Filosofía de a pie

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Ese otro eres tú

Aunque a partir de la constitución del 91 se consagró la libertad de cultos en Colombia, nuestro país mantiene el arraigo a su tradición católica con una mayoría del 79% según sondeos recientes.  Del total de la población, solo el 8% crece sin ninguna afiliación religiosa y el restante 13% pertenece a sectas y diversos cultos que de algún modo evidencian que dentro de las características constitutivas del ser colombiano está el ser religioso.

EL 92% de los adultos entrevistados creció siendo católico, sin embargo, diversos factores han hecho que solo el 79% de ellos se mantenga dentro de esta religión con el paso de los años, y aunque el descenso en las cifras es alarmante para las autoridades eclesiásticas, este panorama deja claro que por las calles de nuestras ciudades transitan en su mayoría católicos practicantes que según lo estipulado en los dogmas, deben ser ejemplo de vida y luz para aquellos que no conocen la palabra de Dios.

 

©Don Addis

La popularización de imágenes, la masificación de símbolos religiosos y su utilización indistinta en manillas, camisetas, cuadros holográficos, cuadernos etc, nos llevaría a pensar que la devoción ha aumentado y que los preceptos de esta religión han ido permeando rincones de la sociedad que antes no alcanzaba. Sin embargo, es cada vez más frecuente que el sicario porte su escapulario, que el esposo que golpea a su esposa sea generoso con su iglesia o que el conductor con el “Cristo te ama” cierre a todos en las calles y sea exponente de todo menos del “amor al prójimo”.

Así como el que ondea una bandera de Colombia se identifica con unos valores y reconoce lo que implica este signo; se esperaría que las hordas de colombianos que publican a diario en sus muros de Facebook mensajes a “papito Dios” entendieran que lo mínimo al exhibirse como un ser religioso y hacer uso de símbolos, frases y gestos es que exista una interiorización de los dogmas y valores que profesa esta religión. No obstante, vemos como cada día, la masificación de productos religiosos permite y fomenta una irreflexión que no nos garantiza al menos que el que porta una camiseta con el sagrado corazón no nos vaya a robar.

(Imagen tomada de internet)

Somos felices con las fiestas religiosas, damos gracias al cielo por las vacaciones de semana santa, y en navidad compramos de lo lindo, pero olvidamos que tras todo ello se esconde – más allá de todo fundamentalismo- un principio de amor al otro. La hipocresía es rampante y la doble moral domina los esquemas de los “Colombianos de bien” que se persignan porque el hijo de la vecina le “salió gay” o por la desgracia de la muchacha que se dejó embarazar.

A diferencia de sociedades más estrictas y fundamentalistas, la sociedad colombiana se regodea en el status quo de la hipocresía y solo por citar un ejemplo; condena con vehemencia al ebrio al volante pero ni se inmuta ante las crecientes cifras de iniciación de consumo de alcohol entre jóvenes, que años más tarde son los amos del “yo estoy bien y manejo mejor prendo”.

Ya no está “de moda” amar al prójimo, y la religión solo nos sirve para empatar una vez hemos pecado. Pecamos siendo malos ciudadanos, malos colombianos, malos vecinos y sobretodo malos prójimos; no podemos amar al otro porque sabemos que no lo merece, pues nosotros mismos somos ese otro que no ha hecho nada por ganarse el amor.

No se puede amar al otro pues ese otro soy yo; y así como el otro se me presenta detestable, irrespetuoso, inconsciente y rebosante de “malicia indígena”, al tiempo yo, soy presa de un círculo vicioso en el que de manera irremediable soy todo lo que puede y saldrá mal en el día a día de otra persona; todo porque la religión y sus símbolos me sirven para alardear y para sentirme más cerca del cielo aún cuando devoro a mi prójimo por las calles, tristemente, no entendemos que no podemos ser buenos “fieles” si somos malas personas.

Somos malas personas día a día cuando todas y cada una de nuestras acciones y sin importar lo que diga nuestra religión, nos impulsan a robar el tiempo y el espacio de otra persona tomando su existencia como un medio para sobrevivir al sinsentido de nuestra insignificante y mínima vida terrenal. El otro no me sirve más que como escalón para estar más cerca del señor y se nos olvida que, si lo predicado por las religiones es cierto, de poco o nada va a servir el tatuaje de la cruz y la camándula cuando la vida llegue a su fin.

Votar a conciencia, esperar detrás de la línea amarilla, no destruir al otro por una silla, aceptar al que es diferente sea homosexual, blanco negro o de colores; aunque no son mandamientos, deberían ser las bases para un cambio hacia una sociedad coherente; en donde el amor –el de verdad- nos lleve a actuar responsablemente y a respetar al otro independientemente de si se hace parte del 21% o del 79% restante; todo porque al fin seremos conscientes de que nuestro tiempo es demasiado corto como para vivir atormentando al otro.

El ser espiritual o religioso debe ser algo que transforme toda la vida; se debe comprender lo que representa la cita bíblica o el holograma de una divinidad en un parabrisas; no se puede pretender invocar a un Dios –cualquiera que sea- cuando se le necesita y el resto del tiempo actuar como amos y señores del mundo creando y destruyendo a nuestro antojo por las calles que transitamos.

Por Lina María Rosales

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