Nadie es estadista ni transformador por el hecho de auto predicarlo. Cuando semejante calificación proviene de un ego que impulsa a pregonar de sí mismo esas calidades, se está tomando una vocería que corresponde a la historia. Esta, a su vez, se ha de basar en realidades, calificadas después de un cierto lapso, lejos de pasiones inmediatas, y sobre la base de hechos ostensibles, consumados, y ampliamente reconocidos.
Cercano a cumplir cien años de vida, Jacques Delors murió cuando finalizaba el año 2023, dejando ostensible huella en la construcción de la Europa comunitaria. Desde todos los ángulos de apreciación de la vida contemporánea salieron comentarios sobre su talento político, su capacidad visionaria, y su habilidad para adelantar confrontaciones conceptuales con la mayor altura, en busca de una institucionalidad que viniera a consolidar la paz en un continente de profunda, reiterada e inigualada tradición de violencia.
Nacido en París, recién cerrado el capítulo de la Primera Guerra Mundial, Delors, como presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995, tuvo que afrontar los desafíos del colapso de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. Fue entonces cuando se dedicó al propósito de organizar una Europa con peso suficiente en el mundo, para emprender el nuevo milenio con personalidad propia frente a potencias, existentes y nacientes, que han de jugar un papel relevante en un siglo que se anuncia como el más acelerado de los que hasta ahora se han vivido.
En lo económico, los conceptos esenciales del proyecto de Delors fueron el mercado único europeo de capitales, bienes servicios y trabajo, y la unión económica y monetaria. Apuestas para cuyo logro se valió de su experiencia en el Banco de Francia, en el Comité de Planificación Estatal, en el Parlamento Europeo y en la orientación de los aspectos financieros del “Proyecto Socialista para los años 80” de François Mitterrand, de quien fue ministro al inicio de su primer mandato.
Lejos de lo que muchos esperaban de un exministro socialista francés a la cabeza del ejecutivo europeo, Delors adoptó una fórmula pragmática de cooperación con los empresarios y con los trabajadores, sobre la base del equilibrio fiscal, sin afectar la liberalización del mercado, al tiempo que buscaba la protección de los derechos de los trabajadores y del bienestar social. Para tales efectos obró, como lo dijo, basado en tres parámetros: “la competencia estimulante, la cooperación que fortalece y la solidaridad que debe unir a todos los actores”.
Desde el punto de vista político, cuando se requería de un liderazgo visionario, impulsó el crecimiento de la comunidad europea, que pasó de 10 a 15 miembros, y abrió paso para el ensanche que presenta hoy un grupo de 27 estados, que a pesar de sus complejidades tiene peso específico en el contexto contemporáneo. Movimiento de enorme importancia geopolítica que, de paso, en forma acertada para unos y equivocada para otros, dejó a Rusia por fuera de su sueño dorado de una “Eurasia” que tuviese en Moscú uno de sus epicentros.
La trayectoria de Delors como transformador de una Europa unida, bajo instituciones comunes, no dejó de encontrar obstáculos. Sus primeros oponentes fueron los líderes de diferentes bancos centrales de los países miembros. También lo fue Margaret Thatcher, celosa de la autonomía neoliberal de la Gran Bretaña, que veía al estadista francés como peligroso agitador de izquierda. A ello contribuyó el hecho de que éste último se hubiera dirigido al Congreso de Sindicatos Británicos, esencia del Partido Laborista, en apoyo de los derechos de los trabajadores, el fortalecimiento de su capacidad de negociación y la representación en los consejos de administración de las empresas.
La toma de decisiones día a día y el esbozo de una ambiciosa unión política, a manera de federación europea, llevaron a muchos a ver a Delors como intruso, desde el poder de Bruselas, en asuntos internos de los estados miembros de la Unión. Los sectores más conservadores y nacionalistas, ya desde entonces miraban con recelo cualquier movimiento o propuesta que afectase lo que consideraban fueros inalienables de los países, y sobre todo de regiones con tradición de autonomía que no estaban dispuestos a ver desdibujada.
El tratado de Maastricht, que no dejó satisfecho a todo el mundo, incluido Delors, fue el mejor ejemplo de una transacción sobre lo posible. Si bien no vino a cumplir las ideas de los maximalistas en favor o en contra de la Europa política y económicamente consolidada, caspaz de actuar ante el resto del mundo con suficiencia, fue plataforma sólida de cooperación entre naciones que se la habían pasado toda la vida dedicados a hacerse la guerra.
Gracias a la obra de Delors, sintetizada en la consolidación económica y política de la Europa comunitaria, fue posible no solo efectuar rescates financieros de algunos países y sobrevivir exitosamente al Brexit, sino plantar cara a Rusia ante sus pretensiones de controvertir ese proceso europeo que le quitó en pocos años la influencia que tenía desde que Stalin se apoderó de ese cojín de protección que iba desde el Báltico hasta los Balcanes. También se consolidó una Unión “bien perfilada” para la lucha contra el cambio climático, aunque siga pendiente el manejo adecuado de las migraciones.
Décadas después de su retiro, la Europa comunitaria lleva todavía el sello que Delors le pudo imprimir. Su siguiente paso parecía ser la presidencia de Francia, pero el astuto estadista comprendió que “no había ambiente” para esa aventura, luego de los 14 años de Mitterrand. Quedó la incógnita de lo que habría podido ser Delors como presidente socialista, con su condición de católico militante y esa forma de conciliar las ambiciones arrolladoras del capitalismo con la protección de los trabajadores.
Como el poder no se ejerce necesaria ni exclusivamente desde la presidencia, creó “Notre Europe”, hoy Instituto Jacques Delors, grupo de estudios dedicado al refinamiento de la atención de necesidades sociales de orden político y económico, y la promoción de los ideales de la Europa comunitaria.
Respetado por propios y extraños, consultado y escuchado, Jacques Delors pasa a la historia como estadista de las mejores credenciales. Más allá de Jean Monet, Robert Schuman, Walter Hallstein y muchos otros, Delors no fue solamente un pensador, sino un gestor sin pausa y un realizador. Verdadero estratega que podía tomar decisiones y adelantar exitosamente proyectos de gran envergadura, sin dejar de hablar con inspiración y buen humor sobre las cosas más difíciles, no para dividir sino para unir. Como lo hacen solamente los verdaderos transformadores.