Este domingo finalizó la Expedición que tres jóvenes santandereanos emprendieron en un bote de botellas por el río Magdalena. El Río reconstruyó su viaje por el río más importante del país.
Por: María Paula Rubiano
Fotografías: Cortesía Ecodinamics
El 20 de abril tres jóvenes santandereanos emprendieron una travesía que parecía imposible: querían recorrer 900 kilómetros del río Magdalena en un pequeño bote hecho de 350 botellas PET recicladas, con la única propulsión de sus piernas.
Ese día, las calles de Honda (Tolima) vieron por primera vez al bote que diseñaron Yessid Fajardo, Andrés Barón y Daniel Cepeda, como parte de su proyecto “Ecodinamics”, con el que buscan crear conciencia ambiental.
Hacía calor, pero las personas que emprendían el viaje estaba emocionadas. Además de los tres jóvenes que fundaron Ecodinamics hace dos años y medio, un equipo de producción audiovisual filmó las tomas necesarias para hacer el documental que recoge el viaje y que será presentado en el Festival de cine verde de Barichara, en septiembre.
Entrada la mañana, Yessid y Daniel se montaron en el barco que todos los ingenieros navales han descrito como un “renacuajo”. En las aguas todavía mansas del Magdalena, dieron los primeros pedalazos de la expedición “Navegando el Magdalena 2018”, que terminó el pasado 3 de junio en Barranquilla.
Daniel y Yessid en una de las pocas embarcaciones de la Armada Nacional que vieron navegar por el río Magdalena durante su expedición.
Sobrevivir a un sol indiferente y a una nube infinita de mosquitos
Los primeros kilómetros fueron tranquilos, pero a mitad de camino, en Barrancabermeja, las cosas empezaron a cambiar.
La humedad, el sudor, el cansancio del pedaleo, el sol picante y el enjambre permanente de mosquitos empezaron a quitarles ánimos. “El rayo de sol y los mosquitos empezaron a generarnos heridas, como nacidos”. Daniel Cepeda, que es médico, se encargó de curar su piel y la de su compañero.
En ese trayecto vieron los primeros remolcadores de gran tamaño. “Esas embarcaciones generan olas que son un peligro para la embarcación, pues alcanzan un metro en incluso más altura y que recorren todo el cauce, hasta ambos lados del río”, cuenta Yessid, quien añade que no hubo problemas pues “los remolcadores bajaban la velocidad para que nosotros pudiéramos pasar”.
Salieron de Barrancabermeja hacia Puerto Wilches, en donde encallaron en la tarde. Para ese momento, el equipo ya había pasado 20 días juntos y los roces se hicieron insoportables. “El tiempo demuestra estos roces. Decidimos que nuestro productor saliera del grupo, y nosotros quedamos responsables de las tomas para el documental”, cuenta Yessid. Esa misma tarde el equipo perdió el dron y tuvieron que replantear el tiempo que tardaría la expedición.
Las cosas no pintaban bien. Las dudas amenazaban con ahogar a los tripulantes del “renacuajo”.
El pueblo que les devolvió la vida
Con los ánimos bajos se embarcaron hacia San Pablo, al sur de Bolívar. La ruta era cada vez más compleja. Rodeados de ciénagas, se les cruzaron las primeras tarullas, unas pequeñas plantas flotantes que en invierno bajan como enormes islas por el cauce principal del río.
Más adelante, las tarullas se convertirían en un problema para el pequeño bote.
En medio de los microsueños inducidos por el sopor, Yessid y Daniel vieron los primeros troncos flotantes bajar por las aguas del Magdalena. Las enormes empalizadas amenazaban con meterse bajo el barco y dañar el sistema de pedales que movía las 350 botellas infladas.
Además, las aguas del Magdalena ya tenían la fuerza heredada de todos los ríos que confluyen en él. Pocos minutos antes de llegar a San Pablo, la desembocadura del río Cimitarra les escupió enormes empalizadas que se colaron bajo la propela del barco, obstruyó el sistema de transmisión y dañó por completo el sistema de pedaleo.
Así, a un minuto de encallar, quedaron a la deriva del río.
Fue entonces cuando San Pablo les ayudó por primera vez. Un pescador los acercó con el impulso de su canoa a la orilla. Y cuando se bajaron, se dieron cuenta de que este pueblo perdido de Bolívar “era otro mundo. Quedamos sorprendidos, pues es una población pequeña pero muy próspera. Conocimos a Daniel, un líder ambiental que nos ayudó a encontrar dónde arreglar el bote. Y eso no fue todo: también pagó por el arreglo”, cuenta Fajardo.
«La gente siempre estaba muy sorprendida, esperándonos. Hay quienes le tomaban fotos, algunos se reían. Pero cuando la gente ve el bote siempre se sorprenden, ¿cómo navega, por qué botellas?, nos preguntan. Así es que nos conectamos con ellos y con el medio ambiente».
Dos días más tarde salieron, “no queriendo salir”, rumbo a Bijagual. Ya hace rato habían dejado atrás la esperanza de que su GPS o wifi los guiara por el río. En cambio, decidieron que su mapa fueran las palabras de los pescadores que se les cruzaban en sus pangas repletas de arroz, fruta y víveres.
Ese día, sin embargo, la noche empezó a bajar pero no había signos de Bijagual. De pronto ya no hubo más luz y las linternas que instalaron en la popa se convirtieron en su ojos.
“Fue difícil, porque había una cantidad enorme de islas de palos y no sabíamos para donde echar. Pero vimos unas cuantas luces y pedaleamos hacía allá”, cuenta Yessid.
Eran las nueve de la noche cuando se bajaron en Bijagual con la piel ardiendo, desprendida y llena de heridas. Aun así, se quedaron un rato en la fiesta que el pueblo preparó para su llegada. Armando Teguis, un profesor que ya conocían, los hospedó en su casa.
Como en las paradas anteriores, conocieron el sistema de ciénagas y recorrieron las calles en donde las aguas negras fluían por zanjas que recorren el pueblo y van a parar directamente al río. “Allá, y en todos los pueblos, la gente pica la basura y la echa sin más al río”, cuentan.
El 18 de mayo salieron a las 5 de la mañana hacia Gamarra (Santander). Doce horas más tarde, y tras varias paradas de diez o quince minutos en pequeños corregimientos, llegaron al pueblo, sumergido a medias en el agua de los nubarrones de invierno.
“El agua se metía a los potreros, a las casas, llegaba hasta la mitad de los árboles, incluso a veces hasta las copas”, cuenta Yessid Fajardo. Durante dos días fueron a emisoras y colegios y tiendas de Gamarra explicando su expedición y tratando de crear conciencia ambiental alrededor del Magdalena.
A esa altura del río, los tres jóvenes ya tenían claro que además del documental, querían crear una red de liderazgo ambiental en toda la cuenca. Conversaron la idea en La Gloria (Cesar), mientras cambiaban unas cuantas botellas que piedras y helices de chalupas habían reventado. Comentaron, además, la falta de patrullaje por parte de Policía y Ejército. “Pareciera que para ellos no existe el río”, recuerdan.
Un final accidentado (pero final)
Desde allí, el trayecto fue el mismo de siempre: mosquitos, sol blanco y picante, palos, palos, pedaleo, ferrys y olas gigantes. Pero llegando a Soledad, las islas de tarugas se convirtieron en un único manto impenetrable y verde. Y fue allí, entre esas plantas flotantes, cuando una serpiente talla X se les coló en el barco.
“En medio de la defensa contra la serpiente el barco se volteó, pero no se hudió”, cuenta Yessid Fajardo. Así, con el barco medio sumergido y un único remo, atravesaron los vientos marinos que soplaban desde Barranquilla.
La llegada a Barranquilla.
El domingo en la mañana llegaron hasta la ciudad costera, donde periodistas locales y la caravana terrestre los esperaban con una fiesta. Estaban contentos: dos meses les tardó recorrer los 900 kilómetros desde Honda.El agradecimiento se convirtió en el mantra del día.
Aún hoy, les parece increíble haber logrado esa hazaña quijotesca. “Fue difícil, pero al final, todo lo resistió nuestra pequeño bote”.
El Río se alió con Navegando por el río Magdalena 2018 para que sus lectores conocieran, en tiempo real, cómo avanzó la expedición que partió de Honda el pasado 20 de abril. Recuerda seguirnos en nuestras redes (Facebook en este enlace y Twitter, en este otro), así como al Festival de Cine Ambiental de Barichara (Aquí su página web y aquí su cuenta de Twitter)
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