El golfo de Morrosquillo es la casa del primer proyecto del país que une el uso sostenible de los ecosistemas costeros, como manglares y pastos marinos, con el cambio climático.

Texto: María Paula Rubiano
Fotografías: María Paula Rubiano y Cortesía Invemar
En una esquina de Colombia hay un bosque capaz de enfrentarse al cambio climático. Si las aguas suben, él sube con ellas. Si bajan, hace lo mismo. El bosque es la sala cuna de cientos de especies y alimenta a varias comunidades humanas desde hace más de medio siglo. Cada árbol de este bosque, además, captura con sus hojas y raíces el doble de carbono que los gigantes amazónicos. Más arriba se extiende una pradera de varios kilómetros cuadrados, cuyo potencial para capturar carbono todavía desconocemos.
Este bosque, sin embargo, no está en el ordenamiento forestal del Ministerio de Ambiente. Es más: ni siquiera está en la cabeza de los colombianos cuando les hablan de bosques. Se trata de las 8.700 hectáreas de manglar que todavía crecen en el golfo de Morrosquillo, en el norte de Colombia. La pradera que se extiende a su lado es la mayor extensión de pastos marinos del país.
Hasta el año pasado, tanto los manglares del golfo como la pradera que bordea el Caribe guajiro habían sido ignorados a la hora de hablar sobre cambio climático. Pero gracias a esfuerzos de la Fundación Natura e Invemar, la Unión Europea y otros socios se sacaron del bolsillo 1,4 millones de euros para financiar Mapco (Manglares, Pastos Marinos y Comunidades), el primer proyecto del país —y uno de los primeros en el mundo— en relacionar estos ecosistemas con el calentamiento global y la supervivencia de las comunidades que dependen de ellos.
Entre los brazos del Sinú
Para llegar al corregimiento El Pozo, en San Bernardo del Viento (Córdoba), hay que desandar el camino del río Sinú hacia su desembocadura. En una pequeña lancha hay que entrar cada vez más en la tierra porosa por donde el agua dulce del río se arroja entre manglares y ciénagas hacia el Caribe.

Unas cuantas casas de tablas pintadas a la orilla de un caño que une el Sinú con el mar anuncian el corregimiento. Frente a las casas hay patios para secar arroz, pequeñas huertas caseras y canoas artesanales que huelen a salitre. Las organizaciones agricultoras de El Pozo y los corregimientos vecinos se han unido para, tímidamente, apostarle al turismo en las ciénagas y manglares en la bahía donde pescan todos los días.
Aunque cuentan con el apoyo de la Alcaldía municipal, es un proceso lento: muchas organizaciones todavía no tienen los papeles de sus canoas y botes en regla, mucho menos chalecos salvavidas o elementos de seguridad mínimos. Mapco espera fortalecer la propuesta ecoturística que quiere llevar a los turistas desde los bordes del río Sinú para recorrer los caños que atraviesan fincas ganaderas y cultivos de arroz, hasta el techo de ramas tupidas de los manglares de la bahía de Cispata.

Las selvas desconocidas
Hay que agachar constantemente la cabeza para no golpearse con algunas de las raíces de mangle que caen desde varios metros de altura. “Poca gente lo sabe, pero los manglares mejor conservados del planeta están en la esquina superior de Suramérica, es decir, en Colombia”, dice Paula Cristina Sierra, la bióloga del Invemar que coordina el proyecto Mapco. Los manglares son, en palabras de la experta, la sala cuna de peces, moluscos, aves y mamíferos marinos.

Por esta razón, las autoridades ambientales regionales unieron esfuerzos para proteger los manglares de la bahía de Cispata, al sur del golfo de Morrosquillo. En 2010, tras varios años de trabajo con la gente, la Corporación Autónoma Regional de los Valles del Sinú y del San Jorge (CVS) y el Invemar declararon la creación del Distrito de Manejo Integrado (DMI) Bahía de Cispata.
Un DMI es, en palabras sencillas, un área protegida en la que, a diferencia de los parques nacionales naturales, se puede hacer un aprovechamiento sostenible. En el caso de Cispata, por ejemplo, los mangleros e investigadores dividieron las 27.808 hectáreas de manglares, ciénagas y caños en zonas de protección, de aprovechamiento y de regeneración.
“Las familias mangleras somos agricultoras y pescadoras. Recogemos cangrejos, ostras, peces, criamos animales de corral, sembramos ñame y arroz, y con eso comemos. Pero el dinero para servicios lo sacamos de la venta de la madera del manglar”, explica Ignacia de la Rosa, manglera que nació a orillas de un caño que une al Sinú con la bahía.

Pero el potencial del manglar está más allá de su madera. Hay estudios que prueban que estos bosques capturan 50 % más carbono que los bosques terrestres y que su deforestación es aún más grave que la de otro tipo de selvas. En 2011, un estudio probó que el 10 % de las emisiones derivadas de la deforestación global provienen de los manglares, a pesar de que ellos sólo representan el 0,7 % de las áreas forestales tropicales.
El proyecto Mapco busca meter los manglares de Cispata en el mercado mundial de carbono. Este mercado funciona como una bolsa comercial donde los países, las empresas o las organizaciones venden y compran bonos de carbono para mejorar sus indicadores ambientales. De acuerdo con los cálculos del Invemar y sus aliados, esta selva costera puede poner más de cuatro millones de toneladas de carbono en el mercado internacional. Si lo logran, esta sería la primera vez que el país se aventura a negociar con bonos provenientes de un bosque marino.
Una pradera sin proteger

Más allá de los manglares que bordean la costa, en las aguas tranquilas del golfo de Morrosquillo, 1.500 pescadores tiran sus redes todos los días. Como en otras partes del país, una explosión turística desbordada y migraciones constantes fueron vaciando el mar.
Jairo Morelo, presidente de la Asociación de Pescadores Afrodescendientes de San Antero, es pescador desde hace 48 años. “Cuando yo era pequeño, venía con la abuelita mía y nos sentábamos en unas piedras a pescar con anzuelitos. Sacábamos entre tres y cuatro libras. Y ahora eso ya no sucede”, dice.
“Ellos pescaban con redes que tenían los agujeros (ojos de malla) demasiado pequeños, entonces capturaban peces que todavía no se habían reproducido. Eso ponía en riesgo la continuidad de las especies”, explica Jorge Enrique Viaña, el ingeniero pesquero del Invemar que trabajó con los pescadores para que llegaran a los dos primeros acuerdos de pesca del golfo, el pasado marzo. Ambos documentos fueron redactados por la comunidad después de que, durante 24 días, extendieran las atarrayas que les propuso el Invemar para que vieran que, aunque tenían ojos de malla más grandes, podían capturar suficientes peces para seguir comiendo.
Pero el proyecto trasciende las aguas del golfo. Más al norte, rodeando La Guajira, se extienden el 85 % de los pastos marinos de Colombia. Este ecosistema es fundamental pues, como lo expone Paula Cristina Sierra, “es la sala de engorde, el restaurante de los peces”. Sin pastos, los peces no tendrían dónde alimentarse.

Sin embargo, estas praderas sumergidas están completamente vulnerables. Por eso, cuenta Elsa Matilde Escobar, directora de la Fundación Natura, el proyecto tiene la meta de declarar estos pastos como una nueva área marina protegida.
Pero eso no es todo. Paula Cristina Sierra, del Invemar, cuenta que si los manglares son el patito feo de los bosques, los pastos marinos son el hijo no reconocido de las estrategias para frenar el cambio climático. Todavía no hay cifras, pero los estudios preliminares muestran que estos ecosistemas son claves para la captura de carbono y para evitar la erosión costera. Y es que los pastos tienen hojas, flores, frutos, semillas, tallos y, lo más importante, raíces. Esas raíces capturan el exceso de carbono en el agua marina y lo fijan al suelo.
Por eso, el proyecto incluye investigaciones para meter estos ecosistemas en el mercado global de carbono. Paula Sierra cuenta que “somos los primeros en Colombia en relacionar estos ecosistemas con el cambio climático” y, en el mundo, el país es el tercero en explorar esta posibilidad: sólo España y Australia nos preceden.

Durante los próximos dos años, mangleros, pescadores y agricultores, así como miembros de la Fundación Natura, el Invemar y la CVS, quieren echar a andar uno de los proyectos costeros más importantes del país.Paula Cristina Sierra, su coordinadora, sabe que es uno de los más importantes de su carrera. “Este país ha sido siempre más andino que marino. Pero el océano es el regulador por excelencia del clima y el que nos permite, como especie, sobrevivir”, dice.
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