Por sus esfuerzos para preservar y restaurar la cuenca del río Mandivá, que surte a diez municipios, la ecoaldea del mismo nombre ganó un premio Planeta Azul 2017. Así funciona este proyecto comunitario.

Por: María Paula Rubiano
Periodista Blog El Río y El Espectador
Hace unos años, Mandivá, una vereda de Santander de Quilichao, era tierra de nadie. El conflicto llegó al norte del Cauca y se ensañó con ella. Los tiros de guerrilleros y soldados terminaron ahuyentando a las comunidades afros, indígenas y campesinas que vivían allí. Los que se quedaron se encerraron en sus casas y guardaron silencio. El campo se volvió sinónimo de miedo. Al bosque y a los ríos sólo se metían los mineros ilegales y hombres con motosierras dispuestos a talarlo todo.
Ese era el panorama cuando en 2010 la fundación Fundamor, de Cali, llegó al territorio con ganas de crear una ecoaldea. Ya habían desarrollado un proyecto de cultivos sostenibles, que capacitó a comunidades cercanas a Cali y al mismo tiempo les permitió dar alimentos saludables a los enfermos de VIH con quienes trabajan en la capital del Valle.
Fundamor había comprado 11 hectáreas llenas de bosques nativos y con tres nacimientos de agua. “La idea era crear un lugar para que la comunidad aprendiera haciendo”, cuenta Guillermo Garrido, su fundador.
Los primeros acercamientos con las comunidades fueron para entender sus necesidades. “La idea de la ecoaldea es resignificar el territorio, que la gente lo vea como una oportunidad. Busca empoderar a las comunidades a través del cuidado del medioambiente”, explica María del Pilar Catacolí, habitante de Mandivá desde 2015 y líder comunitaria desde entonces.
Con esa meta en mente, Fundamor buscó un arquitecto que diseñara la ecoaldea y con recursos del gobierno de Japón lograron construirla entre 2014 y 2016. Se trata de seis edificios hechos con materiales y arquitectura ancestral, organizados según las leyes de geometría sagrada de los indígenas de la zona. “Aquí todo es circular, cada cosa y cada persona tiene su función”, explica Catacolí, nativa de Caloto.

El ciclo empieza con el agua. En las 2,7 hectáreas de bosque nativo hay tres nacederos de agua. Por el proyecto pasa además la quebrada La Fría, que alimenta las aguas del río Mandivá, un afluente que surte a once municipios cuesta abajo. Para cuidarlo, la comunidad se dedicó a conservar el bosque nativo y de guadua, y reforestó 3,5 hectáreas que habían sido devoradas por la tala ilegal.
Adriana Soto, directora de The Nature Conservancy, explica que el proyecto, además, “plantea que las personas que hacen uso del agua en la comunidad lo hagan de manera racional”.
El uso se da en los edificios y en las huertas comunitarias, construidas en forma de mandala: diseños circulares originarios de Brasil que permiten optimizar el espacio, para que cada familia cultive lo que necesita para sobrevivir. A veces hay excedentes que se venden en Santander de Quilichao o se intercambian en las jornadas de trueque.

En otros casos, los alimentos cultivados por las familias terminan en la cocina comunitaria, que beneficia a 160 niños. Cítricos, tomates, habichuelas, plátanos y hortalizas se ponen en los platos. El agua que se usa para cocinar sale de la lluvia y de la quebrada La Fría y se potabiliza dentro de la ecoaldea. “Diseñamos los edificios para que todos los sanitarios y grifos recibieran el agua por gravedad, para así ahorrar energía eléctrica”, explica Guillermo Garrido.
Además, parte de las semillas que se siembran en las huertas se guardan en el aula de preservación de semillas criollas y nativas. Algunas otras se comercializan en el sistema de trueques.
Pero eso no es todo: además de quienes trabajan todos los días cuidando las quebradas, cultivando las huertas o cocinando en la cocina, en dos auditorios se han capacitado 3.411 personas de los municipios vecinos. Al lado de los dos auditorios se levanta imponente la maloka, un edificio de dos pisos construido en guadua y palma seca.

“Allí es donde más se da el diálogo interétnico”, explica María del Pilar Catacolí. En su primer piso, con plantas de los bosques y las huertas, los curanderos afros e indígenas hacen rituales de sanación y terapias alternativas. En el segundo, un centro de artes cobija las expresiones de danza, cantos, pintura y escultura de todas las comunidades beneficiadas. “A través de este diálogo y del arte estamos reconstruyendo el tejido social.
Además, la ecoaldea genera la inspiración de los artistas: los senderos que la recorren no sólo dan materiales, sino paisajes para pintar”, cuenta la mujer.

Guillermo Garrido calcula que el total de personas beneficiadas asciende a 19.000. Por su parte, Adriana Soto rescata que “entre comunidades van viendo cómo el proyecto tiene un efecto multiplicador, las comunidades ven cómo en otro lado hacen conservación y restauración y empiezan a hacer lo mismo”.
Por eso, la iniciativa se ganó el premio Planeta Azul del Banco de Occidente, en la categoría general. Soto, quien fue jurado del premio, explica que “lo bonito de estos procesos es que la conservación del agua se ha convertido en el eje articulador de comunidades que no se hablaban en el conflicto. En últimas, la restauración de cuencas se convierte en una forma de construir paz”.
Si quiere contactarse con nosotros escríbanos a: [email protected]
Twitter: @BlogElRio @Pau_erre