Don Ramón, psicología laboral

Publicado el ramon_chaux

4 destinos, un trabajo…

 

Destino

“El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos” William Shakespeare (1564-1616)

Carlos siempre quiso ser médico. Paola soñó con ser profesora. Mauricio desde chiquito, tenía un letrero en la frente, puesto por su padre: “abogado”. Todos tres hicieron el esfuerzo, la tarea grande de dedicarle casi seis años de su vida a formarse para alcanzar sus sueños, en alinear el destino con su vocación y así ser felices. Es que, dicen los mayores, si se quiere tener éxito y ser feliz en la vida hay que estudiar y esforzarse por alcanzar los sueños.

Andrés, nuestro último personaje, no estudió nada, solo quiso dejarse llevar por el vaivén de la vida y a duras penas, después de reprobar tres años, se graduó de bachiller.

Aún recuerdo el día que se graduó Carlos de médico: sus padres orgullosos le regalaron un carro. Tarjeta de participación a 300 amigos y familiares, aviso en el periódico y una cena privada. Y esa noche, al calor de los tragos y la comida suculenta, sus papás durmieron contentos, como quien se acuesta con un orgullo en el pecho atrapado, ese mismo de sentir el deber cumplido: «¡Nuestro hijo se dedicará a salvar vidas!» pensó su madre orgullosa, antes de quedarse dormida.

Carlos, por esas cosas del destino, era amigo personal de Paola, la profesora. “El doctor” como le decían en su familia, pronto inició su trabajo en un hospital, e hinchó su pecho y suspiró profundo, contento y agradecido con la vida cuando hizo su primer turno. «La felicidad está servida», pensó. No quiso apostar nada al azar e intuyó con algo de desgracia, que el camino al éxito salvando vidas era cuestión de tiempo. Cuando ya tenía tiempo de atender pacientes, ya había asumido partos, paros cardiacos, abscesos, huesos rotos y había firmado, incluso, tres defunciones, apareció Paola en su consultorio. Hacía ya 5 años que Paola era docente.  «Carlos, lo tengo todo», dijo en tono un poco triste. «Soy profesora de un colegio que me gusta, me pagan bien, amo mi trabajo y enseñarle a los niños es lo que quiero hacer toda la vida».  Carlos, siempre tan diplomático tuvo que aguantar las ganas para decirle que sólo tenía 15 minutos, que ese espacio no era para conversaciones privadas y había diez pacientes en el pasillo…la profe, como le decían todos cariñosamente, se encargó brevemente de enunciar el motivo de su consulta. «Carlos, cuando hablo más de una hora seguida mi voz pierde volumen y ya los niños no me escuchan… además después de estar parada en la tercera clase las piernas se me hinchan». Después de la revisión y exámenes Carlos hubo de ser claro con Paola: Tienes una debilidad en las cuerdas bucales: no puedes hablar más de una hora y frente a las piernas dijo simplemente «son varices», sin mirarla mientras escribía en su cuaderno de médico.

Mauricio, al contrario de Carlos y Paola, empezó a trabajar desde los 20 años. Estaba en el segundo año de carrera cuando entró de cajero a una entidad financiera. El requisito para ser cajero y contar billetes era ser estudiante universitario y Mauricio iba a ser abogado, ya tenía su novia y quería tener dinero para sus gastos. No veía la hora de graduarse para pedir un traslado o un ascenso en la empresa o sino para salir corriendo a buscar trabajo, un verdadero trabajo pensaba el, «ya casi soy abogado». Pero necesitaba graduarse primero.

Y el más loco de todos, Andrés, que no estudió nada anduvo por muchos trabajos. Al final se vinculó con una empresa de transporte donde debe cargar y descargar mercancía. Despreocupado por problemas ajenos, no reniega de su trabajo y hace 6 años está casado, está enamorado de María y ya espera su tercer heredero.

Pasó el tiempo, no sé, ¿tal vez unos cinco años? Carlos se aburrió de su oficio. «Eso de trabajar sábados, domingos y festivos es para burros», decía. Tampoco era bueno para trasnochar cuando le tocaban esos turnos. Muchas veces se quedó dormido en la camilla detrás del biombo de urgencias. Entonces estudió una especialización en gerencia y administración en salud. Hace una semana lo encontré y me contó que ya trabaja en oficina. Es director administrativo de una clínica y su horario es como un trabajador cualquiera. Ya no se unta de sangre, ni usa guantes, ni atiende partos, ni mocos ni fracturas. No señor. Ahora maneja presupuestos. Evalúa los proveedores del aseo, se preocupa porque lleguen pronto las gasas y las penicilinas, el acetaminofén y los ibuprofenos. Me di cuenta muy pronto que Carlos era más un gerente que un galeno.

¿Y Paola? ¿La profesora, dice usted? «sí señor, aquella de la debilidad en la voz y el dolor y tembladera en las piernas». Pobrecita, ella no pudo trabajar más. Aguantó hasta los diez años. No la despidieron pero ella renunció por pena pues por cada día de trabajo se incapacitaba tres y antes de que la echaran ella misma decidió apartarse de su trabajo antes de que le dijeran que se fuera. Ahora cuida dos niños de un vecino, vive con algunas dificultades, recordando a sus niños y su tiempo en la escuela mientras sortea las facturas y los gastos de la comida. «la salud está primero» dice con cierta tristeza, mientras se peina con la mano la cabeza y después mira para otro lado, como para evadir el tema, o para evitar que vean un pequeño cristal que asoma por una de las esquinas de su cara.

Mauricio al fin logró el deseo de su padre: Se recibió de abogado pero no tuvo carro de regalo pues venia de una familia pobre. Estudio con crédito. Enmarcar el diploma en la mitad de la sala el mismo día que se lo entregaron y una soberbia comida casera le dieron la bienvenida al sueño de su padre: ser abogado. Intentó primero ser independiente pero los precios de la oficina, el costo de secretaria no compensaba sus ingresos. La mayoría de buenos negocios los llevaban abogados ya con clientela, con 15 y 20 años de experiencia. Después de intentar dos años de litigar independientemente y soportar la angustia de su padre por fin consiguió un trabajo en una oficina. Su trabajo es en cobranzas. No tiene que ir a juicios, ni sacar gente de la cárcel, ni hablar tan elocuente como se ve en las películas. Todo es con documentos, hacer trámites y hacer actas de embargo de casas de gente que se queda sin trabajo. «Una realidad muy lejana del brillo y del esplendor que soñaba mi papá», pensaba, mientras movía un puño hacia adelante maldiciendo no haber cumplido su deseo cercenado de haber estudiado zootecnia, que era de verdad su pasión.

Ahora que han pasado 12 años desde aquel día en que le regalaron su primer carro, Carlos ya no trabaja en la clínica. Ahora es gerente del comité medico de su provincia. Se la pasa organizando convenciones y recibe honorarios por representar a su gremio ante entidades gubernamentales. Sus preocupaciones son jugosos contratos, facturas millonarias. Cuando le duele la cabeza a su hija corre para urgencias porque, como dice el mismo, «la medicina asistencial hay que estudiarla todos los días y yo ya no estoy para eso”.

Paola espera su pensión. Ya no cuida niños y vive de lo que le envía su hijo, enrolado en la marina de EEUU que después adquirió ciudadanía y obtuvo un buen empleo. No se le puede tocar el tema del colegio y de ser profesora porque se enferma de llanto y de los nervios.

Mauricio se quedó sin trabajo. Eso de estar quitándole cosas a la gente por el sólo delito de quedarse desempleado le pareció una injusticia. Un día, deliberadamente, omitió un trámite para despojar a una pareja ya casi anciana de su apartamento. Le culparon de negligencia y fue despedido con «justa causa». La empresa vivía de los bienes que arrebataba a quienes por infortunio del destino no podían pagar sus cuentas. Intentó conseguir trabajo pero debido a que no podía dar referencias de su anterior trabajo y por su edad (al escribir este testimonio se cree que debe rondar los 40 años) no logró ubicarse como abogado. Según dicen por ahí ahora maneja un taxi. Nadie sabe si es propio a ajeno, pero sus cercanos agradecen que antes de que pasara eso falleció su padre, quien murió con el sueño cumplido de ver a Mauricio convertido en respetable abogado.

A Andrés, o «Andresito» como le dicen sus amigos, le faltan 5 años para jubilarse y ya hizo su casita de dos pisos en un barrio pobre pero decente. Me cuentan que sus hijos, «mis muchachos» como suele el decirle, ya están en bachillerato. Cuando se emborracha los sábados le da por decir que ha trabajado muy duro pero que es feliz, que ha logrado lo que ha querido. Que está orgulloso pues tiene su «rancho propio», que no falta un plato de comida y mal que bien «los muchachos tienen su estudio y están bien alimentados». Su tema principal cuando está con amigos son sus hijos.

Su única pena se la causa Jorge, “El único que salió como perezoso pal estudio. Dizque quiere ser músico. Se la pasa con una flauta parriba y pabajo”, mientras menea la cabeza de izquierda a derecha, como si estuviera diciendo con ella “no”.

Afortunadamente el otro par de muchachos si tienen la cabeza bien parada.

“Pedro el mayor quiere ser médico, y Carmencita, abogada”, dice Andresito con brillo en sus ojos mientras monta la última caja en el camión antes del descanso del medio día.

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