Colombia ya vivió lo que significa dejar que los conflictos políticos se resuelvan por fuera de las instituciones. La Constitución del 91 nos dejó una hoja de ruta. La pregunta es si tendremos, finalmente, la voluntad política de recorrerla.
Colombia ya vivió lo que significa dejar que los conflictos políticos se resuelvan por fuera de las instituciones. La Constitución del 91 nos dejó una hoja de ruta. La pregunta es si tendremos, finalmente, la voluntad política de recorrerla.

Por: Sergio Enrique Mosquera Córdoba – @SEMCordoba
Por estos días, la democracia colombiana no solo se expresa en las urnas o en el Congreso. Se está escribiendo en las plazas, en las calles, en los videos virales y en los símbolos que cada bloque político ha decidido enarbolar como parte de una disputa más profunda: la del relato fundacional de país. Lo que está en juego ya no es un simple giro de gobierno o un reemplazo de élites. Es, ni más ni menos, el alma del modelo democrático que regirá en el mediano plazo.
La “marcha del silencio”, paradójicamente ruidosa y simbólicamente potente, dejó en evidencia que el tablero político está marcado por dos bloques en abierta confrontación. De un lado, un progresismo que necesita trascender a Gustavo Petro y consolidarse como proyecto de país si desea tener viabilidad política más allá de 2026. Del otro, una derecha en reconstrucción que, luego del atentado a Miguel Uribe, encontró el elemento emocional que requería para cohesionarse y proyectarse en la etapa post-uribista.
Ambos bloques se encuentran atrapados en lo que podríamos llamar un conflicto existencial: sienten que la supervivencia de su visión de país depende de la derrota absoluta del otro. En esa lógica, todo se vuelve irreconciliable. La polarización no es un accidente, es un síntoma de fondo: los proyectos que se enfrentan no son negociables porque están hechos de mitos, de imaginarios identitarios que delimitan quiénes somos “nosotros” y quiénes son “ellos”.
Por eso, el centro político parece naufragar en su intento de mediar. Su identidad, tradicionalmente ligada a la institucionalidad y al acuerdo, se ve desbordada por una coyuntura en la que los consensos son mal vistos y los tonos grises pierden tracción frente a los relatos heroicos de los extremos. El centro aparece entonces como un lugar frágil, sin fuerza narrativa, con una capacidad limitada para convocar o contener.
No es casual que las derechas estén invirtiendo en la creación de un nuevo mito fundacional. La narrativa de orden, estabilidad y seguridad —reconfigurada ahora como defensa frente a un enemigo interno: el gobierno— les permite cohesionarse y convocar a sectores medios que sienten que el país ha perdido el rumbo. Ya no se trata del enemigo armado que desafiaba al Estado desde las selvas, sino del riesgo que, dicen, viene desde adentro, desde el mismo poder.
Mientras tanto, el progresismo encuentra en la Consulta Popular su propia plataforma mítica: la idea de que el pueblo puede y debe defender sus reformas frente a una institucionalidad capturada por quienes se oponen al cambio. Así, ambos bloques caminan en paralelo, levantando sus banderas, marchando, gritando, votando. Pero sin escucharse.
En este contexto, las instituciones ya no están funcionando como espacios de arbitraje y resolución de diferencias. Por el contrario, se han convertido en el terreno donde se despliega la confrontación. El Congreso, las Cortes, incluso los organismos de control, parecen estar siendo absorbidos por esta lógica binaria que todo lo divide entre amigos y enemigos.
La posibilidad de una Constituyente ronda como salida a la crisis política, pero no puede ser asumida con ligereza. Soy un defensor de la Constitución del 91, una carta política avanzada que consagró derechos, reconoció la diversidad étnica y territorial, y creó mecanismos de participación y control ciudadano. Esa Constitución tiene las herramientas necesarias para materializar las transformaciones sociales que hoy Colombia le adeuda a sus sectores más excluidos. Sin embargo, por falta de voluntad política —unas veces del legislativo, otras del ejecutivo, y muchas veces de ambos—, esas herramientas han quedado reducidas a promesas no cumplidas, a letra muerta. Apostarle a una nueva Constituyente sin resolver primero esa falta de voluntad solo trasladaría el conflicto a otro escenario sin garantizar una solución.
Lo ocurrido en Chile debe servirnos como advertencia. Tras el estallido social de 2019, ese país optó por una Asamblea Constituyente como respuesta a las demandas populares, pero el proceso fue cooptado en su segunda etapa por sectores conservadores, que terminaron imponiendo una visión regresiva del orden institucional. El resultado: una nueva Constitución propuesta por la derecha radical, que fue ampliamente rechazada en las urnas por la ciudadanía. Ese desenlace muestra los riesgos de abrir procesos constituyentes sin un consenso mínimo ni garantías democráticas claras. En contextos de polarización, una Constituyente puede dejar de ser una herramienta de transformación progresiva y convertirse en una estrategia de restauración autoritaria. Colombia no está exenta de ese riesgo: si el nuevo pacto social se entrega a quienes ven en la exclusión y el miedo una plataforma de poder, se corre el peligro de retroceder en derechos, cerrar espacios de participación y desmontar avances históricos en justicia social y reconocimiento de las diversidades.
La violencia reciente contra líderes políticos —57 casos en apenas tres meses— no puede leerse al margen de este contexto. Es el síntoma de una democracia donde los canales institucionales se han erosionado y la confrontación se desborda hacia lo físico, hacia el cuerpo de quienes representan una idea, una propuesta o una voz disonante.
En medio de esta fractura institucional, tres eventos recientes dan cuenta del momento crítico en el que estamos: la reunión en la Curia Arzobispal —convocada por el cardenal primado José Luis Rueda— entre el presidente Gustavo Petro, el presidente del Senado, los presidentes de las Altas Cortes y los jefes de entes de control; la posición del registrador nacional, Hernán Penagos, quien anunció que no tomará decisiones frente a la convocatoria de Consulta Popular hasta que el Consejo de Estado no emita un concepto; y el incierto futuro legislativo de la reforma laboral, que a pesar de haber sido revivida, enfrenta un Congreso dividido y una clase política cada vez más presionada por tomar partido.
Lo que estamos presenciando no es una simple tensión coyuntural. Es una disputa estructural sobre el tipo de democracia que queremos. Las posibilidades de desescalamiento son escasas porque los incentivos para negociar son débiles, y los relatos que hoy movilizan a los bloques son excluyentes por definición. No son programas de gobierno, son mitologías en las que cada bando ha encontrado identidad y propósito.
El desafío es mayúsculo: o encontramos una manera de canalizar el antagonismo dentro de los marcos democráticos existentes, o nos exponemos a que la polarización siga creciendo hasta convertir la política en una zona de guerra simbólica permanente, donde solo sobrevivan los discursos más extremos.
Colombia ya vivió lo que significa dejar que los conflictos políticos se resuelvan por fuera de las instituciones. No podemos darnos el lujo de repetir esa historia. La Constitución del 91 nos dejó una hoja de ruta. La pregunta es si tendremos, finalmente, la voluntad política de recorrerla.
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