Los vertiginosos cambios a los que nos adaptamos de generación en generación suelen medirse por los saltos tecnológicos, por los avances en la medicina, por los nuevos hábitos alimenticios, por el volumen de información y en general por el aumento de comodidades o de herramientas para el bienestar. Y si nos restringimos a la cantidad de datos y de información disponibles hoy, nos sorprendemos al saber que éstos se duplicaron en tan solo los últimos dos años.
Normalmente las personas no tenemos necesidad de las cosas que no conocemos. Hace 30 años, por ejemplo, no necesitábamos de un celular. Pero mi reflexión hoy es más bien sobre lo contrario, sobre las cosas que antes necesitábamos y que han sido reemplazadas sin que seamos conscientes; porque esa transformación debida a tantos cambios que estamos viviendo ha traído también unos nuevos hábitos que han arrasado con algunos placeres que no valorábamos, un bienestar que tuvimos y que sí nos hace falta, de esas cosas que perdimos sin darnos cuenta y que sólo al volver a identificarlas y reconocerlas como parte de nuestro bienestar perdido las echamos de menos.
Tal es el caso del silencio. Sí del silencio. Es difícil encontrar actualmente un lugar público o privado alejado de ruidos e interferencias. La contaminación acústica es tan grande como la ambiental, o mayor, y el paisaje sonoro es tan diverso como nuestra fauna tropical.
Pero la forma de atacar el mal es peor aún: se cree que para disminuir unos cuantos decibelios de ruido, de origen diverso, basta cubrir las orejas con unos modernos y poderosos audífonos para oír música a alto volumen. No sé de dónde sale la fórmula actual para buscar el silencio según la cual: R decibelios de ruido se eliminan con M decibelios de música; es decir, se cree que R + M = 0. Y lo que es peor, otros creen que cuando M es bastante mayor que R, entonces R + M = M. Yo creo, por el contrario, que en cualquier caso el resultado es M + R decibelios de música contaminada de ruido.
Fui consciente de la importancia de poder disfrutar del silencio hace algunos meses, cuando estuve en la ciudad de Berlín y después del cansancio que sentía tras una larga caminata que incluyó un recorrido por la Isla de los Museos y una visita a la Universidad Humboldt, llegué hasta la Puerta de Brandenburgo y descubrí en un costado de esa emblemática plaza (bautizada como Plaza de París) un lugar destinado al silencio.
Se trata de una edificación con un salón abierto para todos, que como allí mismo lo describen, acoge a quien quiera entrar y tomar un descanso, independiente de toda religión, procedencia, ideología, color de piel o constitución física. Se puede tomar asiento y permanecer en silencio el tiempo que se desee, con el fin de relajarse y olvidarse del estrés de la ciudad y recobrar fuerzas.
En pleno centro de la ciudad, en una zona que siempre está llena de turistas de todo el mundo, este lugar de Berlín que recuerda, como pocos otros, los horrores de la guerra, está adecuado para pensar y meditar en los tiempos dolorosos del pasado, así como para estimular el valor de la paz. El “Lugar del Silencio”, como se le llama, es una constante exhortación a la hermandad y a la tolerancia entre las personas y una advertencia contra la violencia y la xenofobia. Renunciando a cualquier símbolo religioso, ideológico o político, el lugar está decorado con un arreglo neutral y sencillo ubicado en la parte central, frente a las sillas disponibles para los visitantes. Se trata de un tapiz diseñado para simbolizar la luz penetrando en la oscuridad. Al ingresar al recinto hay una pared azul con la palabra “Silencio” y un discreto cartel que promueve la paz. El aislamiento logrado es admirable, pues una vez se ingresa, el silencio es total y el placer que se experimenta es un extraño sentimiento que pocas veces tenemos oportunidad de apreciar en la actualidad.
Lo peor es que el silencio está desapareciendo de los lugares que le eran propios, como las iglesias y catedrales, pues en muchos casos éstas se han convertido en lugares para promover el turismo y en otras hay que luchar contra el ruido que llega de la calle, del estruendo de los motores de carros y aviones y hasta del zumbido de helicópteros. Y peor aún, las iglesias católicas, por ejemplo, que fueron construidas y adecuadas para orar en silencio y celebrar allí todas las ceremonias religiosas, permanecen cerradas y son reemplazadas por los corredores de los centros comerciales para orar en grupo o para ir a misa un domingo.
En una columna de Umberto Eco sobre este tema, publicada en el año 2000, decía usando su acostumbrado humor, que “… es posible que Dios esté en todas partes, pero difícilmente lo encontraremos en medio de un estruendo infernal”.
En un futuro posiblemente el silencio será un artículo de lujo que al no poderse adquirir como bien de consumo, sólo podrá disfrutarse en los pocos campos y bosques que dejemos en pie, tras la torpe devastación que estamos llevando a cabo diariamente. Seguramente se valorizarán los escasos lugares para disfrutar del silencio y será entonces un gran plan irse de vacaciones a internarse en los monasterios tibetanos.
@MantillaIgnacio