El pasado 7 de octubre se adelantaron las pruebas escritas del concurso de ingreso a la Carrera Diplomática y Consular de Colombia, lo cual marca un año más en uno de los procesos más transparentes y meritocráticos en el país. Sea hace tres décadas o hace poco más de un año, quienes hemos pasado por dicho concurso creemos en el mérito, aspiramos a que la diplomacia del país sea conducida por diplomáticos profesionales y tenemos la firme convicción de que la vocación de servicio es lo que define al buen funcionario público.

Como estudiante del Curso de Capacitación Diplomática y Consular para ingresar a la Carrera Diplomática y Consular colombiana en el 2024, a menudo me cuestiono sobre qué es lo que hace a un buen diplomático.  Aunque solo la experiencia podrá responder a esta pregunta, quienes apenas damos nuestros primeros pasos en la diplomacia no debemos cesar en la búsqueda de respuestas.

En esta ocasión, quisiera traer a colación un manual que ha servido como guía para diplomáticos durante los últimos 80 años. La Diplomacia de Harold Nicolson propone algunas ideas sobre lo que constituye ser un buen diplomático, refiriéndose, por supuesto, a un diplomático profesional. Nicolson fue un hombre de su época y debe leerse como tal. Sin embargo, aunque La Diplomacia fue impreso por primera vez en 1939, contiene lecciones que siguen vigentes.

Una tesis central del libro resalta que siempre será deseable que la política exterior de un país sea manejada por profesionales entrenados en su oficio. Así como la construcción de un importante puente debería delegarse a los ingenieros más capaces, la conducción de los asuntos internacionales de un Estado debería delegarse a quienes más se han preparado para tal fin. Esto es algo que no solo han entendido las grandes potencias de nuestra época, sino también numerosos países en nuestra región.

Esto no hace referencia solo a los conocimientos y la experiencia del funcionario. Un diplomático profesional tiene numerosas ventajas que deben ser consideradas: no tiene la presión de conseguir éxitos apresurados; no se deja asaltar por convicciones, simpatías e impulsos; es respetuoso de las formalidades y convenciones de la diplomacia; no tiende a causar ofensa cuando pretende inspirar afabilidad; y no corre el riesgo de enviar informes a su gobierno que prioricen su perspicacia y buena gestión por encima de hechos sinceros y balanceados.

Colombia ha tenido grandes embajadores que no han sido necesariamente diplomáticos profesionales y que, a pesar de ello, han tenido gran mérito y una larga formación. El hecho reside en que los diplomáticos profesionales son quienes se han formado académicamente de forma exhaustiva, pero, además, se han formado durante toda una vida para servir a su país. Como en otras profesiones, el buen diplomático es juzgado no solo por su brillantez, sino sobre todo por su rectitud. El diplomático profesional, como cualquier persona, desea ser visto como hombre o mujer de honor por parte de aquellos a quienes respeta. Esto ha derivado en un espíritu de cuerpo que privilegia el mérito y la buena gestión.

A su vez, la idea del diplomático profesional, concebida dentro del servicio civil, ha sido diseñada para ser apartidista. Su lealtad es últimamente con el Estado y, a partir de allí, con el gobierno que ha sido elegido para liderarlo. La labor del funcionario profesional consiste entonces en poner su experticia a disposición del gobierno, sea cual sea, brindarle consejo y, de ser necesario, levantar objeción. Sin embargo, si tal consejo es descartado por el ministro, es deber y la función del funcionario profesional ejecutar su instrucción.

Lo anterior refleja la existencia de un contrato implícito entre gobierno y servicio civil. El segundo debe servir a todo gobierno constitucional sin importar su partido o ideología y, a cambio, se espera que el primero conceda su confianza a todos los funcionarios públicos, independientemente de sus supuestas orientaciones políticas. Sin duda alguna, Colombia aún tiene mucho por aprender de este contrato, el cual a su vez permite mantener la memoria institucional y la continuidad de nuestra política exterior. Además, es de gran utilidad que, cuando un tomador de decisión se enfrente a una visión emocional o sentimental sobre la política exterior, pueda acudir al consejo de un funcionario capacitado y puesto a su disposición para dicho fin.

Suma también que el diplomático profesional debe ser concebido como un servidor del pueblo, no como una figura ajena y lejana. El diplomático sirve al ministro de Relaciones Exteriores, quien es nombrado por el presidente, quien a su vez es elegido por el pueblo. Adicionalmente, la ciudadanía puede tener la plena seguridad de que el diplomático profesional está allí para servirle, pues ha dedicado su vida a esa labor y no mediarán en su trabajo las transacciones políticas partidistas.

Esto me  lleva a revisar un punto central en la propuesta de Nicolson, quien propone también que el arte de la negociación y la diplomacia requiere una combinación de ciertas cualidades especiales. Nicolson afirma que estas no se hallan en el político promedio, tampoco en el ciudadano promedio, porque requieren de toda una vida de trabajo y preparación para llegar a ser perfeccionadas. Aunque fueron planteadas hace más de 80 años, siempre resulta útil recordar aquellos valores a los que aspira el diplomático profesional en el desarrollo de su profesión y le permiten desempeñar su labor con éxito.

El diplomático ideal debe tener veracidad, es decir, debe esforzarse por no dejar ninguna impresión incorrecta sobre la mente de aquellos con quienes trata, lo cual requiere de un escrupuloso cuidado para evitar la sugerencia de lo falso o la supresión de lo verdadero. El diplomático ideal también debe tener precisión, sea tanto en exactitud intelectual como moral. Aparte de sus conocimientos, el diplomático profesional destaca porque se guía durante toda su vida por los métodos y procedimientos diplomáticos, usualmente escritos.

Una tercera cualidad esencial del diplomático profesional es la calma. Se espera que el diplomático no muestre irritación y que evite toda animosidad y predilección personal, todo entusiasmo, prejuicio, vanidad, exageración, dramatización e indignación moral. Son estos vicios propios del ser humano, comúnmente vistos en la política, y requieren una vida de entrenamiento que solo tendrá el diplomático profesional para ser moderados. A su vez, la cualidad de la calma debe expresarse en dos direcciones. Primero, el diplomático ideal deberá tener buen temperamento, o al menos debe tener la capacidad de mantener su mal temperamento bajo perfecto control. Segundo, el diplomático ideal debe ser extraordinariamente paciente.

Para Harlod Nicolson, tal vez la virtud más importante que debe tener un diplomático es la modestia. La vanidad en el funcionario puede llevarlo a descartar el consejo o las opiniones de aquellos que tienen más experiencia y conocimientos sobre un país o un tema específico. La vanidad lo deja vulnerable ante las adulaciones o ataques de aquel con quien negocia. La vanidad lo lleva a tomarse de manera muy personal la naturaleza y los propósitos de sus funciones. Peor aún, la vanidad puede prevenir que un embajador reconozca que no entiende la situación que está tratando. Entre los defectos diplomáticos, la vanidad personal es sin duda el más común y el más desventajoso.

Finalmente, la última gran cualidad del diplomático ideal es la lealtad. Nicolson dirá que el diplomático profesional es gobernado por diferentes tipos de lealtades que incluso pueden entrar en conflicto. Le debe lealtad a su Estado, a su gobierno, a su ministro, a su ministerio y a su propio personal. Así mismo, debe una lealtad diferente al gobierno frente al que está acreditado o a la contraparte con la que negocia. Solo un funcionario experimentado aprende a manejar estas lealtades y a saber priorizarlas a partir de lo que se espera de él.

Existen varios trabajos que hablan sobre la relación entre profesionalización del servicio exterior y desempeño de la política exterior como ‘¿Qué diplomacia necesita Colombia?’ de Tickner, Pardo y Beltrán del 2006, ‘Los diplomáticos colombianos y la toma de decisiones de la política exterior de Colombia’, de Puyana del 2008, ‘La Cancillería  y el servicio exterior colombiano’ en la Misión de Política Exterior de Colombia de 2010 o ‘Percepción de la política exterior colombiana desde un enfoque biologista de género’ de Monroy del 2016. No obstante, sería necesario realizar nuevas investigaciones sobre este tema y analizar cómo se ha afectado gracias a los cambios domésticos, regionales e internacionales que han sucedido en los últimos años.

Como se explicó previamente, Nicolson señala la veracidad, la precisión, la calma, el buen carácter, la paciencia, la modestia y la lealtad como las siete virtudes que debe tener el diplomático ideal. El lector puede preguntarse dónde se dejan entonces los conocimientos, la hospitalidad, la inteligencia, el discernimiento, la prudencia, el encanto personal o la destreza. Concluyo este texto adhiriéndome a una de las grandes conclusiones de Nicolson en su libro: “En momento alguno las he olvidado. Las doy por supuestas”.

*David Greiffenstein Palacios es internacionalista y politólogo de la Pontificia Universidad Javeriana. Actualmente adelanta el Curso de Capacitación Diplomática y Consular 2023 para quienes aspiran a ingresar a la Carrera Diplomática y Consular de Colombia.

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