Sergio González es un mexicano de ojos detenidos, camaléonicos, menudo y leve como una estatuilla indígena labrada en piedra y que mira a la eternidad. Debe estar acostumbrado a que le hagan siempre los mismos lotes de pregunta con respecto al Narco y la violencia mexicana, porque las responde en orden riguroso y apresurado. La pregunta esencial tiene que ver con su secuestro y tortura mientras inspeccionaba la ropa interior del Cartel de Juárez, al cual ha dedicado una monografía que vino a presentar en la FILBO 2012. Aun le interesa e investiga el tema del narcotráfico y sus redes, pero no regresó más a Ciudad Juárez porque aun pesa en su contra una amenaza de muerte y una orden de captura por difamación, aunque en realidad su prevención estriba en la dificultad de discernir en Ciudad Juárez la línea divisoria entre lo legal y lo ilegal, entre policías y delincuentes, puesto que los grados de corrupción de “El Narco” en los cuerpos de seguridad mexicanos hace que los policías sean tal delincuentes como los delincuentes que deben perseguir.
Tiene los labios secos y ampollados, Sergio González, como si hubiera atravesado el desierto con una cantimplora vacía huyendo de la diosa Coatlicue (la que da la vida y la muerte) o de su hijo Huitzilopochtli (que extraía corazones con una daga de obsidiana). Tiene unas orejas de manzana deshidratada con ligeras marcas encarnadas que se me antojan rastros de la antigua flagelación. Lleva una bufanda estorbosa que le mana del cuello como una catarata azul y una chamarra (chaqueta significa en México masturbación) de cuerina negra. Otra pregunta recurrente que tiene que responder por estos días en Bogotá se la hacen aquellos que buscan un paralelo entre la violencia colombiana y la violencia mexicana presumiendo que son consustanciales. Es una pregunta sin futuro, pero con pasado, porque el narcotráfico en Colombia no es el origen del conflicto armado. Nació y surgió a la sombra de otros conflictos sociales -sin solución al sol de hoy- hasta convertirse en las fortunas astronómicas que en los años ochentas fueron perseguidas por la extradición y desafiaron al gobierno con terrorismo. La forma como el dinero del narcotráfico pasó a alimentar los ejércitos de la guerra colombiana es el punto de inflexión en que puede establecerse un paralelo con los clímax de la violencia mexicana. Sin embargo, para despecho de aquellos genios efímeros que suponen el fin del terror con la legalización de las drogas, hay aun una variable que pasan por alto: que la guerra no es codependiente de la riqueza sino que la genera, y que puede convertirse en industria autónoma, y que una vez se corte el flujo de dólares del narcotráfico que acaso la multiplica solo la veremos resurgir en una nueva forma con ayuda de coltan, de oro, o de cualquier riqueza sublimada que convoque al ascenso social.
Para Sergio González (que menciona algunas conexiones entre carteles, pero se abstiene de mencionar los procesos colombianos), el narcotráfico mexicano sólo se puede entender en con el contubernio entre el Estado y crimen organizado. Es decir que, a diferencia de Colombia cuando los políticos advirtieron los grandes dividendos que arrojaba y se le echaron al cuello, en México la política no corrompió al narcotráfico; en México el Estado lo facilitó, prácticamente lo provocó. En las guerras centroamericanas de los años 80s las agencias de seguridad de Estados Unidos -DEA y CÍA- crearon, con apoyo del gobierno Mexicano, los carteles de Juárez y Tijuana, inicialmente como eslabones paramilitares para sufragar armas a la Contra salvadoreña y otras estructuras paramilitares de centroamérica. Al terminar las guerras civiles, estos carteles permanecieron activos, con amplias bases de militantes que vivían del tránsito y la conexión de la droga colombiana y el comercio de las armas y se habituaron a esta riqueza. Las estructuras permanecieron, al mando de militares en retiro, y se fortalecieron hasta crear las estructuras de poder que hoy han convertido a México en un hervidero que corroe diversas capas de la sociedad. Dice González que su investigación tiene algunos ejes centrales como tratar de establecer el refinamiento del sadismo que convierte a la tortura y los desmembramientos en una huella de estilo. Para Sergio González estas cabezas rodantes que escandalizan y dan la vuelta al mundo en periódicos de nota roja no son nada nuevo: obedece a pulsiones atávicas.
Tal vez tenga razón Sergio Gonzáles. Pienso que quien haya visto a la diosa Coautlicue con sus faldones de sierpe y las cabezas cortadas que la adornan y quien averigüe un poco sobre los ritos mexicas y vea las representaciones de quienes dominaban México con el terror de los sacrificios -a la llegada de los españoles se le agregó otro grado de sofisticación a las matanzas- y quien lea las descripciones de las masacres de la revolución mexicana narradas en El águila y la serpiente de Martin Luis Guzmán o se detenga en las imágenes terribles y bellas de las memorias extraordinarias de Nellie Campobello (Cartucho, Editorial Era), empezará a entender que el horror ha acompañado a México en toda su historia acopiada.
Otro estilo de pregunta que no se cansan de hacerle a Sergio González trata sobre medios y seguridad pública –que busca en el fondo una condena de su parte a los crímenes perpetrados contra el gremio, pero en el fondo lo ponen frente a una disyuntiva moral más importante que la condena en sí: ¿volvería a poner su vida en riesgo por perseguir una verdad periodística? Dice simplemente que el periodismo es su vocación, y que hoy el asesinato de periodistas en México es uno más de los riesgos profesionales. No significa que deje sin condena los crímenes perpetrados contra periodistas y cualquier ser humano, pero sugiere que, en su caso, por una vocación irrefrenable habría de llegar a dar la vida, claro.
Le piden dos fotos y accede, poniendo las manos en los bolsillos y alejándose del fotógrafo como quien avanza a un duelo de charros, pero desarmado.
Cuando volvemos, la ronda de preguntas se repite, ahora para otro medio. A iguales preguntas, iguales responsos. Al final, cuando noto el movimiento arrebatado de su bota, impaciente por acabar pronto, encuentro que tampoco tengo nada nuevo por preguntar. Sin embargo, encapsulo dos preguntas en una, de corte literario, para matizar.
Tienen que ver con lo que algunos críticos han condenado (desde Letras Libres -Rafael Lemus-, Valeria Luiselli -desde Nexos y recientemente desde los blogs de Random House-) el crecimiento exponencial de novelas que exploran la violencia mexicana. A ellos se ha sumado algunas voces de apoyo, académicas y vernáculas, de sectores que se refieren a esta tendencia literaria con reservas y críticas severas. Pregunta: ¿Es lícito que la literatura aborde con exploraciones estéticas las tragedias y lastres más visibles de una sociedad? Y a ese respecto: ¿en qué concepto tiene la elaboración casi documental que hiciera Roberto Bolaño sobre el caso Juárez en 2666 [La parte de las muertas], para la que usó como fuente la investigación de González?
Sergio González: “Creo que es un falso dilema y que es pugna por prestigios. Lo entiendo, en el caso de Valeria, porque es una escritora joven que tiene una enorme inquietud formal y le debe parecer una vulgaridad los decapitados y la violencia cotidiana. Ella quiere hablar de exquisiteces. Yo creo que es muy apasionado al final ese alegato de la crítica en general. En el fondo hay un reclamo. No creo que sea una opción fácil optar por temas de violencia, de ninguna manera. La literatura tiene muchos registros y es igualmente lícito que algunos escriban de asuntos formales o de metaliteratura como les guste, y que algunos puedan publicar una novela como la que acaba de publicar Valeria donde el tema es ella, su esposo y su bebé. Me parece lícito. Me parece muy bien. Yo no lo opondría a lo otro. Ni creo que haya superioridad de una cosa respecto de la otra. Pareciera que los escritores que optan por la violencia, que no son tantos (al menos los que escriben con calidad), estuvieran haciendo algo malo. En ese sentido creo que la novela de la violencia abordada por Bolaño recupera una vertiente muy importante que no olvida el sentido trágico de la vida. Estamos acostumbrados a literatura de entretenimiento o de conversación intelectual situada en grandes salones de la academia americana o de la academia española o de no sé… donde todo va a ser exquisito y hablaremos de los autores que nos gustan y blablablá… eso me parece bien, pero tampoco olvidemos que la literatura trata de lo más trágico, de lo más asqueroso que es el género humano; trata de desastres, de muerte, de coacción, de violencia, de abuso: esa es la materia de gran literatura. Lo especificó muy claramente Herbert Marcuse cuando dijo que la gran literatura es aquella que trata sobre “el encuentro de los amantes, el peso del destino, la experiencia del límite y el roce con la locura”. Si tú quieres escribir sobre tu familia, tu casa, en novelitas y blablablá, me parece perfecto, pero no reclames, porque la gran literatura está hecha justo de lo que tú estás cuestionando: violencia, opresión, depredación de la especie humana. Esa es la materia de la literatura. Por eso se justifica el dictum de Franz Kafka que decía “el ser humano tal cual es” ¿Qué mejor motivo para escribir literatura? Es lo que se cuestionó cuando todo el mundo volvió a mencionar a Theodor Adorno al decir “después de Auschwitz no puede escribirse poesía”. Tanto escritores como Imre Kertész y otros, que estuvieron en campos de concentración, dijeron: “No, justo por eso tenemos que escribir literatura”. Olvidémonos de la literatura como algo ornamental, perfecto, sublimado, hipertextual; son propuestas, pero no podemos descartar el verdadero fundamento de la literatura, y ahí está, en los grandes clásicos, desde Platón que presenta esta pulsión del morbo humano ante el descuartizamiento y las matanzas, hasta Dostoievski o Samuel Beckett. Claro, si tú crees que el sentido trágico de la vida es la nota roja, estás perdido. El sentido trágico no está en lo anecdótico ni en lo folclórico de la violencia. Yo creo que es una materia muy difícil y muy dura que va a estar ahí. Desgraciadamente, nos tocó enfrentarlo. Uno quisiera escribir novelas a lo Alain Robbe-Grillet. Yo quisiera, pero no me fue dado tampoco, con lo admirable que me parece Robbe-Grillet, y su formalismo, pero las realidades son como le toca a uno vivirlas”.
1. Huitzilopochtli – hijo de la diosa Coatlicue que daba la vida y la muerte- Códices, Google Imagenes
2. Sergio Gonzalez ante la prensa
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Stanislaus Bhor* Blogger http://www.unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com/