Filosofía de a pie

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La Flaca y la promiscuidad del significado

En mi primera adolescencia escribía cartas a computador, leía Paulo Coelho y escuchaba Jarabe de Palo. Tenía una novia, tan joven y naíf como yo, con la que iba cultivando una serie de gustos que ahora pueden parecer vergonzosos, pero que a la larga me acercaron a los libros, a la música y a la escritura. A ella le escribía esas cartas, le regalaba esos libros -con pequeñas notas de amor en la primera hoja- y le dedicaba todas las canciones.

El internet apenas era una herramienta accesible, y con éste llegaba la posibilidad de buscar las letras de las canciones, que antes sólo aparecían en los cuadernillos de los CD’s originales. Algún día, en ese deambular lentísimo del internet de la década pasada, caí en un lugar que, además de poner los estribillos con detalle, en una columna paralela desglosaba el significado de la canción. El lugar estaba ocupado, mayormente, por letras de música en inglés, pero había alguna que otra en español y entre esas estaba La Flaca: “el coral negro de La Habana, la tremendísima mulata”.  Cuando terminé de leer el “significado” de la canción y los comentarios relacionados, pagué la cuenta en el café internet y corrí las cinco cuadras que habían hasta la casa de mi novia. Le pedí que me devolviera el CD que le había quemado, con la promesa de entregarle uno casi idéntico esa misma tarde. No me lo quiso devolver y tuve que contarle que, según Internet, la Flaca era una canción escrita, no para una dama esbelta, sino para una damisela mal alimentada: una prostituta de las antillas -puta cubana-. Le dio muy poca importancia y dijo que ya estaba acostumbrada al orden de las canciones, lo había escuchado tanto que con el final de una ya anticipaba el inicio de la siguiente.

Después de eso -de esa relación y de ese incidente- me volví más cauto a la hora de dedicar canciones y fui encontrándome varias veces con aclaraciones de algo que no pensé que alguien iba a aclarar. Que Sting escribió sobre un acechador, que Cerati no hablaba del temblor sino de la masturbación, que Like a Virgin no era sobre la virginidad,ni de una mujer sensible que conoce a un buen tipo. La música, las artes plásticas, la literatura, el cine y la televisión. Cada uno con su lenguaje y cada lenguaje con sus interpretaciones. Todas las cosas parecen tener un significado, pero este significado viene con incontables acepciones, unas más populares que otras.

Cuando se escribe alguna línea sarcástica por chat -Whatsapp, Viber, ¿MSN?- y la novia contesta indignada pues la frase le parece ofensiva, aprendemos, al porrazo, los vericuetos de la relación entre el que dice y el que escucha, el que escribe y el que lee. Las palabras, por sí solas, no parecen ser suficientes.

Una muy buena amiga me confesó alguna vez que“Loquito por tí” de Armando Hernández, le parecía la historia de un hombre que andaba quitando y poniendo cosas por una mujer: lo quito por ti, lo coloco. Lo quito por ti, por ti por ti... No sé si el compositor tuvo esa brillante y filosa intención desde el principio, a mí me gusta pensar que sí, y que la música tropical guarda mensajes escondidos en cada una de sus canciones. Ese es el resultado del paso entre la hoja y los ojos del otro, entre la partitura, el parlante y los oídos. La interpretación es el negocio que se da entre las partes de una conversación. Ese negocio no sólo depende de las palabras que se dicen (si es que se necesitan palabras), sino de cuándo, cómo y dónde se dicen.

Armando Hernández
Lo quito por ti, lo coloco.

© Armando Hernández. Imagen en línea.

Otro ejemplo me puede ayudar. Cerati, en el corte tres del álbum Nada Personal pide que lo despierten cuando pase el temblor. Si mi interpretación fuera literal, mi acción causal fracasaría con seguridad: primero, Bogotá es una ciudad con baja actividad telúrica y, segundo, las posibilidades de que Yo despierte a Cerati -más ahora- son nulas. La voz de tenor que me pide en un coro inconfundible “Despiértame, cuando pase el temblor”, me incita a cualquier otra cosa: a bailar, a seguir el coro con mi voz de auxiliar de bus o a dedicar la canción a alguna incauta dama. Una dedicatoria como la de hace diez años atrás con La Flaca, en una conversación que incluía a mi novia adolescente.

“Cien libras de piel y hueso, cuarenta kilos de salsa”, bien puede ser el titular del desaparecido El Espacio, pero para la lírica de los noventas, era la metáfora de una mujer menudita. Para algunos puta, para otros simplemente flaca. De haber sabido esto en ese entonces, me habría ahorrado esa vergonzosa conversación en la que le explicaba a mi novia que su reputación estaba en duda por mi dedicatoria desacertada. Lo único que importaba era mi intención, una propuesta interpretativa que tenía validez entre los dos, una que ella había aceptado como contraparte en el negocio poco rentable que es el amor juvenil.

Por Alejandro Martínez

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