Taller qde Médicos Sin Fronteras (MSF) en Tumaco, con un grupo de apoyo a mujeres «Mujeres de Teatro por la Paz». /Lena Mucha
Por Harold Palacios Ortega, psicólogo de Médicos Sin Fronteras (MSF)
Me crié con Pachita, mis hermanos y mi papá. Desde que esta cabeza es capaz de acordarse, yo trabajaba muy duro, más que los demás, más que los hombres de la casa. A mí me trataban diferente, era la criada, la sirvienta de la familia; me mantenían encerrada, no sabía nada del mundo, ni leer ni escribir, casi ni hablar. Todo tenía que ganármelo, si quería un cuaderno y un lápiz tenía que trabajar como animal de carga para ganármelo; hasta el bocado de comida, que al perro se lo regalaban, yo en cambio debía ganármelo.
Así que veía a mis hermanos y pensaba: “¿por qué a mí me tratan diferente?” Porque, doctor, no solo era el trabajo sino también el maltrato, el perrero que me daban por cualquier cosa, hasta por preguntar o por decir que tenía hambre. Entonces, mejor me mantenía callada. Aprendí a vivir como ratón, huyendo, escondiéndome en los rincones. Cuando sabía que me iban a pegar, o por cualquier cosa que me diera miedo, yo corría a esconderme: debajo de la cama, detrás de algún cajón o en algún rincón oscuro para que no me encontrara el gato. Así fui dándome cuenta poco a poco que esa no era mi familia, o más bien, que yo no pertenecía a esa familia.
Por toda esa mala vida me escapé varias veces de la casa, la primera fue a los ocho años. Me salí cuando pude, sin pensarlo, y me fui caminando sin saber para dónde, medio atontada por el susto de que me fueran a encontrar y me molieran a golpes; pero sabía que hasta en el monte, viviendo como un animalito, podía encontrar mejor vida. Y en esas me encontró doña Lucrecia, una señora que vivía más o menos cerca del campo en el que nosotros vivíamos; me dijo – “¡Ay, mi ñaña! ¿Y usted que anda haciendo lejos de su casa? Venga para acá, que por esos ojos de medio muerta usted lo que debe tener es hambre y sueño”. Doña Lucrecia me conocía porque de vez en cuando me mandaban donde ella a dejar y traer cosas o razones.
Cuando llegamos a la casa de la señora ya no pude más, y sin querer se me vino el mismito mar por los ojos cuando me vio los moretones de las piernas y me pidió que le contara lo que me estaba pasando. “Pobre mi niña. Su papá debe enterarse de las palizas que le da la mala gente esa de la Pacha”. Ese mismo día, ya casi oscureciendo, escuché la voz de mi papá hablando con doña Lucrecia, preguntando por mí. Me dio miedo porque sabía que él me llevaría de vuelta a esa casa y de nuevo se me salió el ratón que tenía por dentro y salí corriendo a esconderme en algún hueco. Desde donde estaba escondida oí que mi papá y doña Lucrecia entraron a la casa y fueron a la cocina donde yo estaba comiendo. “Esta muchachita se me fue pa’l monte”, dijo mi papá, más preocupado que bravo. “No se preocupe José, la niña debe estar escondida por aquí, pues a punta de rejo de vaca la Pacha la volvió asustadiza… ¡Venga, ñaña, que nada le va a pasar. Su papá ya sabe y no va a permitir que la vieja Pacha la toque otra vez!”
Y desde ese día ya no me pegaron más, pero la que yo creía que era mi mamá y mis hermanos de crianza encontraron otra forma de maltratarme, una que no deja moretones de los que se pueden ver a simple vista porque son del corazón; es que para eso a la gente no le falta malicia. Empezaron entonces los insultos y las humillaciones: “¡Serví para algo, muerta de hambre, mal agradecida! ¡Desgracia la mía que tengo que criar hijas que no son mías!” Era lo que me decía todo el tiempo Pachita, y los hijos de ella también se empeñaron en volverme la vida amarga. Así fue como me enteré que solo mi papá era mi papá verdadero y que jamás iba a poder conocer quien fue mi mamá. ¡Ay, doctor, que pena no poder detener estas lágrimas! Es que duele conocer solo la mitad de quien es uno.
Así fueron pasando los años y cuando tuve once llegó a la casa un señor llamado Félix, amigo de uno de los hijos de Pachita; él tenía como 27 o 28 años, y desde que me vio me di cuenta de que me puso las ganas encima. En una ocasión me quedé sola en la casa, entonces me tiré en una colchoneta a ver televisión. Estaba tan cansada que me había quedado dormida. Algo me despertó y vi que un hombre estaba encima de mí. “¡Que es lo que me quiere hacer!” – le dije – y quise gritar; él me detuvo y me dijo: “Tranquila niña que no le voy a hacer nada”. Al tratar de levantarme vi que me había bajado los calzones hasta las rodillas. No sé si se asustó, pero ese señor Félix se fue inmediatamente de la casa y no volví a verlo sino meses después.
Cuando ya tenía trece años el señor Félix volvió a aparecerse por la casa, sentí mucho miedo. En esa ocasión se quedó por algún tiempo. De tanto verlo por allí y como ya no me molestaba como antes terminé perdiéndole el miedo, además yo era tan ingenua que no entendí lo que intento hacerme la primera vez. Recuerdo que un día yo estaba cocinando, él se acercó y se puso a ayudarme a picar cebolla y a lavar platos. De pronto me dio a beber un jugo, al rato de beberlo sentí que las cosas me comenzaron a dar vueltas; cuando me desperté estaba desnuda, sentía dolor y tenía sangre en medio de las piernas. Nuevamente yo no sabía lo que me estaba pasando, creí que me había enfermado, me dio miedo y decidí quedarme callada.
Pasaron los días y al ir a la casa de doña Lucrecia, que me estaba enseñando a leer y escribir, me notó como rara. “Voltéate mi ñaña, déjame ver, tienes las caderas anchas y los senos hinchados. Tienes cara de estar embarazada”, me dijo. Yo no sabía que era eso de estar embarazada. Cuando ella me explicó cómo era que se hacían los niños y cómo venían al mundo, yo lo único que le dije fue: “¿Y me va a doler?”. Doña Lucrecia de nuevo mandó a llamar a mi papá.
Se formó todo un escándalo en la casa. El señor Félix habló con mi papá y con Pachita, pidió que le dieran un tiempo para conseguir un lugar donde llevarme a vivir. Cuando lo hizo, me dijeron que tenía que irme con él, porque yo ya no era una niña sino su mujer. Yo, igual, no entendía nada de eso de ser mujer de alguien, así que no protesté. Entonces, del maltrato de Pachita y de mis hermanos pasé al maltrato de ese señor.
Durante el embarazo comencé a asistir al centro de salud a los controles, y como no quería tener más hijos las enfermeras me dijeron que fuera a un lugar donde podía planificar; allá me enseñaron sobre los métodos de planificación. Pero cuando ese señor Félix se enteró me dio una tunda que hasta ahora recuerdo y me dijo que las mujeres hacían eso cuando querían ser infieles, y como no me dejó planificar terminé teniéndole cinco hijos. Ya cansada fui sin decir nada allá a donde me dijeron que podía planificar y me operaron el mismo día. El papá de mis hijos nunca supo nada, sólo que como no volví a quedar en embarazo comenzó a pegarme a cada rato porque era muy celoso; me preguntaba qué era lo que me había hecho y siempre estaba reclamándome, pues, según él, yo dejaba entrar a mis amantes a escondidas a la casa.
En una época la plata se escaseó en la casa. El señor Félix se quedó desempleado, haciendo cualquier cosa, y sin muchas ganas tuvo que dejarme salir a trabajar a mí. En ese tiempo conocí gente que me fue abriendo los ojos, aprendí mucho en los trabajos que realicé hasta darme cuenta de que la mayoría de la vida había estado como dormida; eso me sirvió para ya no dejarme maltratar.
Conviví con el hombre que me violó por veintitrés años, y hace diez que por fin tuve el valor para liberarme. Ahora que lo pienso, parece como si el destino en verdad existiera. Mi vida ha sido muy dura, tuve cinco hijos y no conocí lo que es eso de enamorarse; lo que tengo he tenido que conseguirlo luchando mucho porque es como si las cosas para mí siempre costaran el doble de trabajo que para los demás, y eso a veces me cansa, aunque de todas maneras eso también me ha dejado cosas buenas. Allí están mis hijos, doctor, ¡son mis tesoros! Y el sufrimiento me ha hecho una mujer luchadora. A veces me acuerdo de todo y me da tristeza, a veces miedo, a veces tengo malos sueños…cuando eso pasa todo el día la paso mal, lloro, a veces me da rabia todo, incluso hasta mis hijos…quisiera salir corriendo o contarle a alguien pero no quiero chismes… Solo espero poder quitarme este dolor y poder salir adelante para darle a mis hijos lo que yo nunca tuve.
*Entrega de la colaboración entre Médicos Sin Fronteras (MSF) y El Meridiano 82.