Hace menos de un siglo las aguas del río Bogotá y sus afluentes no eran las corrientes de agua putrefacta que hoy conocemos. Una antropóloga de la Universidad Externado regresó a principios del siglo XX para encontrar la respuesta.

Por: María Paula Rubiano
Periodista Blog El Río y El Espectador
Hace poco menos de un siglo, las quebradas de San Agustín y San Francisco eran la principal fuente para surtir los acueductos bogotanos. Hoy es impensable que esas aguas que bajan desde los cerros orientales lleguen a los hogares capitalinos. Desde su nacimiento están llenas de excrementos, vertimientos industriales y basuras. Ambos le entregan sus aguas al Fucha que, ya pútrido, llega hasta el río Bogotá.
¿Cómo sucedió esto en tan poco tiempo? Buscando una respuesta, la antropóloga Daniela Sierra Navarrete se dio cuenta de que un pensamiento heredado de los españoles, el ideal de la “modernidad” de principios del siglo XX y el desconocimiento de un sector popular de la ciudad llevaron a la desaparición, tanto visual como ecológica, de los ríos que permitieron el nacimiento de la capital.
Hablando con sus abuelos, Sierra se dio cuenta de que era descendiente de linajes estrechamente ligados al agua. Por eso, para graduarse de la Universidad El Externado decidió hacer un recorrido por los oficios, lugares e historias del agua de la Bogotá de finales del siglo XIX y principios XX.
Desde su tatarabuela hasta su abuela, todas las mujeres de su familia materna habían sido lavanderas en las orillas de los dos ríos alrededor de los cuales se asentaron los primeros indígenas y más tarde, españoles: al norte, el río Vicachá, más tarde llamado San Francisco y al sur, el Manzanares, luego llamado río San Agustín. “Estas aguas le dieron vida a la ciudad”, dice en su tesis.

En ese entonces, la gente tomaba el agua de nacimientos naturales y aljibes, pero en la mayoría de los casos los indígenas tomaban el agua del río San Francisco y San Agustín y envasada en múcuras lo llevaban en su espalda o sobre un burro hasta Santa Fé. Así nació en la sabana el oficio de los acuateros.
Conforme pasaban los años, a los acuateros que subían a las faldas de los cerros orientales se fueron uniendo nuevas personas cuyas vidas estaban íntimamente ligadas al agua. Carpinteros, lavanderas, comerciantes y fabricantes de licores artesanales fueron llenando esas laderas de casas hechas en paja y bareque. La tatarabuela de Sierra, una indígena de Sesquilé llamada Benilda Sánchez, llegó en el siglo XIX y se dedicó a lavar las ropas de la clase alta.
“Todas estas personas tenían un conocimiento empírico pero profundo de estos ríos”, explica la antropóloga. Las lavanderas, por ejemplo, conocían muy bien las corrientes de agua y viento, los lugares donde el sol pegaba con más fuerza. Con bateas y tusas de maíz que usaban como cepillos, blanqueaban las camisas con agua mezclada con semillas y cáscaras de limón y naranja, y almidonaban puños y cuellos con yuca.
Quienes usaban esas camisas, sus esposas e hijas subían los fines de semana hasta el Paseo Bolívar, el hogar de las lavanderas y otros habitantes de Santa Fé empobrecidos, y en su mayoría descendientes de indígenas. Allí, los bogotanos de clase alta miraban las aguas de los ríos San Francisco y San Agustín y se maravillaban frente al Chorro de Padilla.

Abajo, en la ciudad, el agua llegaba a pilas públicas en las que las acuateras la recolectaban para llevarla a las casas que no tenían un nacimiento natural o cuyos techos no recogían la suficiente agua lluvia. “En esa época había un uso público y común del agua”, comenta.

Un caos de obreros, fábricas y acueductos
Las cosas empezaron a cambiar a finales del siglo XIX. En ochenta años, la ciudad creció de manera desaforada: siete constituciones y las guerras que trajo consigo esa inestabilidad política, unido a un incipiente desarrollo industrial, hicieron que desde las primeras décadas del siglo XIX hasta 1881 la población de Bogotá se quintuplicara.
Bogotá era un urbe que ya rozaba los 100.000 habitantes y, aun así, “los agentes encargados de la limpieza en varias de las descripciones eran los gallinazos, los cerdos y la lluvia”.
Esa crisis sanitaria hizo que desde 1863 se publicaran manuales de urbanismo en los que se aseguraba que la mejor manera de eliminar la suciedad era abandonar las prácticas más rurales, como aquellas que persistían en el Paseo Bolívar.

En paralelo, cerca de los nacimientos de los ríos San Francisco y San Agustín se creó el complejo industrial de San Diego: fábricas de papel, cerveza y vidrios empezaron a tomar las aguas cristalinas y a verter sus residuos en estos dos ríos.
Pero el discurso oficial era que las lavanderas, acuateros y fabricantes de licores del Paseo Bolívar eran los culpables de que las aguas estuvieran cada vez más sucias.
A estas presiones se le sumó, según Daniela Sierra, la creación de las empresas departamentales de licores que, para aumentar sus ingresos, emprendieron una campaña contra los licores tradicionales: la chicha se asoció con enfermedades, se popularizó la creencia de que embrutecía y quienes lo fabricaban y consumían se convirtieron en “el hampa” de la naciente ciudad moderna.

Para principios del siglo XX ya estaban puestas todas las fichas que acabaron con el Paseo Bolívar, según Sierra. En 1915 se empezó a canalizar el río San Francisco, lo que dejó a muchos habitantes del Paseo Bolívar sin la base de su sustento. Pero la estocada final de este barrio llegaría tres años después.
La Dama que cambió todo
En 1918, en plena Guerra Mundial, se registró la segunda epidemia de gripe más mortal en la historia de la humanidad: la Dama Española. Sólo superada por la Peste negra de la Edad Media, causó la muerte de 50 millones de personas en menos de un año.
Debido a la pandemia, “el higienismo arreció en todo el mundo”, cuenta Sierra en su tesis. Colombia no fue la excepción. De acuerdo con la antropóloga, el Paseo Bolívar fue el lugar más afectado por la gripe en Bogotá. La Dama Española fue la razón perfecta para acabar con el enclave obrero, un plan que aprobó el Concejo de la ciudad en 1925 bajo el nombre de «saneamiento del Paseo Bolívar».

En 1937 el entonces alcalde de la ciudad, Jorge Eliecer Gaitán, impulsó el proyecto. Los habitantes fueron desalojados y llevados a los barrios Centenario y Primero de Mayo. Entretanto, el río San Francisco ya había sido canalizado y sepultado bajo la avenida Jimenez y se había convertido en el receptor de las aguas residuales de los barrios Primavera, Jazmín, Galán, San Rafael y Pradera. Dejó de ser el centro de la vida urbana y se convirtió en una cloaca.
“Esta ciudad ha tenido una gran ruptura. Estas comunidades eran un socio ecosistemas, es decir, eran sociedades que entendían el valor de los ecosistemas y se construían alrededor de ellos”, dice Sierra. La antropóloga no es optimista: para ella, Bogotá seguirá siendo ambientalmente insostenible si sigue moviéndose con la lógica ciega que la trajo a este punto.
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