La reciente aprobación del proyecto de ley que establece la gratuidad de la matrícula en los programas de pregrado que ofrecen las universidades públicas del país es un anuncio, en general, bien recibido por todos los colombianos. Esta nueva ley, que no solo cobija a las universidades, sino que se extiende para las 64 instituciones de Educación Superior Pública que tiene Colombia con las instituciones técnicas profesionales y tecnológicas, tiene un impacto fiscal anual cercano a $ 1,3 billones, de acuerdo con la ponencia preparada para su aprobación.
Se espera que la ley de gratuidad contribuya a incrementar la cifra de estudiantes que ingresan a la educación superior y que actualmente es de aproximadamente el 39% de los bachilleres. En el caso de las universidades, beneficiará a unos 650.000 estudiantes que actualmente cursan sus carreras en universidades públicas.
No han faltado, sin embargo, algunas críticas al proyecto; especialmente dirigidas a rechazar que esta sea una medida de beneficio universal y que no se enfoque únicamente en los estratos 1, 2 y 3 que comprenden cerca del 80% de la población estudiantil de la universidades públicas. Personalmente creo, por el contrario, que es un acierto que beneficie a todos los estudiantes y que el reto de ingresar a una universidad pública por mérito tenga ese incentivo adicional al de la formación de calidad. También es un acto de justicia con el sacrificado estrato 4, por ejemplo, cuyos jóvenes no tienen exenciones por no ser suficientemente pobres, pero tampoco pueden acceder a instituciones privadas de calidad, por no ser suficientemente ricos.
Naturalmente el tema tiene múltiples aristas y puede argumentarse a favor o en contra porque el proceso de admisión a las universidades públicas no es completamente justo y quien no ha recibido una educación secundaria de calidad estará siempre en desventaja. No obstante, hay que reconocer que en Colombia hemos avanzado para reducir esas brechas, aunque aún puede hacerse mucho más, y un factor que ha contribuido a esa reducción es la gratuidad en los diferentes niveles previos de formación. Por otra parte, tampoco puede convertirse la admisión en un sorteo que prive a las instituciones públicas de formar a los mejores aspirantes, ni privar a los jóvenes con mejor perfil académico para que ingresen a una universidad pública, independientemente de las condiciones económicas de sus familias.
Actualmente existen en las universidades públicas programas de admisión especial para poblaciones vulnerables y funcionan también programas de bienestar que van más allá de la “matrícula cero”, para garantizar la permanencia y el rendimiento académico satisfactorio de todos los estudiantes. Estos programas podrían ahora ampliarse o fortalecerse si se establece un aporte solidario y voluntario de algunos estudiantes, acorde con las posibilidades económicas familiares, que compense el ahorro que significa la gratuidad en su matrícula y que contribuya al bienestar de sus compañeros más vulnerables.
Pero hay un aspecto que me parece más importante de señalar y que debería aparecer en la reglamentación de la ley, a cargo del Ministerio de Educación; reglamentación que deberá estar lista en un plazo de seis meses. Me refiero a los limites y condiciones que debe tener la gratuidad: ningún colombiano debería beneficiarse de esta ley para realizar estudios en más de una universidad pública, por ejemplo; y debe estar condicionada a un rendimiento académico satisfactorio, así como limitada al tiempo previsto de duración de los programas académicos.
Con referencia a este último aspecto hay que ser cuidadosos para no impactar negativamente a poblaciones tales como madres cabeza de familia, por ejemplo, quienes requieren de un mayor tiempo para cursar sus carreras, pero sí es indispensable tener un justo equilibrio y control sin olvidar que la gratuidad en la educación superior pública no es un tema aislado que pueda dejarse de relacionar con otros temas sociales.
Afortunadamente existe ya en Colombia, desde el año 2002, un Sistema de Créditos Académicos para la evaluación de la calidad, así como para la transferencia y cooperación interinstitucional. Un Crédito Académico es la unidad que mide el tiempo estimado de actividad académica del estudiante en función de las competencias profesionales y académicas que se espera que el programa desarrolle. Así, se establece que un Crédito Académico equivale a 48 horas totales de trabajo del estudiante, incluidas las horas con acompañamiento docente y las demás horas que deba emplear en actividades independientes de estudio, prácticas, preparación de exámenes u otras que sean necesarias para alcanzar las metas de aprendizaje propuestas. Comúnmente una asignatura que se cursa en un semestre académico de 16 semanas demanda 4 créditos y la mayoría de las carreras son programas de 160 créditos que un estudiante debería cursar en 8 o 10 semestres.
Como se puede comprender, dependiendo del número de créditos de un programa, se podría y se debería limitar el número de matrículas gratuitas que un estudiante puede disfrutar, así como también una carga académica mínima. Los ejemplos de estudiantes que en décadas pasadas permanecieron entre 20 y 30 semestres en la universidad para cursar una carrera de 10 semestres no deben repetirse.
Tampoco se trata de reinventar la rueda. Las universidades públicas llevan muchos años pensando y resolviendo estos problemas y el Ministerio de Educación debe aprovechar todo ese conocimiento que han acumulado las universidades no solo para imaginar posibles soluciones sino para imaginar, con base en experiencias, los nuevos problemas que pueden surgir con la gratuidad. El Estatuto Estudiantil de la Universidad Nacional, aprobado en 2008, identifica y resuelve, usando el Sistema de Créditos Académicos, algunas de estas dificultades y es un buen documento de referencia tanto para el Ministerio de Educación, como para todas las demás universidades públicas colombianas ante la gratuidad recientemente aprobada.
@MantillaIgnacio