El MERIDIANO 82

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La migración hacia Europa: un poema de Wislawa Szymborska

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Una pareja de migrantes se abraza en la costa de la isla de Lesbos (Grecia). / AFP

A lo largo de 2015, más de 752.000 emigrantes africanos y asiáticos han cruzado las fronteras en busca de una mejor vida en Europa. Uno de los últimos poemas de la escritora polaca, publicado en 2002, recuerda el tránsito umbrío de los emigrantes y anticipa el escenario actual, donde las balas vienen de todos lados.

Por Juan David Torres Duarte

Desde el verano europeo de este año, cuando comenzó la migración masiva de africanos y asiáticos por el Mediterráneo, Libia y Turquía, en busca de una vida mejor en la prometedora Europa, los medios han pergeñado informes sucintos más proclives al resumen que a la profundidad. Hasta ahora, más de 752.000 inmigrantes han arribado, con buena o pésima salud, a las costas europeas para seguir camino hacia Austria, Alemania, Noruega o Francia. Esos son los datos conocidos, pero la historia siempre está en la raíz de aquellos datos. Cada tanto se reconocen destellos de esas historias: un niño muerto en la costa, con la cara aplastada y lívida contra la arena; otro más auscultado en un baúl; otros miles muertos en su tránsito marítimo. Pero las preguntas más esenciales todavía carecen de respuesta: ¿qué siente un inmigrante?, ¿qué define en su existencia el hecho de moverse sin, en realidad, tener un futuro preciso?, ¿qué significa esa incertidumbre?

La poesía puede atracar en esas costas. En uno de sus últimos libros, Instante (2002), la poeta polaca Wislawa Szymborska (premio Nobel de Literatura en 1996) dedicó algunos versos a la migración. Si bien es un hecho común en la humanidad —la migración recuerda a las primeras comunidades nómadas y aún es un secreto para los genetistas la combinación de grupos humanos que parecían lejanos—, la migración se ha convertido en los últimos años en el producto de una fuerza exterior: o la guerra o las amenazas o las carencias fuerzan a la huida. Los ejemplos abundan: los colombianos que se refugiaron en Estados Unidos o en Venezuela a causa de los carteles del narcotráfico y del miedo; los alemanes que, al ver que Hitler ascendía al poder, corrieron con sus trastos hacia Austria o Francia; los rusos que huyeron hacia Occidente por la presión del régimen soviético. Migración es, en ese sentido, sinónimo de expulsión, de exilio. Un migrante de este tipo carece del optimismo de quien, por la vía legal, llega a un país para aceptar un nuevo trabajo o se refugia con la promesa de una explosiva demanda económica. No: los migrantes que hoy vagan por Europa son desesperanzados errantes a la caza de oportunidades.

De esos migrantes habla Szymborska. En 2002, cuando publicó su poema Cierta gente, Europa preveía una poderosa oleada que en estos meses —según los dirigentes de la Unión Europea— ha copado su capacidad de refugio. La guerra en Siria, los conflictos africanos y las guerras civiles son en buena parte responsables de ese desvío de la existencia. Los primeros versos recuerdan esa expulsión agria:

Cierta gente huyendo de cierta gente.

En cierto país bajo el sol

y bajo ciertas nubes.

Dejan tras de sí su cierto todo,

campos sembrados, ciertas gallinas, perros,

espejos en los que justamente se contempla el fuego.

La partida suele ser el modo más tangible del abandono. El diario The Guardian recuerda en una nota de octubre la muerte del kurdo Saeed Othman Mohammed, que pretendía llegar a Alemania con la ayuda de contrabandistas —los mismos que transportan a los migrantes en barcas indecorosas por el Mediterráneo— y apareció muerto en un camión de comida junto a otras diecisiete personas. Había dejado a su familia en el Kurdistán iraquí. Era mecánico. En un testimonio publicado en El Espectador, un sirio que ahora vive en Bogotá recordaba que sus padres y su hermano menor permanecían en Damasco, en pleno centro de la lucha entre rebeldes y el gobierno central. En busca de una salvación, lejos del ejército sirio y de los enemigos extremistas, tuvo que dejar atrás su profesión —economista, graduado de la universidad pública de Damasco— y dedicarse a la cocina árabe para sobrevivir. La partida es la primera etapa de la incertidumbre. Continúa Szymborska:

Llevan en la espalda cántaros y hatillos,

cuanto más vacíos, cada día más pesados.

Es muy probable que ese último verso resuma las sensaciones de un migrante: pueden cargar con todo, con su casa entera, y aun así la pérdida y el duelo permanecen. Llevan los cántaros vacíos y ligeros; dicho vacío, en vez de constituir una ventaja para andar, se convierte en el peso más rotundo.

Tiene lugar calladamente el detenerse de alguien,

y en el tumulto, el arrancarle el pan a alguien

o el sacudir al niño muerto de alguien.

Hace más de un mes, el gobierno húngaro levantó un extenso enrejado en la frontera con Serbia para detener el paso de inmigrantes. Con el camino cerrado, los exiliados han tomado camino por Eslovenia, que comienza a erigir puntos de vigilancia y de control en toda su frontera. En las imágenes desperdigadas por las agencias de noticias se veía a los migrantes a toda carrera para saltar la valla, o para eludir una alambrada de púas: muchos llevaban entre sus brazos a un niño, una maleta, una carpa ajada. Entre la desidia de su escape, el arrojo fue su única salida. Otros reportes fotográficos retratan a los migrantes que duermen en las estaciones de metro en París o que se cuelan entre el sistema de tránsito que une a Francia con Inglaterra desde Calais: entran en los camiones, van como polizones en los trenes. Es justo eso lo que sigue en la confusión primitiva: la agitación de todos los medios en busca de un refugio. “Sacudir al niño muerto de alguien” es una de las singularidades de un viaje entregado a la mala suerte.

Alrededor ciertos disparos, más lejos o más cerca,

y en lo alto un avión que, un poco, se balancea.

En su camino, los migrantes comentan las noticias de la guerra. En lo alto están los aviones: en más de un año de intervención en Siria, la coalición de Estados Unidos ha lanzado 8.121 bombardeos —de acuerdo con la organización Airwars—, mientras que Rusia —cuya participación comenzó el 30 de septiembre— completa cerca de 2.000. Han muerto militantes de todos los bandos —o eso reportan las fuerzas de cada país—: de los rebeldes que se enfrentan a Bashar Al Asad y del Estado Islámico, que se encara contra todos. El blog Mosul Eye, administrado por un historiador anónimo que vive en esa ciudad al norte de Irak, reporta: “Muchos de los ciudadanos apoyaban al Estado Islámico en los primeros días y creían que la liberación estaría a su cargo, pero tras dos meses de su presencia en la ciudad es muy fácil darse cuenta de la rabia que se extiende por todo lugar. Existe una preocupación continua por lo que el Estado Islámico hará en el futuro, especialmente después del bombardeo de mezquitas y santuarios y el desplazamiento de cristianos”.

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Un migrante con su hijo llora al llegar a Grecia. / AFP

“Más lejos o más cerca”, los disparos alcanzan a toda la población y el exilio es producido por el puro temor a la muerte, la propia o la de los cercanos; el Estado Islámico, como reporta su equipo de comunicaciones en una publicación en cuatro idiomas, asesina a los homosexuales lanzándolos desde las alturas y puede llegar a dictar pena de muerte contra un hombre por fumar. Los disparos vienen de todas partes: según Airwars, entre 639 y 1974 civiles habrían muerto hasta la fecha a causa de los bombardeos de la coalición liderada por EE.UU.; sobre los bombardeos rusos se desconocen las cifras exactas, pero es cierto que, cuando el Estado Islámico se repliega entre la población, muchos civiles suelen morir o resultar heridos.

El último verso del poema de Szymborska reza así:

Algo ocurrirá todavía, pero dónde y qué.

Alguien les saldrá al paso, pero cuándo, quién,

de cuántas formas y con qué intenciones.

Si es que puede elegir, quizás no quiera ser un enemigo

y los deje con una cierta vida.

Si de libertad se habla, el emigrante carece de ella. Tiene que esperar la respuesta de un gobierno, la voluntad de un grupo armado, la agria bienvenida de una Europa que cada vez apunta más hacia la ultraderecha (Polonia, uno de los países que recibe inmigrantes, acaba de reelegir un parlamento de derecha). Una “cierta vida” es, sobre todo, una vida a medias.

El poema pertenece a la traducción de Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia, publicada en 2004 por Ediciones Igitur.

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