fue permitido (Pachón, 2025). Ella misma había sido su víctima cuando tuvo que abandonar Alemania en 1933 y cuando fue encerrada en un campo de internamiento en Francia en 1940. Fue su víctima porque fue una judía apátrida, refugiada, desnacionalizada y sin “derecho a tener derechos”; en síntesis, porque padeció el horror del totalitarismo en su vida y tuvo que desarraigarse de los suyos y de su patria. De ahí que escribiera su voluminoso libro Los orígenes del totalitarismo, publicado en 1951, con el fin de comprenderlo.
Hay que decir que Arendt no fue quien inventó el concepto de totalitarismo, aunque sí ayudó a popularizarlo. Este había aparecido ya en la Italia de Mussolini como antítesis del liberalismo, y pensadores como Horkheimer o Marcuse ya hablaban en los años cuarenta de “Estado autoritario” o “Estado total autoritario” (Marcuse, 2025, p. 55). Ahora, si bien el fascismo histórico es típicamente italiano, lo cierto es que Arendt contribuyó a que el fascismo fuera concebido como totalitarismo. En este último término incluyó, como se sabe, tanto al régimen de Hitler como al régimen soviético de Stalin. Después, en el vocabulario político, los conceptos que más calaron en el sentido común, en los opinadores políticos y hasta en la academia, han sido los de dictadura y fascismo.
Lo cierto es que para Arendt el totalitarismo era totalmente novedoso, único, en la historia. Poseía una “novedad radical”. No era una dictadura porque estas en la tradición política eran autorizadas por el mismo orden jurídico y eran temporales (como en Roma), tampoco era una tiranía basada en la ilegalidad porque pretendía una legitimación. En realidad, escapaba a los marcos de comprensión y a las categorías habituales del pensamiento político. Lo característico del totalitarismo era que a) convertía a los humanos en seres superfluos, b) anulaba su capacidad de pensar, c) destruía la esfera pública y d) trataba de cambiar el concepto mismo de “hombre”, la naturaleza humana misma (después ella hablará de condición humana para no caer en esencialismos ahistóricos).
Arendt pensaba que el totalitarismo era una cristalización de varios problemas no resueltos políticamente desde el siglo XIX, específicamente, el antisemitismo, la decadencia del Estado-nación y el imperialismo. Estos hechos, contingentes, confluyeron en el siglo XX en algo nuevo, en un acontecimiento: el totalitarismo. El antisemitismo venía desde el siglo XIX, y tenía que ver con un problema político, el de la asimilación de los judíos a las sociedades europeas. De hecho, no surgió en Alemania y, como lo muestra el caso Dreyfuss, fue en Francia donde se expresó fuertemente cuando toda una nación tomó como un gran Otro al capital judío Alfred Dreyfus acusado de pasar información a los alemanes. En antisemitismo fue creciendo tras el final de la Primera Guerra Mundial cuando se fortaleció en el centro de Europa y en el Este. La respuesta judía al antisemitismo desde finales del siglo XIX fue el sionismo: este abogaba por la creación de una patria judía, un Estado. La cuestión judía y el antisemitismo, pues, fueron el “agente catalítico del movimiento nazi en primer lugar, de una guerra mundial poco más tarde, y, finalmente, de las fábricas de la muerte” (Arendt, 2004, p. 10).
Lo que hizo Hitler fue lograr que el antisemitismo se convirtiera en una ideología contra Otro, ya fuera el judío, el comunista, el gitano, o las razas inferiores. El Yo auténtico alemán, fuerte, puro, virginal, apareció como lo opuesto del Otro, portador de todos los males. Era la diada amigo-enemigo de la que habló Carl Schmitt, diada que en estricto sentido no es política, pues implica la muerte del adversario, con lo cual la política y lo político se hace imposible, se niega.
Por otro lado, el triunfo de la burguesía después de la Revolución francesa llevó a que esta se independizara políticamente y debilitara al Estado-nación. La burguesía dio origen al imperialismo donde imperaba la de la expansión por la expansión. Era llevar la lógica burguesa de la apropiación, el poder, el dominio más allá de las fronteras del Estado-nación, aspecto en el cual se hacían realidad las ideas de Hobbes, pues para Arendt, él fue el verdadero filósofo de la burguesía. El imperialismo creó colonias fuera de Europa. Arendt analiza el caso de África: allí inventaron los campos de concentración y se entrenaron en el arte de degradar, destruir y asesinar a seres humanos considerados sub-humanos, no hombres. El racismo, dice Arendt, fue una ideología con la cual inferiorizaron al Otro, al periférico, al negro africano. Este apareció como una verdad innegable según la cual las tribus africanas o los seres humanos fuera de Europa eran seres “naturales” que carecían de humanidad; eran mera Naturaleza o una extensión de ella, sin civilización, por eso
“cuando los hombres europeos mataban, en cierto modo, no eran conscientes de haber cometido un crimen” (Arendt, 2004, p. 249).
Esa aniquilación del otro era posible gracias a la burocracia, la cual permitía, como en la India, las “matanzas administrativas” (p. 290). Racismo y burocracia fueron “medios políticos” de la dominación imperialista, fueron dispositivos efectivos para el dominio de otros seres considerados no-humanos.
A esto debe sumársele el hecho de la decadencia del Estado-nación, la cual consiste en que los nacionalismos tribales, étnicos, se impusieron por encima del Estado. De esta manera, muchas naciones expulsaron a otros pueblos en el centro Europa, dejándolos sin la protección. Las tesis de Arendt es que desde la Revolución francesa había una contradicción, pues, por un lado, se habló de derechos ciudadanos universales para todos los hombres, pero, por el otro, el goce y el disfrute de los mismos fue atado a la ciudadanía, a una particularidad. Y esta ciudadanía, a su vez, fue atada a la pertenencia a una nación, con su tierra, su lengua, su cultura, sus tradiciones. De tal manera que cuando individuos y pueblos son expulsados, desplazados, se quedan sin nacionalidad, sin ciudadanía y son convertidos en “escorias de la tierra”, en parias, en seres sin derechos, vulnerables, matables; que quedan a merced de distintos poderes o de otros grupos. En estos casos, los derechos humanos mismos no les son aplicables. Eso fue lo que les ocurrió a los mismos judíos cuando distintos países les quitaron la nacionalidad y la ciudadanía. Arendt fue una de esas víctimas, pues, como se dijo, en 1936 le retiraron la ciudadanía alemana lo cual constituye la “muerte jurídica” para el individuo.
Todo lo anterior es lo que lleva, cristaliza, en el totalitarismo, la más macabra forma de gobierno de la historia, posible por grandes masas desarraigadas, insatisfechas flotantes, que apoyaron una ideología como la nazi, la cual les ofrecía un posible horizonte de salvación. El totalitarismo fue posible por esas masas y por una ideología que pretendía conocer la ley de la historia. En el caso de Rusia, esa ley era la lucha de clases; en el de Alemania, la ley de una raza superior que triunfaría sobre todas las otras razas. Esas ideologías totalitarias eran verdades absolutas, omnicomprensivas, indiscutibles y gobernaban el movimiento mismo de la historia, el devenir de la realidad. La “astucia de la ideología” permitió seducir a grandes masas: desde los ciudadanos mismos hasta las propias víctimas.
El terror como esencia del totalitarismo y su posibilidad omnipresente en la sociedad, la organización, la burocratización excesiva, el culto a la personalidad de líder, la sumisión al partido, la vigilancia generalizada de la sociedad al punto de volverla paranoica, la militarización, la propaganda, etc., desembocaron en la “dominación total” (Arendt, 2004, p. 533). Solo así apareció el “campo de concentración” como el pináculo del sistema donde era posible la realización de la ideología totalitaria en Alemania. Allí, tras la eliminación jurídica de la persona (el quitarles la ciudadanía como ya se mencionó), la destrucción moral de la misma (su animalización, cosificación y pérdida de la dignidad humana), se pasaba a la eliminación física. Y en esa atmósfera el homicidio se volvió tan “impersonal como el aplastamiento de un mosquito”. Así el Estado totalitario se convirtió en una fábrica de cadáveres. Es lo que llamo el necrofordismo o producción serializada de la muerte como un producto tangible de una biopolítica criminal.
Digamos, finalmente, que el totalitarismo tiene otros efectos que serán claves en el pensamiento de Arendt. Uno de ellos, es que este tipo de gobierno elimina el espacio político, la esfera de aparición donde es posible mostrarse, estar, compartir, dialogar, actuar, comenzar algo nuevo. El terror envuelve como un “anillo de hierro” a los individuos y elimina el “entre” que hay entre ellos. De esta manera no es posible reunirse, pensar, opinar, contrastar lo pensado; así se mata la política y se aísla a los sujetos, se los comprime y se los desarraiga (como en el caso de los refugiados). Todos estos temas los retomará Arendt después, pues como dijo Claude Lefort (1988), en Los orígenes del totalitarismo está in nuce todo el pensamiento político de esta gran pensadora del siglo XX.
Resonancias actuales del totalitarismo[1]
No es posible hacer un discurso aséptico, meramente académico del totalitarismo en Arendt, sin aludir a las resonancias que sus planteamientos tienen hoy. Si para ella la filosofía debía estar atenta a los acontecimientos y hacerse cargo del tiempo y la experiencia que nos toca vivir, mal haríamos nosotros al no encargarnos de nuestras propias circunstancias.
U primer punto que llama la atención es que en la época en la que Arendt filosofa se está hablando de la “decadencia de occidente”. Esta expresión se popularizó con el famoso libro de Spengler, pero resonó décadas después tras la evidencia de que lo que estaba en juego era la crisis misma de la modernidad. María Zambrano habló de la “agonía de Europa” (2000) , la primera Escuela de Frankfurt realizó un fuerte diagnóstico de la ilustración y la manera como la misma había devenido en dominio y terror. No olvidemos la famosa frase de Adorno y Horkheimer cuando decían en 1944:
“la ilustración ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del miedo y constituirlos en señores. Pero la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad” (2009).
Hobsbawn se referiría a estos tiempos como “la época de las catástrofes”; y Hannah Arendt hablaría de un “tiempo oscuro”. Pues bien, para gran parte de esa generación intelectual lo que moría allí en los altares de la guerra, la barbarie y los campos de concentración, era la civilización occidental, el proyecto mismo de la modernidad. Sobre este “espíritu de época” dijo Bauman:
“Lo que fue asesinado y enterrado en las tumbas masivas junto a millones de soldados fue la confianza en Europa en sí misma, y la fe de la gente civilizada en la victoria de la razón […] en la benevolencia de la historia y [en el] convencimiento tranquilizador y amable de un presente seguro y un futuro garantizado” (2009, p. 77).
Si la razón había devenido irracional, si la ciencia y la técnica se habían puesto al servicio de la posibilidad de la destrucción misma del planeta bajo las bombas atómicas, si la libertad, la igualdad y la fraternidad no se habían realizado; si el progreso era tan solo un optimismo de la razón o un espejismo; en fin, si la democracia y la convivencia misma se hacían imposibles, ¿no era la civilización misma y, específicamente occidente, la que se dirigía al abismo? ¿No era Europa misma la que estaba agonizando? Hoy ocurre lo mismo. Por eso el filósofo africano Achille Mbembe dice: “Europa dejó de ser el centro de gravedad del mundo” (2016, p. 25). Ya solo conserva la tradición intelectual, pero no es un faro ético, político o geopolítico que represente un horizonte para occidente: se ha sometido totalmente a los Estados Unidos, Europa es una lacaya del neoimperialismo de Donald Trump.
Pues bien, hoy, como hace ya casi cien años, en la filosofía y en las ciencias sociales se viene hablando de la crisis civilizatoria, de un colapso de la civilización, pero ahora debido a la crisis climática, ambiental energética, alimentaria, económica, demográfica (a pesar de la reducción de la natalidad); se trata de una crisis de la civilización y de su modo hegemónico de vida. Estas crisis son multidimensionales y son interseccionales, es decir, relacionales.
Hoy, como en la época de Arendt, las guerras provocan miles de muertos y violaciones de derechos humanos. Y, muy especialmente, genera millones de desplazados, refugiados, migrantes en el mundo. Naciones unidas informa, por ejemplo, que la guerra en Sudan, iniciada en 2023, ha dejado “11,3 millones de desplazados internos, una de las mayores crisis de desplazamiento del mundo, mientras que casi cuatro millones han huido a países vecinos, principalmente Egipto, Sudán del Sur y Chad”. La guerra en Ucrania ha dejado cerca 6, 5 millones de refugiados. Tampoco puede olvidarse que la guerra de Siria y la pobreza en África lanzó a miles de migrantes y desplazados a las puertas de Europa. Hace unos años el Mediterráneo, al que Hegel llamó “el centro de la historia universal”, se convirtió en uno de los cementerios marítimos más grandes de la historia. Cada año miles de personas que huyen de la pobreza, el hambre, el cierre de futuro, los conflictos interétnicos, las guerras convencionales, son sepultadas a las puertas de Europa.
Todos estos migrantes son personas desarraigadas de su mundo, de sus comunidades, sus amigos, sus parientes; pierden sus bienes, quedan a merced de otros Estados y otras fuerzas violentas, pero, principalmente, quedan a la intemperie, sin ciudadanía, “sin derecho a tener derechos”, en manos de la caridad mundial, las donaciones y la ayuda de la comunidad internacional y sus ONG´s. Como decía Arendt: son personas que al perder su comunidad son lanzadas al margen de la humanidad misma.
Por otro lado, el análisis que Arendt hizo del imperialismo en África, donde este fungió como un laboratorio para el totalitarismo, permitió convertir a esa periferia en una “zona del no-ser”, para decirlo en palabras de Franz Fanon (2020, p. 42), el pensador de Martinica al que Arendt leyó con cuidado. Si la periferia es el mundo del no-ser, sus habitantes pueden ser tratados como no-humanos. Esta lógica colonial e imperial de Europa se mantiene. Crea seres humanos de primera categoría y humanos de segunda, o subhumanos. Es decir, la geopolítica crea su propia antropología o geoantropolítica donde los habitantes del sur o por fuera del Norte global son convertidos en superfluos, en existencias dispensables. Por eso, humanos de la periferia son desechables, matables, asesinables, prescindibles.
Lo ocurrido en Medio Oriente durante el genocidio en Palestina sigue esta lógica: la zona del ser, Europa y Estados Unidos, dando prioridad a sus intereses económicos y geopolíticos, consienten activamente (también pasivamente) el exterminio del Otro, de los árabes, de esos enemigos históricos que forman parte del “eje del mal”, de los enemigos de la civilización occidental. Si Arendt se refería a las “matanzas administrativas” durante el imperialismo racista, Israel las decreta sobre los gazaties en pleno siglo XXI. Pero no solo matanzas administrativas, sino “detenciones administrativas” de mujeres, niños y hombres, sin el más mínimo debido proceso o garantía jurídica. Estas personas no son prisioneros de guerra, sino secuestrados o rehenes. De esta manera, a cielo abierto, ante la mirada del mundo, Israel despliega una necromáquina asesina que “produce cadáveres en serie”; es la fábrica de cadáveres del totalitarismo de las que hablaba Arendt o lo que llamé “necrofordismo”: producción serializada de muertos en manos del sionismo internacional y de sus aliados. Valga decir de paso que Arendt avizoró no solo el militarismo israelí como política, sino el polvorín violento que implicaba la coexistencia con los árabes en esa región, por eso ella propuso UN Estado federal binacional donde coexistieran árabes y judíos organizados desde abajo en consejos para la toma de decisiones (Bernstein, 2019, p. 41-51).
El necrofordismo mencionado es la prueba fehaciente de la deshumanización del mundo, donde no hay persona jurídica, ni persona moral y donde una gran parte de la humanidad se torna “superflua”; es también, la prueba de que hay una crisis axiológica brutal, atizada por las ideas darwinistas de la salvación a través de la competencia feroz. La crisis axiológica actual es también parte de la crisis civilizatoria en curso en pleno Antropoceno.
En este marco, si hay una expresión de la crisis actual del modelo civilizatorio es justamente la crisis de las instituciones con que hace 80 años se reconfiguró el orden mundial tras 1945. La Organización de las Naciones unidas, la OEA, manipuladas por las grandes potencias; la Declaración universal de los derechos humanos y el Derecho Internacional Humanitario (DIH), inaplicados y desconocidos para una gran parte de los habitantes del planeta; y el control de las instituciones financieras como el BID, el Banco Mundial, el Banco europeo, por los países poderosos, lo confirman. Asistimos al desmonte del derecho internacional público, lo que incluye los ataques a la Corte Internacional de Justicia, la Corte Penal Internacional, justamente para que los nuevos leviatanes del mundo impongan su ley del más fuerte y reconfiguren el nuevo orden global. La “vuelta al estado de naturaleza” de Hobbes, tal como van las cosas, parece ser el futuro de las relaciones entre los Estados del mundo. La actual crisis del multilateralismo en las relaciones internacionales, las tensiones entre bloques políticos y económicos (G7 y BRICS+), entre las grandes potencias (Estados Unidos y China), así lo testimonian. Esto pasa, como en el caso de Israel y de Estados Unidos, por desbaratar primero la institucionalidad al interior del Estado. Ya decía Arendt, citando a Henry Steel, que:
“si destruimos el orden mundial y destruimos la paz mundial debemos inevitablemente subvertir y destruir primero nuestras propias instituciones políticas” (Arendt, 2015, p. 115).
Por eso, la tendencia a “destruir las propias instituciones políticas” parece en la actualidad una especie de preámbulo de las aspiraciones neofacistas de la actualidad. Y esto nos lleva al problema del totalitarismo que pensó Hannah Arendt, el cual incluía, desde luego, lo que tiempo después, en amplios círculos de la opinión pública, intelectuales y académicos, como fascismo alemán. Hoy se habla de neofacismos, neoderechas, derechas emergentes, de derechización mundial, de “ultraderechas” (Alemán, 2025), etc., para dar cuenta de un cúmulo de prácticas peligrosas que vienen haciendo ciertos gobiernos. Lo alarmante de estas prácticas es que muchas de ella repiten el libreto del fascismo de hace un siglo. Y aquí hay que tener en cuenta la preocupante advertencia que Hannah Arendt nos dejó casi al final de su voluminoso libro, a saber, que:
“Las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones, que surgirán allí donde parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica”,
porque el fascismo puede
“estar seguro de que sus fábricas de aniquilamiento, que muestran la solución más rápida para el problema de la superpoblación, para el problema de las masas humanas económicamente superfluas y socialmente desarraigadas, constituyen tanto una atracción como una advertencia”. (Arendt, 2004, p. 557).
Esto equivale a decir, que el neofascismo saldrá el rescate del neoliberalismo moribundo. La pensadora germano-americana nos dice, de paso, que el ecofascismo, la eliminación de los superfluos, puede estar a la vuelta de la esquina, es decir, que el fascismo es un fantasma que nos acecha.
La vuelta a los nacionalismos, las políticas xenofóbicas, la caza de migrantes en Estados Unidos y otros Estados, la destrucción de la división de poderes y las instituciones intra e interestatales, la censura de la prensa, la censura de libros, el ataque a la autonomía universitaria como ocurre en Estados Unidos, los ataques a la libertad de expresión y de reunión, el anti-intelectualismo, el rechazo de la ciencia en los movimientos antivacunas, la defensa a ultranza de los valores familiares tradicionales, el negacionismo climático, la movilización del miedo y del odio como afectos inmunitarios contra el diferente, el otro, el extranjero, el pobre; la misoginia, la proscripción de los discursos de género y la negación de los derechos para las minorías, el supremacismo blanco racista; el aumento del securitismo y el militarismo, el culto a la personalidad en algunos sistemas políticos, el adoctrinamiento mediático que busca colonizar el sentido común con tesis discutibles convertidas en dogmas. El neofascismo actual fortalece “lógicas identitarias” en su “jerga de la autenticidad” y las articula con los principios del neoliberalismo (Cadahia y Biglieri, 2022, p. 91).
Así que las derechas actuales asumen un neoliberalismo autoritario, inmunitario, elitista y excluyente. Son todas manifestaciones preocupantes de un posible retorno del fascismo y de la materialización de la advertencia arendtiana.
La problemática actual de los migrantes y los refugiados del mundo ponen de presente la vigencia de la brillante crítica de Hannah Arendt a la ciudadanía ligada a la nación, a la desprotección jurídica de los sin patria; y su crítica del imperialismo y tematización del totalitarismo, etc., muestran las tentaciones del fascismo actual. Desde luego, no es posible dejar por fuera las múltiples resistencias a nivel global, de la solidaridad mostrada con Palestina, de las luchas por la dignidad y alternativas civilizatorias en miles de comunidades, colectivos y movimientos sociales. Ellos son pruebas de que la esperanza no ha muerto y de que no nos han logrado desposeer de la idea de futuro.
[1] Aparte de la conferencia dictada en la Universidad de Pamplona, en el Programa de Filosofía, el día 27 de noviembre en la conmemoración del Día Mundial de la Filosofía. Evento organizado por Unipamplona y la Sociedad Colombiana de Filosofía.
Referencias
Alemán, Jorge. (2025). Ultraderechas. Notas sobre la nueva deriva neoliberal. España: Ned ediciones.
Arendt, Hannah. (1958). The human condition. Chicago University Press.
Arendt, Hannah. (2004). Los orígenes del totalitarismo. México: Taurus.
Arendt, Hannah. (2015). “Sobre la violencia”. En Crisis de la república (pp. 81-152), Madrid: Trotta.
Bernstein, Richard. (2019). ¿Por qué leer a Hannah Arendt hoy? Barcelona: Gedisa.
Cadahia, Luciana y Biglieri, Paula. (2022). Siete ensayos sobre el populismo, Barcelona, Herder.
Bauman, Zygmunt. (2009). El arte de la vida. Barcelona: Paidós.
Fanon, Franz. (2020). Piel negra, máscaras blancas. Madrid: Akal.
Horkheimer, Max, y Adorno, Theodor. (2009). Dialéctica de la ilustración. Madrid: Trotta.
Lefort, Claude. (1988). “Hannah Arendt and the question on the political”. In Democracy and Political Theory, University Of Minesotta Press.
Marcuse, Herbert. (2025). La teoría crítica en la era del nacionalsocialismo. Ensayos (1934-1941). Madrid: Trotta.
Mbembe, Achille. (2016). Crítica de la razón negra. Ensayo sobre el racismo contemporáneo. Barcelona: Futuro anterior, NED edicions.
Pachón, Damián (2025). “Hannah Arendt y la época de las catástrofes. Totalitarismo, democracia y libertad”. Madrid, revista Filosofía & co, 15, 30-47.
Zambrano, María. (2000). La agonía de Europa. Madrid: Trotta