El Cuchenials

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Mi segundo hogar

Fue el 1º de octubre de 1987 cuando comenzó, por decirlo de alguna manera, mi idilio con el que para muchos, y pienso que de manera acertada, consideran que es el mejor periódico del mundo.

Ese día será inolvidable, pues aunque el compromiso que me encomendaron era simple (sacar fotocopias en el Centro de Documentación con un salario de $21.000), para mí era motivo de orgullo pertenecer al diario de la familia Cano. Recuerdo que llegué temprano, antes de las 8:00 de la mañana, la hora reservada para comenzar la jornada laboral, minutos que aproveché para reconocer el entorno que me rodearía por un largo tiempo.

Me sorprendió el color blanco de su fachada y en especial el logo de color negro en el que se leía: «El Espectador, diario de la mañana fundado en 1887». Es decir, que estaba a minutos de descubrir muchos de los secretos de lo que se vivía por dentro del periódico más antiguo del país y que para ese entonces se había convertido en un adalid de la libertad de prensa, tras las denuncias hechas por los malos manejos del Gupo Grancolombiano y el deseo de permear las diferentes instituciones por parte del narcotráfico, en especial por Pablo Escobar, lo que en últimas significó, como ya mencioné, el asesinato de su director, el 17 de diciembre de 1986.

No había que esperar mucho para encontrarse con parte de la historia de El Espectador, pues en el recibo de entrada lucían orgullosos dos bustos de color negro. Uno de ellos, el de don Fidel Cano, el fundador, y el otro el de don Guillermo Cano, quien por defender las ideas del periódico y, en especial de la maltrecha democracia colombiana, había entregado lo más sagrado, su vida. Posteriormente, tras tener la autorización para ingresar a las majestuosas oficinas, el trabajador o visitante se encontraba de frente con una prensa Washington, en la cual don Fidel, en la calle del Codo de Medellín, le dio vida a un impreso de cuatro hojas, al que bautizó con el nombre de El Espectador.

Resultaba irónico, entonces, que el querido diario, a finales de la década de los 80, prácticamente no pudiera circular en la ciudad natal y lo más triste que no fuera muy bien visto en esa región, porque pese a que el tiempo lo llevó a la capital del país, sus fundadores se sentían orgullosos de sus orígenes. Pisar esas oficinas fue emocionante y lejos de mí imaginar que se convertiría, por muchos años, en mi segundo hogar.

Desde el primer día me sentí identificado con El Espectador y aunque cada fotocopia que me pedían la sacaba con cariño, de reojo miraba la sala de redacción y me imaginaba que algún día podría pertenecer a la misma. Era como una esponja dispuesta a absorber cada gota de conocimiento y por eso aprendí que don Fidel Cano había dejado en claro cuáles serían los lineamientos de su periódico y el compromiso adquirido a partir de su fundación, el 22 de marzo de 1887″: El Espectador trabajará en bien de la patria con criterio liberal y en bien de los principios liberales con criterio patriótico».

Un compromiso que defendió con creces y que a la postre le significó a los herederos, con el correr de los años, perder el periódico para dejarlo en manos de uno de los grupos económicos más poderosos del país. El edificio de la Avenida 68 No 23-71, que se convirtió en el blanco de Pablo Emilio Escobar Gaviria, era motivo de orgullo para la familia Cano por su moderna arquitectura y porque podía albergar con comodidad a los empleados que habían adelantado su labor en la sede de la Avenida Jiménez con Carrera 4ª, en el pleno corazón de la ciudad, pero también podía recibir en su seno a la impactante rotativa de seis unidades, una Gosh Metro de color naranja que impactaba por su tamaño y mucho más cuando se ponía en funcionamiento.

Los pisos de la sede de la 68 eran brillantes y la primera planta estaba reservada para la parte administrativa y comercial, pero era en el segundo piso donde se vivía el fervor del periodismo. Resultaba emocionante escuchar las máquinas de escribir a «todo vapor» y ver cómo cada uno de los periodistas cumplían su labor con un amor especial, sin importar las extenuantes jornadas de trabajo, que casi siempre estaban acompañadas por una gran taza de café y para la mayoría por un cigarrillo.

Lejos se estaba de la era digital y hacer un periódico era como ir armando un rompecabezas, el cual iba tomando forma gracias a un trabajo de equipo. La reportería era la razón de ser del diario y por eso en las mañanas, tras cumplirse religiosamente el consejo de redacción, en el que se definían los temas más importantes del día (claro está que sin poder predecir las noticias inesperadas), la sala de redacción quedaba semivacía porque en El Espectador de esa época se dejaba en claro que el periodismo estaba en la calle y no detrás de un escritorio.

Así las cosas, periodista, reportero gráfico y conductor, como miembros de una misma familia, salían en búsqueda de la noticia y lo hacían en vehículos que eran identificados por un nombre muy particular: «La Chiva», un término muy periodístico que significaba la exclusividad de una noticia, algo que se celebraba porque se trataba de un triunfo frente a la competencia. Era en la tarde cuando el «tac, tac, tac, tac» de las máquinas de escribir se convertían en un una sinfonía, que se hacía aún más fuerte al momento del cierre de la edición nacional, que era cerca de las seis de la tarde.

Los artículos se medían por cuartillas, unas hojas de tamaño oficio de papel periódico, en las cuales se escribieron muchas de las principales noticias del país y denuncias como las que publicó don Guillermo Cano en su columna conocida como Libreta de Apuntes. Porque fue a través de esa vitrina que don Guillermo puso en evidencia al narcotráfico y a Pablo Escobar Gaviria, quien se presentaba como un hombre de bien, al punto de alcanzar un puesto en el Congreso Nacional.

Esas cuartillas pasaban a la sección de fotocomposición, lugar reservado para hábiles mecanógrafas que en un incipiente procesador de textos levantaban los artículos, que tras recibir un comando eran codificados por una máquina gigantesca, que luego de unos minutos expulsaba las tiras de texto, que luego de ser engomadas iban a parar al departamento de armada, en el que los «armadores», con bisturí en mano, le iban dando forma a la página que había sido previamente diseñada también de forma manual.

Una vez completada la página, con textos y fotos (procesadas se llamaban PMT), la misma pasaba al departamento de fotomecánica, en el que literalmente se le tomaba una foto para luego obtener un negativo, el cual era quemado en una plancha para volverlo positivo y quedar listo para alimentar las mantillas de la rotativa, la Gosh Metro, que hacía retumbar el edificio.

Así era de lunes a viernes y durante la edición Nacional, Costa y Bogotá, esta última, por obvias razones y porque se cerraba sobre la una de la mañana, con la información más completa del acontecer diario…

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