Por: Daniel Esteban Torres
Esperaba un bus con mi amigo sobre la avenida Las Villas. Todo parecía tranquilo, pero terminamos jugando una ruleta rusa.
—“Disculpá, ¿Vos sabés si por acá pasa el bus que me deja en la Autopista?”, me preguntó un sujeto joven. —“Sí señor, por acá pasa, es el amarillito”, le dije extrañado al ver la forma de sus cejas.
Mientras tanto, otro sujeto que lo acompañaba, mucho mayor, se me acercaba cada vez más. El de las cejas depiladas se dirigió de nuevo a mí con el: “Vení ¿Vos vivís por aquí?”. Era la frase con la que comienzan muchos de los robos. No sabía qué hacer, mi amigo estaba distraído y no había ni un alma alrededor. Inmediatamente vi que se acercaba mi bus, el amarillo, el mismo que les había sugerido; mi esperanza renacía, podría levantarme, subirme al bus e irme.
—“¡No se pare que le pego su pepazo, deme su celular, malparido!”, me dijo el más viejo poniendo su mano sobre mi hombro y presionándome contra el asiento del paradero. —Pero, señor, ese es el bus que me sirve, no lo quiero perder… No supe qué más decirle.
El más joven se lanzó sobre mi amigo para que no se pudiera levantar. Veíamos el bus pasar al frente de nosotros, mi esperanza se desvanecía y le dije al sujeto: No tengo celular, me lo robaron hace una semana —tenía el celular en mi bolsillo— , y él se quedó mirándome fijamente a los ojos durante cinco segundos que parecieron minutos; me creyó y entonces pasó adonde mi amigo.
“¡Dame tu celular, maricón o te mato!”, le dijo en un tono más molesto. No tengo, le respondió repitiendo mi estrategia, pues él también tenía el celular en el bolsillo.
Le revisaron el morral, lo vaciaron: nada. Al momento de revisarle el pantalón no le encontraron el celular; milagrosamente, el celular había desaparecido para el ladrón, pero mi amigo lo sentía ahí, como un peso de 100 kilos en su bolsillo.
“No parce, que pena, ustedes no son”, nos dijo el de las cejas depiladas. “Es que nos habían dicho que tenían un celular de alta gama, pero no”.
Descaradamente nos tendieron su mano, la misma con la que nos había presionado el hombro contra el asiento del paradero, y nos pidieron excusas. Yo, confundido e inseguro le extendí la mía, solo por miedo, pero con la mano cerrada —tenía los dos mil pesos del bus y no quería que se los llevaran— y solo les dije: Todo bien.