Américo Vespucio decía: “en aquel hemisferio he visto cosas no conformes a la razón de los filósofos”. Lo que Vespucio dice aquí, es que este mundo, el del otro lado del Atlántico al cual arribó España (para no decir “Nuevo Mundo”, pues, ¿nuevo para quién?) estremeció la cosmovisión europea de la época. Aparecieron ante los ojos de Europa habitantes, aves, animales, flora, montañas, ríos descomunales, etc., desconocidos. Irrumpió ante el mundo antiguo euro-afroasiático “la cuarta parte de la tierra”. Este hecho tuvo importantes efectos en la filosofía y las ciencias europeas. Cuestionó el saber cosmológico y dejó en claro que la tierra era redonda. De paso, puso en crisis el saber aristotélico y su explicación del cosmos. Los cimientos del saber se estremecieron y, junto a otros hechos del siglo XVI, se produjo una ola de escepticismo que llevaría a la necesidad de un nuevo método para investigar y ordenar el conocimiento de la naturaleza.    

La misma teología no escapó al estremecimiento y a la incertidumbre provocadas por el mal llamado “descubrimiento”. Se pensó que Dios había trabajado también el octavo día y había creado y le había dado al ser a todo lo que estaba al otro lado del Atlántico. Se pensó que este mundo era más nuevo, más joven, más inmaduro, y que incluso, como creía Francis Bacon, que en estas tierras había ocurrido un segundo diluvio, si bien más pequeño que el primero. No se podían explicar las razones por las cuales había animales únicos en América que no existían en el mal llamado “Viejo Mundo”. Como documenta Antonello Gerbi:

“un siglo apenas después del descubrimiento, el padre [José de] Acosta, uno de los autores más conocidos de toda Europa, sabía perfectamente bien que la fauna de las Indias es muy distinta de la del Viejo Mundo, y se preguntaba, angustiado, si había que pensar que Dios continuó la creación después de los seis días del Génesis, y cómo pudieron entrar esos animales en el Arca de Noé, puesto que, si no entraron en ella, ‘no hay para qué recurrir al Arca de Noé’,  y si sí entraron, ¿cómo es que, cuando salieron las demás bestias, no se quedó en el Viejo Mundo ni un solo ejemplar de los animales americanos?”.

Los efectos del descubrimiento para el mundo moderno

Pues bien, los efectos producidos tras 1492, son varios. En primer lugar, y es el efecto más dramático, fue el exterminio más grande que se haya dado en la historia humana. Y esto es algo que se olvida, o se suaviza, pues cuando hablamos de genocidio siempre pensamos en el exterminio de seis millones de judíos por parte del nazismo en el siglo XX. Pero investigadores como Tzvetan Todorov, en su clásico libro La conquista de América ha recalcado que:

“En el año de 1500 la población global debía ser de unos 400 millones, de los cuales 80 estaban en las Américas. A mediados del siglo XVI, de esos 80 millones quedaban 10. […] Si alguna vez se ha aplicado con precisión a un caso la palabra genocidio, es a éste. […] No es que los españoles sean peores: ocurre simplemente que fueron ellos los que entonces ocuparon América, y que ningún otro colonizador tuvo la oportunidad, ni antes ni después, de hacer morir a tanta gente al mismo tiempo. Los ingleses y franceses, en la misma época, no se portaron de otra manera; solo que su expansión no se lleva a cabo en la misma escala”[1].

 Si bien las cifras dadas por Todorov pueden ser discutibles según las investigaciones históricas con que contamos, estos hechos no se pueden pasar por alto, pues desaparece de la historia e invisibiliza uno de los exterminios más grandes que se hayan realizado en la aventura colonial europea. En esa aventura murieron cientos en la llamada periferia. Así que el eurocentrismo tiene un pasado oscuro detrás. Son hechos que deben permanecer en la memoria, no solo para evitar que se repitan sino para hacerles justicias a los pueblos de la periferia cosificados y sometidos a los más cruentos e inhumanos tratos.  

En segundo lugar, a partir de 1492 con la expansión de Europa se formó lo que el sociólogo norteamericano Immanuel Wallerstein llamó ‘the modern system world’, esto es, “el moderno sistema-mundo” donde, por primera vez, se conectó todo el globo. El moderno sistema mundo permitió conectar por primera vez el globo, mostró su verdadera dimensión y tamaño. Eso se logró con las travesías de Colón, de Pedro Álvarez Cabral en Brasil, de Vasco de Gama y sus incursiones en África, de Magallanes y Juan Sebastián El Cano en 1521 cuando dan, por primera vez, la vuelta al mundo. Estas exploraciones permitieron conectar el globo de Norte a Sur y de Oriente a Occidente. Desde entonces, Europa se desprovincializó, por decirlo así. Dice Wallerstein: “El resultado fue la creación de un nuevo sistema de desigualdad, economía-mundo capitalista, con América como una de sus principales zonas periféricas”. Lo curioso es que la Europa latina medieval se desprovincializó, se abrió colonialmente al mundo, para luego crear el eurocentrismo, a partir del siglo XVIII, como patrón hegemónico de cultura, como sinónimo mismo de la civilización, el progreso y el desarrollo.  

Wallerstein puso de presente algo que ya Marx había anotado en el primer tomo de El capital, a saber, que el “descubrimiento” de América ayudó a la formación del capitalismo mundial, a la conversión del capital en capitalismo. Para Marx, en efecto, de capitalismo solo puede hablarse a partir del siglo XVI. Y en ese proceso América (no sólo ella) fue fundamental, pues contribuyó a la “acumulación originaria” del capital, sin la cual éste no se hubiera centralizado en Inglaterra. Dice Marx:

“El descubrimiento de los yacimientos de Oro y plata de América, la cruzada de exterminio, esclavización y sepultamiento en las minas de la población aborigen, el comienzo de la conquista y el saqueo de las Indias Orientales, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros: son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Estos procesos idílicos representan otros tantos factores fundamentales en el movimiento de la acumulación originaria”.

Pero las consecuencias no fueron sólo económicas. Por eso es preciso aludir a una tercera consecuencia de tipo antropológica. El “descubrimiento” del Otro lleva a la discusión sobre la humanidad de los indígenas, humanidad que fue aceptada en 1537 por el Papa Paulo III y por la cual luchó casi toda su vida Fray Bartolomé de las Casas. Una vez reconocido ese estatus (lo cual era necesario pues no se podía evangelizar a bestias), se discutió sobre las capacidades racionales de estos hombres y sobre el problema de la esclavitud natural y la legitimidad de esa conquista. Montesinos y de Las Casas defendieron la humanidad de los indígenas, muchas veces en desmedro de la humanidad de los negros desarraigados de África, mientras que Juan Ginés de Sepúlveda, basando en la teoría de la esclavitud natural de Aristóteles, negaba ese estatus y decía:

“Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos, y las mujeres a los varones…y estoy por decir que de monos a hombres”.

Al final, algo ha quedado como herencia colonial de esas discusiones: hoy básicamente las vidas de los europeos o de los del norte parecen tener más valor que la vida de los condenados de la tierra, de los del Sur. No es lo mismo un atentado en Londres que mata 10 personas, a uno en Nairobi, África, que deja 100 muertos. Hay también una antropo-geopolítica donde la indignación y el valor de la vida son selectivos.

En cuarto lugar, y en relación con lo anterior, dado que las identidades son relacionales, la aparición del Otro, diferente, diverso, pero subalternizado, categorizado, y puesto en condición de inferioridad de acuerdo con el establecimiento de nuevas jerarquías (la clasificación racial y el pathos de la distancia), contribuyó a realzar la identidad de pueblos europeos que se autoproclamaron superiores frente a los habitantes de la periferia de Europa (Asia, África, América). Si nuestro continente era más húmedo, era más joven, por lo tanto, era inmaduro, “menor de edad”, inapto para la civilización, al igual que sus gentes bárbaras; gentes que no dominaban la naturaleza, poco viriles, perezosas, poco laboriosas, borrachines, caníbales, indolentes e insensibles a las artes y a la belleza, tal como se pensó en Europa hasta bien entrado el siglo XX; pero también eran gentes exóticas, tropicales, tal como se sigue pensando aún hoy. No hay libro que documente mejor todo el proceso de subalternización e inferiorización que disciplinas europeas (como la etnografía, la antropología, la filosofía e historias naturales) hicieron del americano que el libro La disputa del Nuevo Mundo. Historia de una polémica 1750-1900 del ya citado A. Gerbi.  Ahí se introdujo en la mente del americano lo que Fernando González llamó “el complejo de hijo de puta”, un complejo colonial que degradó a la población de este continente, incluso, a los mestizos y a los criollos hijos también de esa Europa.  

 Una quinta consecuencia, ya atisbada, tiene que ver con la manera como la invasión de América producida desde 1492 contribuyó a la ciencia moderna europea en el siglo XVII. El escepticismo y el estremecimiento del saber en el siglo XVI llevó a la necesidad de buscar seguridad en la obtención del conocimiento. El método es hijo del escepticismo, de una necesidad de responder a él. Lo que Bacon y Descartes intentaron fue una reglamentación de la experiencia, un hilo de Ariadna, una vía segura, que ofreciera certeza en los conocimientos obtenidos. El método fue la manera de luchar contra la incertidumbre producida por el escepticismo posterior a 1492. Pero no solo el método, también contribuyó a la revolución científica el cúmulo de saberes periféricos, al igual que las especies de flora y fauna americanos (también de Asia y África) que circularon en Europa. En 1620 Bacon, en La gran restauración, lo reconocía:

“No se debe subestimar el hecho de que las largas navegaciones y viajes (que se han incrementado en nuestros días) han mostrado y permitido descubrir en la naturaleza muchas cosas que podrían arrojar nueva luz a la filosofía […], y esas navegaciones han permitido también ser conscientes de los ‘límites extremos del Viejo Mundo’, a la vez que han hecho crecer al infinito la masa de los experimentos”.

También dice Lawrence Príncipe en La revolución científica: una breve introducción (Oxford University Press):

“durante unos cien años, prácticamente todos los informes y especímenes que transformaron los conocimientos europeos sobre las plantas, los animales y la geografía entraron en Europa a través de España y Portugal […] Lo que se produjo fue un exceso de información que se exigía revisar las ideas sobre el mundo natural y elaborar nuevos métodos de organización del conocimiento”.  

Nuestra América abigarrada.

En sexto lugar, 1492 es el inicio de una nueva configuración societal en América. Más precisamente, con el proceso de europeización y de occidentalización se formó una “América abigarrada”. El concepto de abigarramiento, del boliviano René Zavaleta Mercado, puede definirse así:

“Diversidad de sociedades […] un conjunto de relaciones sociales, modos de producción, concepciones del mundo, lenguas y estructuras de autoridad o tiempos históricos, cuyo rasgo central es la condición de una sobreposición desarticulada. Para esto surgió la noción de formación social abigarrada o abigarramiento”.

Pues bien, la realidad de Nuestra América es una realidad culturalmente mestiza, donde confluyen lenguas, costumbres, temporalidades, formas de ver la vida, formas productivas; simultaneidad de lo no simultáneo; coexistencia de ideas originarias, no puras, “contaminadas” por el cristianismo con las modas filosóficas más actuales de Europa y Norteamérica; deseos inconscientes de ser europeos, deseos prefabricados por los dispositivos del capitalismo actual; saberes populares y técnicos; culinarias ancestrales y comida gourmet; mitos antiguos que coexisten con mitos modernos como el progreso y el desarrollo; coexistencia de premodernidad, modernidad y posmodernidad; temporalidades abigarradas y multiplicidad de los tiempos tal como muestra Adolfo Chaparro en su libro Modernidades periféricas (2020).

En fin, una realidad que es muy nuestra, con herencias coloniales, dependencia cultural, técnica, económica y política; un pasado de colonización, explotación y desposesión; acaparamiento de tierras por multinacionales; conflictos étnicos; feminismos (blancos, negros, lésbicos, campesinos, indígenas, decoloniales); luchas contra el ensamble patriarcal cristiano-mestizo; conflictos socioambientales y extractivismo destructor de la naturaleza; violencias múltiples, entre ellas, el asesinato de líderes ambientales que se oponen a esas prácticas de expoliación geopolítica que aún se mantienen y que gobiernos de derecha y neoliberales siguen patrocinando en una clara desconexión de la realidad o con un claro paroxismo por el llamado crecimiento económico. A propósito: ¿cuántos líderes ambientales son asesinados en Europa como producto de los conflictos socioambientales causados por la tensión entre grandes compañías y comunidades locales? Nuestra realidad de ninguna manera, pues, es asimilable a la experiencia europea o americana, o japonesa. 

En ese abigarramiento conflictivo descrito, están los retos y las posibilidades para construir un mundo distinto, un mundo mejor, más igualitario y más digno. Y ahí- desde ese locus vivencial y de reflexión- es desde donde la filosofía y las ciencias sociales latinoamericanas deben contribuir a pensar esta realidad, pues es la que nos concierne…lo demás, es un pensar sin arraigo, sin complejidad, tal vez un cosmopolitismo abstracto, que pasa por alto la heterogeneidad histórico-estructural que atraviesa a América Latina (y otras regiones periféricas del globo) y que nos diferencia de realidades más homogéneas, sin percatarse de la multiplicidad de los tiempos, de las capas, las herencias, las sujeciones y las dependencias que padecen estos países del “Sur global”, si bien gran parte de estos conflictos también se reproducen en el Norte.    


[1] Tzvetan Todorov, La conquista de América. El problema del otro, México, Siglo XXI editores, 2020, p. 163.

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