En la teoría política de la modernidad la soberanía pasa de la cabeza del rey a la cabeza del pueblo. Pero, justamente, ese pueblo es considerado sin cabeza, falto de luces y de inteligencia.
En la teoría política de la modernidad la soberanía pasa de la cabeza del rey a la cabeza del pueblo. Pero, justamente, ese pueblo es considerado sin cabeza, falto de luces y de inteligencia.
Si bien hoy parece haber un consenso en torno a que la democracia es la mejor de las formas de gobierno posible, la verdad es que, si se revisa la historia de la teoría política o de la filosofía política, la democracia no sale bien librada. Si la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, lo cierto es que nunca se ha materializado como tal. En ese sentido sigue siendo una idea regulativa, un horizonte, que aparece como meta, como un parámetro de perfección que sirve para medir (y para tratar de perfeccionar) las democracias realmente existentes.
Uno de los problemas más grandes de la democracia, más allá de los arreglos institucionales, es el miedo al pueblo. Es así desde la antigüedad. Entender esto exige sentido histórico. Implica comprender, por ejemplo, que eso que se llamaba pueblo en Grecia no equivalía a “todos” los habitantes de una polis o ciudad-estado, sino solo a una parte de ella. Por eso, la democracia no era el gobierno de la mayoría, sino el gobierno de una parte de la sociedad sobre el resto de la sociedad.
El pueblo se oponía a los pocos (la aristocracia) o al gobierno de uno (la monarquía). Por eso la democracia griega era, en estricto sentido, restringida, como lo sigue siendo, a su manera, hasta hoy. Si se aplica el concepto actual de democracia al mundo griego se tiene que advertir que fuera de ella quedaban las mujeres, los esclavos o los metecos (los extranjeros).
Los hombres libres, que eran una minoría, vivían a costa de los demás, y los esclavos eran considerados, por Aristóteles, como cosas vivas que trabajan. Por eso, en Grecia no se tuvo una lectura positiva de la democracia. Para Aristóteles era la peor de las formas buenas y la menos mala de las formas malas de gobierno, es decir, la democracia era menos mala que la oligarquía y que la tiranía y menos buena que la monarquía y la aristocracia; por eso él le apostaba a un gobierno mixto de ricos y pobres para así buscar el justo medio y lograr la estabilidad política.
Para el Platón de la República, por su parte, la democracia era asimilada a libertinaje, a desorden o a lo que hoy llamamos anarquía en sentido peyorativo. Platón llegó a decir en la República (Libro VIII) que en la democracia hasta los animales eran más libres: “los animales sujetos al hombre son allí más libres que en cualquier otra parte […] las perras llegan a ser como sus amas; y así también los caballos y los asnos se acostumbran a andar con toda libertad y solemnidad”. El gobierno del pueblo, en Platón, termina engendrando, de nuevo, a la tiranía: “el pueblo que llega a engendrar al tirano lo alimenta a él y a su séquito”. De tal manera que en la democracia la libertad misma se suicida, se aniquila y termina optando por la esclavitud.
La lectura peyorativa de la democracia se mantiene hasta la modernidad. Sólo Spinoza, en el siglo XVII, tuvo una visión positiva de la misma, tal como puede comprobarse en su Tratado político: la democracia es el gobierno de la multitud que se ensambla sinérgicamente en instituciones para facilitar que todos perseveren en su ser, es decir, se autoconserven.
En Rousseau, como se sabe, pervive la lectura negativa sobre la democracia, pues consideraba que la democracia no servía para Estados extensos, con gran población. Para el ginebrino, la democracia solo funcionaba en comunidades pequeñas, como las griegas, y exigía simplicidad de costumbres e igualdad en los bienes, los rangos y las fortunas. En El contrato social sostiene: “tomando el término en su rigorosa acepción, no ha existido nunca verdadera democracia, ni existirá jamás”. En verdad, en la modernidad se sigue manifestando el temor y el desprecio por el pueblo, el populacho, la plebe. Ésta nunca sabe lo que le conviene. Ya lo decían los déspotas ilustrados: “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
El pueblo debe ser tutelado, guiado, ilustrado. Es más, en Francia y en Estados Unidos, ese temor se mantuvo. John Adams, como lo muestra Emilio Gentile en su libro La mentira del pueblo soberano en la democracia (2018), pensaba que la ampliación del voto llevaría a “nuevas reivindicaciones. Las mujeres querrán votar. Los muchachos entre 12 y 21 pensaran que sus derechos no están suficientemente protegidos”; en 1814 decía: “no ha habido hasta ahora ninguna democracia que no se haya suicidado”. Y James Madison, otros de los padres de la primera democracia del mundo, pensaba que: “si las elecciones se abriesen a todas las clases del pueblo, la propiedad de la tierra ya no estaría segura”.
Estos ejemplos permiten cuestionar elaboraciones conceptuales y teóricas como las de la “soberanía popular”. En la teoría política de la modernidad la soberanía pasa de la cabeza del rey a la cabeza del pueblo. Pero, justamente, ese pueblo es considerado sin cabeza, falto de luces y de inteligencia.
Por otro lado, ese pueblo no son todos, pues la ciudadanía es restringida ya sea por la edad, el sexo, la riqueza o la condición de esclavitud…Es, a lo sumo, una mayoría no cualificada, mera “gente”. De tal manera que el gobierno del pueblo, el poder del pueblo que se gobierna, solo es comprensible si se entiende por pueblo a una “mayoría” que exige ser re-presentada. Es decir, ser presentada por sus representantes en un cuerpo colegiado que hace la ley: eso son los parlamentos, eso son los congresos, el legislativo, esa es la democracia representativa liberal. Y esa delegación, ya lo sabía Rousseau, implica, ¡ah sorpresa!, que el pueblo deje de ser soberano.
Así, llegamos al oxímoron de que la democracia es el gobierno del pueblo, pero sin el pueblo, y sin ningún poder, es decir, se trata de un pueblo des-soberanizado. En ella, los representantes suplantan al pueblo dada la imposibilidad de la democracia directa. Valga decir de paso, que el referéndum y el plebiscito, considerados expresión de esa esa democracia directa, en realidad no lo son, pues las normas sobre las que se pronuncia el pueblo en el referendo no las redacta él mismo, y los plebiscitos, desde Napoleón, se han puesto al servicio de la validación de los intereses de los líderes carismáticos.
El temor al pueblo también fue expresado, ya en el siglo XX, por el famoso político inglés W. Churchill, uno de los artífices de la derrota del fascismo, y considerado uno de los adalides de la democracia. Decía: “la democracia es el peor sistema de gobierno excluidos todos los demás”. Estas apreciaciones llevan a considerar al pueblo y a la democracia como grandes ídolos (en el sentido de Bacon) de la modernidad, grandes mitos o ficciones.
Por otro lado, recordemos algo que decía el pensador colombiano Darío Botero: “El pueblo como sujeto de la democracia es pasivo, está en latencia, es una especie de dinosaurio dormido que en determinado momento puede sacudirse y andar […] Es tan prestigioso que nadie se priva de invocarlo para legitimar su discurso […] Es un invitado a la mesa redonda de la democracia, pero un invitado ausente, un invitado que solo hace presencia muy pocas veces”.
De ahí se derivan preguntas muy interesantes como: ¿quién es el pueblo?, ¿quién consulta su voluntad?, ¿quién la traduce?, ¿cuándo aparece en el escenario público?, ¿qué alcances tiene su poder? Y las respuestas no son alentadoras, pues el pueblo es un concepto abstracto, indeterminado, que no se corporiza tangiblemente; es un “sustantivo colectivo”, un significante vacío cuya instauración de sentido se disputan liberales, conservadores, fascistas, utopistas, etc., para los más diversos fines.
Sin embargo, y tratando de responder la pregunta, digamos que el pueblo es un sujeto político atravesado por la multiplicidad, la diferencia, el conflicto, la contraposición de intereses, pero que muchas veces- también lo ha mostrado la historia- se ha levantado y ha articulado sinérgicamente demandas comunes; ha subvertido el orden y ha conquistado nuevos derechos para todos. El pueblo, gústenos o no, ha sido protagonista de revoluciones, rebeliones, revueltas y luchas emancipatorias. Basta pensar en la Revolución rusa, hasta antes de la muerte de Lenin, la Revolución mexicana, la Revolución de Haití, la Revolución francesa, etc. Muchas veces, y a pesar del fracaso posterior de las revoluciones, el pueblo ha sembrado la luz para el porvenir, lo ha marcado con un connato de esperanza que puede emerger en otros momentos para delinear un nuevo futuro.
La democracia, su crisis y sus perspectivas.
La democracia sin demos, el pueblo sin poder, sin soberanía, es la característica esencial de la democracia de nuestros días. Hoy los más variados grupos corporativos, los partidos entendidos como clanes o bandas electorales, el poder económico neoliberal, etc., han minado el Estado social de derecho, o de bienestar, arrollando, de paso, la llamada soberanía popular.
Lo que ha quedado es una democracia ritualizada, formal, simulada, una “democracia recitativa” como la llama Gentile. Una democracia formal y rastacuera que se reduce al voto y a la escenificación en espacios globales donde todos saben que falsean a las mayorías sufrientes. Hoy no hay, stricto sensu, Estados plenamente democráticos. Hay aproximaciones democráticas. Esto lo podemos verificar si aplicamos muchos de los democratómetros que se han creado para medir la salud de una democracia. Por ejemplo, el famoso politólogo Robert Dahl en su libro La democracia. Una guía para los ciudadanos, sostiene que una democracia a gran escala, como las que se requieren hoy, exige: cargos públicos electos, elecciones libres, imparciales y frecuentes, libertad de expresión, fuentes alternativas de información, autonomía de las asociaciones, ciudadanía inclusiva.
A su vez, organizaciones como la Freedom House y el Democracy Index de The Economist, agregan la necesidad del sufragio universal, el pluralismo, la participación, la transparencia en el gobierno y, algo muy importante,la cultura política, como signos de buena salud democrática.
Pues bien, las democracias corporativas actuales, o las democracias señoriales como las que tenemos en América Latina, no cumplen con la totalidad (ni la mayoría) de estos criterios: están corroídas desde adentro por la prevalencia de los intereses económicos, la corrupción, el abstencionismo, el descrédito de los partidos políticos y la crisis de representación, la desconfianza en las instituciones, el aumento del autoritarismo y el panoptismo securitario que limita las libertades, la desconfianza frente a la organización de los movimientos sociales y el justo reclamo de sus demandas, el poder mediático monopólico en manos de poderes económicos que quitan y ponen gobiernos, y una ausencia de cultura política que deriva en indiferencia y apatía del ciudadano.
A esto hay que agregar el ya clásico diagnóstico que realizó Norberto Bobbio en El futuro de la democracia, según el cual el “gobierno de los técnicos”, la tecnocracia, contribuye a la dislocación entre el ciudadano y el gobierno, pues “la democracia se basa en la hipótesis de que todos pueden tomar decisiones sobre todo” y en la actualidad tales decisiones las toma una élite experta desconectada de la ciudadanía. En fin, la economía ha puesto la democracia en cuidados intensivos, y la sociedad de la “eyaculación precoz” (Baudrillard) ha convertido al ciudadano en un espectador resignado frente a lo que le pasa y lo que lo sobrepasa.
Entre tanto, cualquier brote de esa soberanía popular, cualquier conato de inconformismo, de reclamos justos, cualquier articulación del pueblo, es satanizada, marcatizada, vilipendiada y, como se ha vuelto frecuente, reprimida por los Estados policivos en manos de sus oligarquías o de los grupos corporativos que se alimentan de lo público. La asociación y la protesta, como expresión de ese pueblo, es desvirtuada y vista como un peligro para el orden dado, para los privilegios mantenidos, heredados y reproducidos.
Por lo demás, es posible avizorar que en la actual crisis civilizatoria (económica, ambiental, energética, demográfica, axiológica) del Antropoceno o capitaloceno, la democracia se degrade más. La lucha por la existencia en épocas de crisis puede generar una resolución a favor de los grupos poderosos poseedores de los instrumentos represivos. Ya ocurrió antes con el fascismo. Y en este clima, las mayorías, “los condenados de la tierra”, pueden ser dejados al margen del futuro, víctimas de lo que María Zambrano llamaba “la historia sacrificial”.
Ahora, el ser humano necesita de ficciones, de mitos, utopías. La sociedad funciona, también, con discursos, esperanzas, anhelos. Y el “pueblo”, por su parte, sigue siendo ese dispositivo simbólico de la democracia, esa idea reguladora de una democracia que, puesta en acción, tal vez, desde el corazón de la crisis, logre subvertir ciertas determinaciones y limitaciones del actual orden político y social.
Tal vez el dinosaurio despierte en el corazón de la debacle y despliegue la imaginación política para crear nuevas formas de convivialidad, nuevas formas de estar juntos, lo cual implica una democracia distinta, compleja y compuesta, en el sentido de que articule la voluntad de abajo hacia arriba y que sea una síntesis de la democracia directa, participativa y representativa; donde el pueblo organizado y las asociaciones de la llamada sociedad civil sean veedores permanentes del ejercicio democrático e institucional.
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