El ensayo presenta el complejo de inferioridad o de hijo del puta, estableciendo su relación con el racismo entendido como una herencia colonial de larga duración instalada en el sentido común del latinoamericano y, por ende, del colombiano.
El ensayo presenta el complejo de inferioridad o de hijo del puta, estableciendo su relación con el racismo entendido como una herencia colonial de larga duración instalada en el sentido común del latinoamericano y, por ende, del colombiano.
En su libro Provocaciones (Bogotá, Ariel, 1997) el crítico y polemista colombiano Rafael Gutiérrez Girardot anotaba:
“La colonización europea se justificó a sí misma en cuanto convirtió a la juventud de las naciones colonizadas en permanente inmadurez, y creó y fomentó en ellas la condición de inferioridad”.
Pues bien, el acto de “inferiorizar” al Otro, fue replicado en la República (después de la Independencia) por las élites señoriales y otros sectores de recienvenidos, hasta permear el sentido común mismo de la gente, esto es, las formas de ver, sentir y pensar. Esa interiorización fue lo que el sociólogo Pablo González Casanova llamó “colonialismo interno”. Pero lo que surgió desde la colonización misma, el complejo de inferioridad, es, también, lo que podemos llamar el “complejo de hijo de puta”, el mismo que aún hoy atraviesa la psique del latinoamericano y que está presente en ese colombiano que se burla del color, la manera de hablar o las “formas” de la vicepresidenta Francia Márquez, o de las de cualquier mestizo con mancha de la tierra que no es como él. Pues así como el español ha compensado su complejo de inferioridad ante la Europa más civilizada con el narcisismo de superioridad frente al americano, cualquier presunto o ficticio “blanco” de estas repúblicas lo suple o lo compensa sobre los mestizos, mulatos o indígenas.
En Los negroides de 1936 Fernando González (cuyo ‘diletantismo’ no gozaba de los afectos críticos de Gutiérrez Girardot) había aludido al tema del complejo de hijo de puta o de inferioridad:
“En Suramérica permanecen los hombres siempre de lectores, siempre de viajeros. Tienen vergüenza de su propia alma; se quedan con los vestidos ajenos […] ¿No observan todos que, a pesar de leer tanto y saber tanto, el suramericano nada crea? Pues muy fácil explicarlo: tienen vergüenza, simulan, leen, etc., porque están obligados por el coloniaje político, racial, literario, a considerarse como hijos de puta. Me enorgullezco de ser el primer que ha estudiado y analizado el complejo que he llamado hijo de puta”.
Este párrafo contiene muchos elementos interesantes y da una visión completa y compleja de la lectura que hizo Fernando González de América Latina (Centro y Suramérica) que debe desmenuzarse. El complejo de hijo puta se refiere al sujeto que “se avergüenza de lo suyo”. Ese concepto alude a dos situaciones que merecen ser tratadas con cuidado: la primera, de origen “racial”, la vergüenza que se siente por los padres, por el origen, lo que incluye la vergüenza recíproca que los padres sienten por los hijos; la segunda, de origen histórico, la vergüenza que se tiene de ser suramericano, centroamericano, de haber nacido en estas tierras sin historia como diría después Hegel. Quien sufre o padece del complejo de hijo de puta es, entonces, un doblehijueputa. Y el racismo está a la base de ese problema o, más precisamente, de esa “herencia colonial de larga duración”
El desprecio racial y la vergüenza de origen.
En el primer caso, esa vergüenza se debe a la mezcla de razas, prohibida por España, por la religión, bajo el pecado mortal, pero impuesta por la necesidad, la libido descontrolada de hombres que veían a negras e indias como objetos, como cuerpos accesibles. La vergüenza aquí es la que siente el mestizo, el zambo, el mulato, por su origen dañado, pecaminoso. Ser de sangre impura, ser una casta, ser un pardo era visto como una desgracia en una sociedad racializada, segmentada. Era la vergüenza de ser hijo ilegitimo, natural, de dañado y punible ayuntamiento. Esto lo deja claro González cuando dice:
“El conquistador español no tenía inconveniente en cohabitar con indias y negras […] Pero resulta que el español despreciaba a la moza negra y a la manceba india, al mismo tiempo que las ataba en la oscuridad de la noche; las atacaba con remordimientos; no contraía matrimonio con ellas; el fruto era hijo del pecado. Donde quiera que nacía un mulato o un mestizo había un pecado, una cohabitación pecaminosa, vergonzosa. Así fue como negras y mulatos y mestizos nacieron, vivieron y murieron en los sentimientos de deshonra, pecado, vergüenza. […] Todo primer mulato fue hijo de un padre que se avergonzaba de él, que lo desconocía y que despreciaba a la mujer con quien lo tuvo”.
Por su parte, el mismo español o criollo que violaba el decreto divino, la legislación celestial aplicada por La Corona, usaba a su favor esa vergüenza, pues le permitía mantener a raya a esas castas, y así conservar el disfrute y el monopolio de esos privilegios. La racialización les permitió a españoles y criollos frenar por mucho tiempo la movilidad y el ascenso social de los de abajo; les permitió perpetuar un régimen social desigualitario. En suma, hizo posible crear después una república señorial con una “democracia de escrituras”.
Lo que encontramos aquí en González es un análisis del racismo y sus consecuencias. Un análisis que insinúa una sociología de la religión para determinar la manera como se pasó de exigir una pureza de fe y de sangre en España, frente a los moros y judíos, a convertirse en un dispositivo general de control en las colonias. El racismo tiene en América Latina, inicialmente, un fundamento teológico que surgió en Europa: el de la pureza de fe. La iglesia prohibía el cruce de razas no solo porque atentaba contra principios cristianos como el matrimonio, los hijos legítimos, la fidelidad conyugal, sino porque ese “pathos de la distancia con las castas”- como dice Santiago Castro-Gómez- reproducía la superioridad social de los españoles y criollo.
Esa rígida taxonomía racial y la respectiva jerarquización solo cedió con el mestizaje creciente durante el siglo XVIII, pues el mestizo fue, según Ezequiel Martínez Estrada, “un peculiar caballo de Troya que no le llega a Latinoamérica desde fuera, sino que ha sido engendrado por ella misma”. Es el mestizaje el que desestructura la pirámide social y el que exige una mayor democratización de la sociedad colonial como mostró Jaime Jaramillo Uribe.
Paralelamente a la teoría de Aníbal Quijano y su tesis del racismo como núcleo del patrón mundial de poder, surgido a partir de 1492, el filósofo y crítico ya citado Rafael Gutiérrez Girardot lo ubicaba como una invención española. En su libro Insistencias de 1998 sostiene:
“antes de que el conde de Gobineau decretara en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas (1853-1855), la superioridad de la raza arquetípicamente blanca, la aria, los españoles educados en la pureza de sangre habían elaborado un catálogo de los diversos cruces de razas en el Nuevo Mundo: era tan diferenciado como los catálogos de pecados que habían elaborado los párrocos de la España contrarreformista. Todos los productos de esos injertos eran natural y necesariamente inferiores”.
Es decir, no fueron los alemanes o los franceses del caso Dreyfus los que inventaron el racismo antisemita, sino que tal invención ya la habían realizado los “devotos” y pragmáticos españoles. Con una gran diferencia: ese racismo con sus múltiples prácticas se había puesto a prueba durante siglos; era una práctica inmunitaria contra todo el que no compartiera el color blanco de la piel. Esa actitud, correlacionada con otras como el odio, la tergiversación, el desprecio, la intolerancia, y violencias raciales hacia el Otro, fue producto de la “astucia de la teología” y fue trasplantada y normalizada en las sociedades hispánicas.
Por su parte, el análisis que hace González del racismo es claro cuando sostiene que en cuanto negros fuimos “esclavizados, propiedad de europeos, fuimos prostituidos”, en cuanto indios fuimos “descubiertos, convertidos; discutieron si teníamos alma; rompieron nuestros dioses; nos prostituyeron moral, religiosa y científicamente” y, por último, “en cuanto españoles somos criollos” que no pueden probar la “pureza de sangre”. Aquí aparecen claros los dispositivos utilizados por España para menospreciar a los americanos, para implantarles “el complejo de ilegitimidad”. González denuncia la destrucción de los dioses de los indígenas, el rechazo de sus creencias y la conversión forzada a los rieles de la fe; igualmente, pone de presente cómo sus conocimientos fueron pervertidos, menospreciados, es decir, apunta a lo que Sousa Santos llama epistemicidio. El racismo aparece aquí con todas sus consecuencias, con lo cual el pensador antioqueño alude a problemas tratados por el ya citado Aníbal Quijano bajo el concepto de colonialidad del poder.
Por otro lado, uno de los aspectos que permite establecer un diálogo entre Fernando González y el pensador de martinica, afrocaribeño, Frantz Fanon, es esa insistencia del colombiano en el tema del desprecio, de la prostitución, de la vergüenza producida por los dispositivos raciales y sus derivas religiosas cristianas. Es así porque Fanon puso de presente en su libro Pieles negras, máscaras blancas de 1952, cómo el colonizador europeo ocasionaba un daño psíquico en el negro antillano, cómo lo degradaba, lo prostituía. Para dar cuenta de esa corporización afectiva Fanon usó el concepto de epidermización. Dice Ramón Grosfoguel:
“Fanon ya hablaba de la epidermización como incrustación psíquico-corporal de procesos y estructuras sociales de poder. Para Fanon, el complejo de inferioridad psico-racial es el resultado de un doble proceso: primero económico y, subsiguientemente, la internalización -epidermización- de su inferioridad en las estructuras psíquico-corporales de los sujetos”.
Es decir, el negro es subjetivado y le es implantado socialmente un complejo de inferioridad que lo lleva a querer ser blanco, ser como el amo, vestirse y hablar como él. De ahí que el hombre antillano quiera estudiar en Francia, hablar francés y casarse con una francesa; a la vez que las mujeres antillanas desean casarse con un soldado o un funcionario francés. Esto lleva al antillano a negar su ser, su realidad; y, como consecuencia, a imitar. El complejo de inferioridad lleva a la imitación o fetichización de la cultura del colonizador europeo.
Esta es la misma idea que se encuentra en González cuando habla de la vergüenza y de los efectos del racismo y de su inscripción en la psiquis y en el cuerpo del mestizo, el indio, el mulato. Por eso se pregunta:
“¿por qué romperles el siquismo a los indios, burlándose de los nombres con que invocan al espíritu y de las imágenes en que lo adoran?”.
Sencillo, porque se los animaliza, se los prostituye. Es, palabras más, palabras menos, la colonialidad del ser palpitante en la corpo-psique, en la corpoespiritualidad del indio.
La vergüenza de nacer en Latinoamérica
La segunda dimensión del complejo de hijo de puta no tiene tanto que ver con el sentimiento de vergüenza que tengo frente a los padres, especialmente la madre, los hijos o los antepasados, sino que se manifiesta como un rechazo y una negación frente a la sociedad a la cual se pertenece, esto es, a la sociedad americana conformada y compuesta en el proceso de europeización iniciado en el siglo XV con el mal llamado “descubrimiento”. Aquí negar lo suyo es, también, negar lo que hemos llegado a ser, lo que somos como conformación de distintos estratos históricos, es negarnos como suramericanos, es sentir vergüenza de pertenecer a esta parte del mundo.
En este sentido, el concepto de embolias anímicas recobra importancia en el pensador de Envigado. Dice González: “este concepto de embolias anímicas es creado por mí, y es esencial”. Pero ¿a qué se refiere tal concepto? La embolia tiene también doble significado: es, por un lado, una herencia, una especie de carga genética, como la propensión o inclinación a fumar cigarro y a la bebida, pero también es una traba, un obstáculo inscrito histórica y culturalmente en el cuerpo, en la epidermis. Es una inscripción o epidermización de estructuras sociales de dominación, subordinación, degradación y explotación, es decir, de distintas formas de poder y micropoderes que se graban en el cuerpo y su experiencia. Por eso alude a ellas como embolias psíquicas. Esto es claro cuando González dice:
“Suramérica tiene grandes embolias que le impiden manifestarse, aportar algo al haber de la humanidad. La gran embolia que las explica todas en nuestro continente, es el hecho de que fuimos descubiertos […] Porque nos descubrieron, todo lo nuestro es malo y lo europeo es bueno”.
Es decir, la embolia genera el sentimiento de vergüenza e inferioridad. Fue el “descubrimiento”, el hecho histórico con sus instituciones, mecanismos, dispositivos, prácticas, etc., el que epidermiza el obstáculo llamado embolia que nos atrofia la expresión y que avasalla nuestra autovaloración y percepción creándonos el sentimiento de autodesprecio y, concomitantemente, de esnobismo por lo europeo. El hecho de haber sido “descubiertos” influye en la capacidad valorativa, determinándola, pues “todo lo nuestro es malo”, y todo “lo europeo es bueno”. El efecto del descubrimiento es que genera vergüenza en los sujetos racializados que ahora entienden la dimensión histórica del trauma que padecen. Dice el antioqueño:
“Creemos que esto será un gran continente el día que bebamos whisky, el día en que adoptemos las inversiones sexuales de allá, el día en que hablemos inglés o francés, el día en que nuestros pueblos se rijan por leyes europeas”.
El efecto de esta embolia es la simulación y, como consecuencia de ella, la imitación y la repetición, tal como anotaba también Gutiérrez Girardot bajo el concepto dariano de “rastacuerismo”. El simulador es un rastacuero que pretende ser lo que no es, que se muestra y se escenifica socialmente para aparentar. El simulador es vacío, es vanidoso, vacuo, por eso llena esa oquedad con lo que imita y toma de otros: “El vanidoso simula y sus manifestaciones o formas carecen de la gracia vital”. Eso es lo que González entiende cuando dice que el suramericano está caracterizado por la vanidad:
“poque somos hijos de padres humillados por Europa, simulamos europeísmo, exageramos lo europeo. Nuestra personalidad es vana. Por eso Suramérica no vale nada”.
De ahí que tomamos prestados “vestidos ajenos” y no creamos ni aportamos nada al mundo, a la cultura. El rastacuero no crea, es un recién venido que, para hacerse tomar en serio, para mostrar alguna valía en sociedad, imposta, es un impostor.
Estas ideas de González tienen plena vigencia en la actualidad, donde la sociedad latinoamericana aún padece lo que llamo las herencias coloniales de larga duración como el racismo, el clasismo, el elitismo, el complejo de inferioridad, el colonialismo intelectual y el fetichismo y el esnobismo por la cultura euroamericana. De ahí la necesidad de superar ese complejo (y las múltiples y nocivas herencias) como lo recomendaba el mismo pensador antioqueño.
Y, finalmente, ¿no padecen los cuerpos negros, incluidos el de la vicepresidenta, esas derivas afectivas del desprecio social, de esos desprecios que matan, y que confirman que el racismo es en Colombia, en América Latina, y en el mundo, una herencia colonial no aislable de los imperialismos y colonialismos de diverso cuño, y que hoy se reproduce con otros etnicismos y sus consecuencias nefastas para la vida de los personas, de esos Otros considerados superfluos?
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