No basta con ganar las elecciones para tener la seguridad de que el poder de verdad le alcanzará a un gobernante para todo el período correspondiente. En los regímenes parlamentarios la lógica para mantenerse en el poder es implacable: si el gobernante pierde apoyo suficiente en el legislativo, se tiene que ir. En los presidenciales hay lugar a situaciones ambiguas, como la de Biden, que hubiera querido ayudar a Ucrania, pero los republicanos tardaron en aprobar la ayuda cuanto les dio la gana.
Un mandato se puede desperdiciar cuando el investido despilfarra el poder a punta de discursos que no se convierten en realidad. También con sus equivocaciones administrativas y, sobre todo, cuando el gobernante se aleja de las reglas que se comprometió a cumplir con su juramento.
Es más: el poder hay que merecerlo, y mantenerlo, con las acciones de cada día. Con el buen criterio. Con la calidad de orientaciones de las que viven pendientes no solamente los colegas y los subalternos, sino la oposición y la ciudadanía. Ante todos ellos el gobernante debe mantener el más alto nivel posible de prestigio y de autoridad, derivada no simplemente de su investidura. Así como debe mantener elevado el prestigio ante la propia conciencia.
Después de un triunfo arrollador en las elecciones generales de 2019, los conservadores británicos obtuvieron, en las recientes elecciones municipales, unos resultados deplorables. En eso va la secuencia que inició David Cameron, que propuso el referendo del Brexit, y que siguieron Theresa May, que intentó varias veces darle forma a la nueva relación con Europa, Boris Johnson, que creyó haberlo salvado todo y no pudo siquiera salvar su gobierno, Liz Truss, que se tuvo que ir antes de dos meses por el desastre que se anunciaba, y Richi Sunak, que vino a cosechar el peor resultado del partido en las últimas décadas.
Richi lleva poco en el poder y no pudo marcar hasta el momento de los comicios una diferencia con sus antecesores, por lo cual se le identifica con la ineptitud de los conservadores para manejar la economía, a pesar de las credenciales que siempre han pretendido tener, como los mejores intérpretes del modelo capitalista. Además, sobre él vino a caer esa desconfianza que suscitaron las experiencias de May y Truss, así como el hecho de que Boris Johnson, el de las fiestas prohibidas en medio de las restricciones, le hubiera mentido al parlamento.
La sabiduría popular de los británicos ha demostrado, una vez más, que si bien las elecciones locales tratan en principio de auscultar la opinión y la voluntad ciudadanas sobre los asuntos inmediatos, no pueden dejar de ser una muestra muy profunda de la calidad de los gobiernos nacionales, de los cuales depende en mayor medida la sensación de satisfacción, o insatisfacción general con el estado de cosas, con el referente fundamental del costo de vida. La cotidianidad, en el escenario verdadero y práctico de la relación entre los ciudadanos y el estado, que es la vida municipal, siempre permitirá obtener valiosas imágenes y lecciones sobre la forma como marcha un país.
Los laboristas, esto es los socialdemócratas, que han presentado en el contexto británico versiones “duras” de socialdemocracia clásica, y “blandas”, como la de la Tercera Vía, resultaron favorecidos en los comicios locales, y se presume que estarían camino de una victoria contundente en las próximas elecciones generales, que deben tener lugar antes del final del próximo mes de enero.
Sin quitarle mérito a los avances del laborismo, que vive una época de renacimiento luego de la experiencia radical de Jeremy Corbyn, no sobra advertir que, en una tradición histórica bipartidista, como la del Reino Unido, cuando un partido baja el otro por lo general automáticamente sube dentro de las preferencias ciudadanas. De manera que está por verse si el resultado de ahora simplemente refleja un descontento con los conservadores, y hasta qué punto representa un entusiasmo enorme por los laboristas, que lógicamente son “el gobierno en espera”, con su gabinete en la sombra y listo para tomar el relevo, como sucede en las democracias refinadas.
En todo caso, y en contravía del temido avance de la derecha radical, que mantiene en ascuas a tanta gente en países como Francia, España, Portugal, Italia, Alemania, Argentina y por supuesto los Estados Unidos, la tendencia de la voluntad política de los británicos hace pensar que muy seguramente los laboristas ganarán las próximas elecciones generales.
En esos términos, en manos de Sir Keir Starmer, actual jefe laborista, queda una prueba muy importante para la supervivencia de la socialdemocracia europea, tan vilipendiada por los campeones de la causa del capitalismo salvaje. De manera que en el debate que se avecina veremos los niveles de refinamiento del discurso socialdemócrata, que tiene que presentar, no solo ante los electores británicos, sino ante el resto del mundo, cuáles son las propuestas de esa tendencia política para los escenarios presente y futuro.
El debate entre laboristas y conservadores, con los verdes y los liberales demócratas en pleno avance, está todavía por darse. Habrá que seguirlo, pues en un país como la Gran Bretaña los partidos no dependen exclusivamente de la inspiración de uno u otro jefe bien o mal dotado, sino de escuelas de pensamiento que buscan interpretar los signos de los tiempos y formular propuestas para manejar problemas concretos, presentes y futuros.
Será inevitable que, en el debate que ponga sobre la mesa las diferentes propuestas con miras a las próximas elecciones generales británicas, figuren, además de los asuntos internos, algunos temas de importancia internacional: el nuevo contenido de la relación del Reino Unido con Europa, luego de la experiencia del Brexit, la forma como cada quién conciba la manera de afrontar la continuidad de la agresión rusa a Ucrania, el manejo de la crisis permanente del Medio Oriente y la manera de afrontar el fantasma del antisemitismo, las propuestas en materia de migraciones, y lo que se puede hacer, o no, ante el trascendental debate por la presidencia de los Estados Unidos.
Entretanto, Richi Sunak seguirá, por unos meses, salvo milagros muy escasos, aunque no ausentes de la vida política, viviendo la experiencia del desvanecimiento del poder que los conservadores consiguieron en 2019 y que fueron dilapidando, no solamente en forma que afecta a su partido sino al conjunto de la sociedad británica. Sociedad que, una vez más, puede sacar provecho de las circunstancias, para demostrar por qué tiene, desde hace varios siglos, auténticas credenciales democráticas.