El ojo de Aetos

Publicado el elcides olaznog

Nairo Quintana, la otra cara de Colombia: la limpia

En Colombia los dos grandes deportes de masas son el fútbol y el ciclismo; al primero lo seguimos en las buenas y en las malas, pero al segundo solo lo acompañamos en las buenas.

Nairo Quintana Rojas (omito el Alexander porque le quita esencia a su condición de campesino boyacense) acaba de grabar su nombre con acerado cincel en la dura roca de la gloria deportiva de Colombia, algo que solo los grandes han logrado en esa disciplina: Martín Emilio “Cochise” Rodríguez, Álvaro Pachón Morales, Fabio Enrique Parra, Alfonso Flórez Ortiz, Martín Alonso Ramírez, José Patrocinio Jiménez, Francisco “Pacho” Rodríguez, Gonzalo “Chalo” Marín y, por supuesto, quizás el más grande hasta la semana pasada: Luchito Herrera. Estos gigantes y algunos otros que se pierden en el confín de la memoria abrieron el camino para el resurgir actual del pedalismo criollo en las carreteras del mundo, gracias a las prodigiosas piernas de Rigoberto Urán, Sergio Luis Henao y Nairo, el nuevo monstruo del ciclismo orbital.

Algún lector desprevenido me reclamará por no nombrar a Rafael Antonio Niño o a Javier “el Ñato” Suárez, o a Miguel Samacá. Les diré por qué: aunque estos y muchos otros brillan con luz propia en la historia del ciclismo nacional, no figuran en la lista de monstruos que han hecho historia en los pavimentos de Europa. Muchos de ellos ni siquiera supieron lo que eran las duras etapas de “pavé”, por ejemplo. Pero tienen su lugar en la historia porque fueron la génesis del deporte que más le ha dado gloria al deporte colombiano. Esto no resiste análisis; es una verdad incontrovertible.

Prueba de la anterior afirmación es el oro de Mariana Pajón, la plata de Rigoberto Urán y el bronce de Carlos Mario Oquendo en los Olímpicos de Londres 2012. Claro, si de gloria se trata, no se pueden olvidar los triunfos olímpicos en pesas, lucha, boxeo, taekwondo, tiro, atletismo. Pero en cantidad y en calidad, el ciclismo saca varias máquinas de ventaja.

El fútbol, que tiene los aficionados más encarnizados, ha dado inmensas satisfacciones pero nunca como las que ha dado el ciclismo. Nuestro corazón, es verdad, lloró de emoción patriótica aquel lejano 5 de septiembre de 1993 cuando en el templo del fútbol argentino, once de los mejores futbolistas colombianos de todas las épocas les empacaron cinco golazos a los siempre soberbios argentinos que, humillados, tuvieron que agarrarse desesperados de un repechaje indigno de una selección de su alcurnia. Ese día, el gran Diego Armando Maradona desde la tribuna aplaudía con más ganas de llorar que de aplaudir. No lo niego: ver a esos monstruos como Diego Simeone y Gabriel Batistuta con la boca untada con el polvo de la derrota me llenó el alma. Y hoy, 20 años después, no consigo olvidar esa gesta futbolera. Claro, también porque no ha habido otra.

El pasado 20 de julio Colombia volvió a llorar de alegría por el descomunal triunfo de Nairo Quintana. Porque es un logro que, para muchos, es la más importante gesta en toda la historia del deporte colombiano. La actuación del ahora insigne boyacense es una proeza sin precedentes no solo en Colombia sino en toda América Latina. Porque Nairo es un sencillo hombre de campo con características propias de su región: es disciplinado, tenaz, entregado a su causa y a la de los suyos. Su mirada tímida y huidiza aparenta debilidad pero encierra la fortaleza propia de los grandes del mundo. Sin embargo, y esto es lo extraordinario, su sencillez no le alcanza para dimensionar la colosal hazaña que acaba de protagonizar.

Cuando ocurre algo así, uno como colombiano no puede menos que pensar cuán grande sería Colombia si sus hijos no estuvieran tan estigmatizados ante el mundo por culpa de una clase dirigente que hace de todo menos patria. Ver a Luis Bedoya, indigno representante del fútbol colombiano, en trance de robarse una pinche medalla, es bochornoso. Ver dirigentes juagados de la rasca después de una derrota internacional, como en aquel episodio del 9 – 0 con Brasil en el preolímpico de Londrina, o imaginar a Hernán Darío Gómez, en su momento flamante técnico de la Selección Colombia de mayores, perdido de la borrachera pegándole a su amante, etc., son episodios que lo hacen a uno declarar, sin temor a equivocarse, que los deportistas colombianos son inmensamente superiores a sus dirigentes y a sus periodistas. Así es y así será para séculas, aunque son los dirigentes quienes se apropian de los laureles y disfrutan de los premios en efectivo.

Por esta y otras muchas razones decimos: gracias, Nairo, por ser la otra cara, la limpia, de Colombia. Gracias por contarle al mundo que nuestra nación está formada por una inmensa mayoría de ciudadanos ejemplares y dignos. Gracias porque les recordó a los franceses que Boyacá aún existe para el ciclismo mundial. Gracias porque una victoria como la suya es un alivio fugaz para tantas y tan profundas heridas, abiertas por un puñado de paisanos malos e indignos de ser colombianos. Gracias por mi doble orgullo de colombiano y boyacense. Y gracias por permitirnos mirar al mundo con orgullo de guarapo y café. Con orgullo de mazamorra chiquita y cordero al horno. Con pola y guaro, a la espera de que un milagro nos salve de la ruina moral en que está sumida nuestra nación grande.

Colofón: el 20 de julio fue tanta la emoción que nos embargó por el triunfo de Nairo, que casi nadie habló de la pueril interrupción del tradicional desfile militar por parte del señor presidente para abrazar y besar a su hijo, el soldado Santos, cuyo mayor mérito patriótico fue marchar en la fila de la derecha para facilitar el pico presidencial… ¡Viva Colombia!

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