El estallido social que nos ha sacudido a los colombianos tiene muchas causas, orígenes diversos y múltiples protagonistas. Algunos son responsables, otros son irresponsables; unos y otros son culpables, pero es para todos un despertador que retumba en los oídos sordos de gobernantes y ciudadanos que están obligados a escuchar tanto a los unos, especialmente jóvenes, que quieren un futuro mejor, como a los otros, que se esfuerzan para que nada vaya a cambiar.
Pero unos y otros, a pesar de la polarización a la que nos ha llevado la política especialmente, no deben comportarse como enemigos; aquí cabemos todos si logramos superar unos obstáculos y ceder hasta llegar a ciertos consensos que son razonables para cualquier observador.
Nadie podrá asegurar que tiene la solución a esta crisis y probablemente no exista una solución única, pero todos podemos contribuir con ideas y propuestas. Personalmente me siento motivado y autorizado para opinar y proponer en materia de educación. Y lo quiero hacer solo en esa materia, restringiéndome a la educación superior y particularmente a la educación universitaria para no caer en la tentación de hablar de lo desconocido.
Recordemos que en América Latina se conquistó la autonomía universitaria en 1918 en la Universidad de Córdoba (Argentina) y desde entonces se ha extendido a prácticamente todas las demás universidades latinoamericanas, pero con diversos matices que han facilitado la apertura de ciertas fisuras que terminan convertidas en grietas por las que se permea frecuentemente esa autoridad y capacidad que tienen las universidades para darse sus propias reglas a través de sus estatutos, así como la de nombrar a sus autoridades académicas. Basta examinar por ejemplo la alarmante introducción de los vicios de la política externa, especialmente en algunas universidades públicas regionales colombianas.
La autonomía universitaria en Colombia está consagrada en la Constitución del 91 y la podemos invocar para resolver muchos conflictos, pero hay un elemento que la debilita enormemente y es la financiación. Ella no puede estar a merced de la buena voluntad de un gobierno y menos aún puede depender de la opinión sesgada de un ministro de hacienda, ni de las cuentas equivocadas de algún senador cercano a ellos.
La supervivencia de las universidades públicas, que son las verdaderas asesoras en las que se deberían apoyar los gobernantes, debe estar plenamente garantizada y no puede admitirse que sea su financiación el enemigo que siempre está al acecho de su autonomía.
La Ley 30 de 1992 creó un mecanismo de financiación con base en el IPC que al cabo de estas tres décadas ha mostrado sus debilidades y ha puesto en evidencia que no es el adecuado para cubrir los costos de la educación superior, pues claramente éstos crecen a un ritmo mayor.
Un buen ejemplo de una de las causas por las que las transferencias anuales no son suficientes para cubrir esos costos es el hueco que creó el Decreto 1279 de 2002. En efecto, con el fin de estimular la investigación en las universidades, el gobierno del expresidente Pastrana ideó un mecanismo para que las publicaciones de los profesores universitarios tuvieran un incentivo económico que va a la base salarial del profesor. La idea fue estupenda y logró su objetivo, además del aplauso general por esa decisión, pero los recursos para cubrir esos nuevos costos no fueron incorporados en los presupuestos de los años siguientes, así que al cabo de dos décadas, aún las universidades están obligadas a cubrir esos estímulos con los recursos propios que logran generar. La lógica parece perversa: por un lado la institución celebra que sus profesores realicen publicaciones de impacto, producto de sus investigaciones o como resultado de los trabajos de tesis dirigidas, pero por otro lado se lamenta de tener que cubrir los estímulos que le ordena un Decreto presidencial que desde su aprobación ningún gobierno ha querido revisar ni atender con el presupuesto necesario.
Lo mismo ha sucedido con los aumentos salariales para empleados públicos por encima del IPC, conseguidos en los últimos años. Se ordena un porcentaje mayor, que es ampliamente anunciado y celebrado, pero solo se transfiere a las universidades lo mínimo que ordena la ley con base en el IPC, obligando a sus directivas a desviar la concentración de sus esfuerzos, ya no en la atención de las funciones misionales esenciales, sino en la búsqueda de más recursos que permitan cubrir los pagos que ordena el gobierno.
Con base en esta experiencia, el anuncio de la “matrícula cero” para estratos 1, 2 y 3, con el claro propósito de negociar con ello en medio del paro actual, me despierta una gran desconfianza.
Por supuesto que la gratuidad es posible y justa. Unos 600.000 estudiantes de universidades públicas (más del 90%) pertenecen a los estratos 1, 2 y 3 y el recaudo correspondiente por matrícula anualmente es apenas cercano a los $300.000 millones. Eso indica que el esfuerzo para el gobierno no es un imposible; pero esta gratuidad no puede aprobarse solo por un semestre o por un año, la gratuidad debe garantizarse para todo el pregrado, condicionada, claro está, al rendimiento académico satisfactorio de los estudiantes beneficiados y limitada al tiempo previsto de duración de los programas académicos.
Hay múltiples aristas para considerar y que pueden ser combinadas con la gratuidad de la educación universitaria; una de las más importantes es la cobertura, pero no pretendo en esta nota abordarlas todas, sin embargo sí me atrevo a proponer una fórmula que resolvería en forma óptima el tema de la financiación de las universidades y que eliminaría la enorme y bien ganada desconfianza que existe en ellas hacia los gobiernos. La propuesta consiste en garantizar la financiación de las universidades, así como la gratuidad para sus estudiantes, consagrándolas en la Constitución (como la autonomía universitaria, pero sin grietas), dejando asignado un porcentaje anual razonable del PIB en la fórmula que se apruebe.
Naturalmente una enmienda o adición constitucional requiere una gran voluntad política ¿existirá?
@MantillaIgnacio