En su maravilloso ensayo filosófico literario contra la pena de muerte, mal titulado Reflexiones sobre la guillotina, escribió el Premio Nobel de Literatura Albert Camus que “debemos mostrar la obscenidad que se oculta bajo las capas de las palabras”. Esta sentencia me hizo pensar inmediatamente en el lenguaje, en su función primordial en la antropogénesis, en su función social, en la manera como con él articulamos nuestra experiencia, nuestro mundo, y, desde luego, en su manipulación, ya sea en el fenómeno de la posverdad o en la contienda política misma en Colombia.

La “obscenidad” que se oculta bajo la superficie de la palabra, lo que subyace a la algarabía de la emisión noticiosa de un significante, lo que se esconde, lo que se oculta, pero lo que a la vez emerge ruidosamente y se manifiesta como sentido manipulado, impuesto, tendencioso u homogenizado, etc., es connatural a la disputa por el sentido común en nuestro país. El lenguaje y las palabras son un campo de batalla abierto, en tensión, dispuesto a ser colonizado por el más ruidoso, por quien movilice más afectos inmunitarios contra el que piense diferente. Es imposible no pensar en estas cuestiones en el actual clima político colombiano. Sin embargo, lo que se esconde bajo las capas de palabras, lo que queda oculto bajo el ruido de la homogenización nacional de las conciencias pretendida por los medios empresariales y de desinformación no es algo “neutro”, “vacío”, “abstracto”. No. Son cuestiones muy concretas, materiales, sustanciales, que son invisibilizadas por rótulos, por tropos, por tópicos, por las fórmulas viejas y repetitivas que anestesian el lenguaje y la posibilidad de la crítica. Por eso, hay que reaccionar contra esos usos del lenguaje, hay que mostrar lo que se oculta en lo que se expone, se muestra; hay que dar la batalla por la disputa del sentido político del mundo en el que habitamos y en el que coexistimos en una inevitable interdependencia.   

Para que no nos expropien el lenguaje, o las categorías del pensamiento político, es necesario reivindicar el concepto “oligarquía”. En el pensamiento griego se refería al gobierno de unos pocos que gobernaban para el beneficio propio, de grupo, tal como lo registra Norberto Bobbio. En este sentido, el poder político en Colombia, quienes lo poseen, lo tienen apropiado, y lo defienden como derecho señorial, son oligarcas, clanes politiqueros, que han heredado ese poder y lo consideran patrimonio exclusivo suyo, y que lo usan para su propio beneficio. La diferencia con la concepción antigua es que ahora son banqueros, industriales, castas políticas, medios de comunicación empresariales. Son oligarquías hereditarias que cooptaron el poder regional en la costa o en el Valle del Cauca y en muchas otras partes del país. Son oligarquías que concentran el poder y lo consideran una herencia sempiterna. Para ellos, el poder como capacidad para actuar concertadamente, como lo definía Hannah Arendt, no puede pertenecer a otros, especialmente a esa masa irredenta, de abajo, sucia, hedionda e ignorante. Eso es lo que piensan del pueblo, al cual desprecian, menosprecian y subestiman.

El historiador chileno Mario Góngora hablaba de nuestra “constitución social aristocrática”. Yo creo que estaba equivocado. Lo que tenemos en América Latina y, particularmente en Colombia, es una “constitución social oligárquica”. Él se refería a pequeños grupos que gobernaban el mundo como a su finca, como a la “casa grande” de la que hablaron Orrego Luco o Gilberto Freire, al paterfamilias, que decidía los destinos de la “casa grande” (la hacienda o la estancia), gobernando a las mujeres, a los esclavos, a los hijos, etc. Eso describía la realidad colonial. Hoy esos grupos han mutado y son distintos, tienen conformación económica diferente, a él se suman recién venidos, rastacueros, o grupos que han ascendido gracias al narcotráfico, al nepotismo o al tráfico de influencias. Su único propósito ha sido “convertir el enriquecimiento sin causa en virtud civil”, en anhelo espurio del gobernar, mandar y usurpar. Por eso la democracia representativa se ha convertido en un mal, en un simple medio para apropiarse de lo común. En un privilegio oligarca que les ha servido para perpetuar su poder político, económico, social y cultural. La democracia como privilegio oligárquico (lo cual parece contradictorio) ha sido funcional a su monopolio del poder y a la exclusión de las grandes mayorías. Ese privilegio oligarca es el que ha construido, y defiende, una democracia formal, de escrituras, escenificada y vacía, formalista y sin contenido. Una democracia que les conviene y que ha sido funcional a las violencias de distinta índole que han campeado por la historia colombiana.

Por eso cuando las élites en Colombia, entre ellas, líderes de opinión de la radio, la prensa escrita digital, la televisión, los políticos, los empresarios, etc., salen en coro a defender la democracia o las instituciones, hay que preguntarles cuál democracia defienden, cuál es la democracia que según esa oligarquía está en peligro: ¿La de papel?, ¿La formalista?, ¿La funcional a sus intereses? ¿La reglamentaria? ¿La electoral escenificada en el voto? ¿La vacía? Es válido preguntarlo porque ellos creen tener la definición unívoca de democracia, la única, la verdadera…la suya, pero no reconocen su riqueza, su polisemia o las demandas democráticas articuladas en los lenguajes de los amplios sectores históricamente excluidos. Esa es su democracia y sus instituciones fetichizadas e instrumentalizadas. No son, pues, instituciones igualitarias o emancipadoras.

Esa oligarquía es la que se opone a la consulta popular por los derechos laborales de las masas trabajadoras colombianas. Y al oponerse evidencian que no les interesa las instituciones, ni la constitución. Violan y desconocen a la soberanía popular, creen que el pueblo necesita permiso para expresarse, anulan la democracia participativa y los mecanismos que la constitución de 1991 creó, entre ellos, el plebiscito, el referendo, el cabildo abierto y la consulta popular. Son ellos los que ultrajan la constitución y al Estado social de derecho. Son ellos los antidemocráticos que no quieren entender que no existen los derechos sino se pueden ejercer.

La élite oligárquica siempre ha defendido de manera retórica a las instituciones. El civilismo nuestro es una hipocresía, pues se apela a la democracia o a la defensa del Estado de derecho justo cuando los ciudadanos exigen sus derechos o cuando hay fuerzas alternativas que desean romper la inercia del sistema político. Un régimen político que no cambia y que solo ve al Estado como botín para repartirse entre los clanes políticos que gobiernan mafiosamente el país.

Por eso, ante la negativa de permitir una consulta popular donde el pueblo se exprese, decida sobre los asuntos que le interesan, manifieste su voluntad, el congreso actual, especialmente ese senado oligárquico (con excepción de las fuerzas progresistas), pasará a la historia como un congreso que calló al pueblo, que le expropió la palabra, que le impidió participar y decidir sobre sus propios asuntos. Un congreso que le expropió la democracia al pueblo colombiano, que la convirtió, una vez más, en una democracia de papel donde los poderes constituidos ahogaron al poder constituyente primario, a ese pueblo irredento, variado, heterogéneo, múltiple…pero que tiene derecho a decidir.

Y así, la obscenidad de la palabra de la élite bulliciosa, la obscenidad de la palabra de algunos medios, de ciertos periodistas y sectores políticos, etc., lograron ocultar el oportunismo político con la tragedia humana de Miguel Uribe, los conflictos reales de la sociedad colombiana con la denuncia de una supuesta dictadura, la necesidad de una reforma laboral digna con el viejo cuento del populismo; la violación que esa oligarquía hizo de los principios constitucionales y de su ahogamiento de la democracia con la defensa del “Estado de derecho”. Acudieron a su guion de siempre (violencia y desestabilización) como lo ilustró Oscar Guardiola Rivera en una columna en este medio, pero, aun así, no han logrado ocultar del todo su bajeza y doble moral, la cual, hábilmente, tratan de disfrazar de solidaridad y respeto por la vida.

El citado Albert Camus decía también que: “sabemos que la sociedad descansa sobre la mentira, pero la tragedia de nuestra generación es la de haber visto, bajo los falsos colores de la esperanza, cómo se superponía una nueva mentira a la antigua”. Pues bien, ya es hora de que la sociedad colombiana rompa ese círculo nocivo, esa agregación sucesiva de mentiras que la ahogan y le impiden desplegar al ciudadano su pluridimensionalidad humana. Al desnudar la mentira se desnudan y se sacan a flote también las obscenidades que la oligarquía quiere maquillar y ocultar bajos “las capas de palabras” rituales y oportunistas.

Avatar de Damian Pachon Soto

Comparte tu opinión

1 Estrella2 Estrellas3 Estrellas4 Estrellas5 EstrellasLoading…


Todos los Blogueros

Los editores de los blogs son los únicos responsables por las opiniones, contenidos, y en general por todas las entradas de información que deposite en el mismo. Elespectador.com no se hará responsable de ninguna acción legal producto de un mal uso de los espacios ofrecidos. Si considera que el editor de un blog está poniendo un contenido que represente un abuso, contáctenos.