Como argumento impecable para aplazar el manejo de asuntos en otras circunstancias inaplazables, el presidente de Francia decretó una tregua política con motivo de los Juegos Olímpicos. 

Las elecciones generales a las que convocó luego de las europeas, “para aclarar el panorama político”, no sirvieron para ese propósito. Por el contrario, a raíz de esos comicios sorpresivos, que obligaron a improvisar programas y campañas, el panorama quedó más confuso que en ningún otro momento de la historia de la Quinta República. 

Si el avance de la extrema derecha en las europeas fue el detonante de la disolución del parlamento y el consiguiente llamado a elecciones, el resultado de estas últimas fue favorable al propósito de ponerle freno a una posible avalancha de la cauda política de Marine Le Pen, pero lanzó el péndulo al otro extremo.

Los electores terminaron por poner en primer lugar a una coalición de izquierda que, bajo el nombre de Nuevo Frente Popular, asoció a Francia Insumisa, el Partido Socialista, Los Verdes, y el Partido Comunista. El partido del presidente, “llegó de segundo” y la Agrupación Nacional, de Le Pen, de tercero. Otros partidos de la derecha clásica francesa quedaron otra vez relegados a ese limbo en el que han flotado desde hace más de una década. 

No es la primera vez que un presidente contemporáneo de Francia resulta derrotado en su pretensión de obtener mayoría en la Asamblea Nacional, cuando su presidencia ya está en curso.  La diferencia radica en que, en otras ocasiones, simplemente había un partido de oposición que lograba esa mayoría, dando lugar a la obligación política de designar al jefe del partido mayoritario como primer ministro. La famosa “cohabitación”, que dejaba en manos del presidente resortes como el del “maletín nuclear” y las relaciones internacionales. 

Lo de ahora es inédito y confuso. Ningún partido está siquiera cerca de obtener una mayoría. La asamblea no se puede volver a disolver dentro del próximo año. Así que Francia deberá incursionar en el ejercicio inédito de la búsqueda de coaliciones, como sucede en Alemania y otras democracias parlamentarias. Ejercicio que, por inexperiencia, y en algunos casos por falta de voluntad, no entusiasma a los partidos franceses.

Jean-Luc Mélenchon, combativo e histriónico fundador y todavía inspirador de “Francia insumisa”, proclamó que el presidente debería designar un primer ministro de esa alianza de izquierda. Envuelto en el fervor del momento, advirtió que el programa del Nuevo Frente Popular debía ser aplicado de una vez y en su integridad. Sin concesiones. Discurso fácil en medio de la embriaguez del momento, pero un imposible político sin contar con una mayoría de verdad en el parlamento. 

El presidente no aceptó, por el momento, la renuncia explicable del primer ministro, y le atribuyó la tarea de “gobernar” mientras pasan los Juegos. Pero no podía detener la designación de presidente de la Asamblea Nacional. Tampoco el tejemaneje de candidaturas al cargo de primer ministro, que deberá proveer después de los olímpicos, así toda Francia esté para entonces dedicada al receso general de las vacaciones de verano. 

Las ilusiones de la coalición de izquierda se fueron aguando poco a poco. No solo el presidente desatendió el llamado a nombrare alguien que llevara a cabo, desde una minoría, el proyecto del Nuevo Frente Popular, sino que los integrantes de esa alianza dejaron ver una vez más sus diferencias y sus resquemores.  

La sola tarea de selección de candidatos, para proponer un primer ministro, sacó a flote las diferencias entre los partidos del Frente. Mucho más fácil había sido ponerse de acuerdo en torno del aumento del salario mínimo mensual, la reducción de la edad de jubilación y la flexibilidad de los procesos de asilo. Ahora todo fue una feria de vetos, recriminaciones y rechazo a las pretensiones hegemónicas del Partido Socialista o de Francia Insumisa. 

Cuando por fin lograron ponerse de acuerdo sobre una candidata, lo hicieron en torno de alguien sin credenciales políticas, desconocida, tecnócrata, seguramente muy valiosa, pero insípida para las anhelantes huestes de la izquierda, acostumbrada a la beligerancia ilustrada de Mitterrand, e inclusive a la teatral de Melenchón. En todo caso, esa selección quedó congelada. 

La selección, esa sí inaplazable, de presidente de la Asamblea Nacional, vino a ser un triunfo para el presidente. El candidato del Nuevo Frente Popular, viejo luchador comunista, no consiguió ser elegido. En cambio, salió reelegida la anterior presidente de la Asamblea, favorable a los intereses de Macron, apoyada por fuerzas más bien centristas que podrían ser el borrador de una coalición que se abra paso para gobernar después de los juegos. 

Todo esto parecería favorecer al presidente, pero no hay que engañarse. Su prestigio y su poder están en decadencia. Y un inesperado factor, con motivo de los propios Juegos Olímpicos, ha podido afectar su imagen y fortalecer más bien la de la detestada señora Le Pen y su formación de extrema derecha: la notoriedad de mensajes de “inclusión” que Thomas Jolly, director artístico de la inauguración de los juegos hizo brillar en una programación que muchos no alcanzaron a relacionar con el discurso olímpico y más bien con su propia militancia en materia de género.

Así como el espectáculo inédito de la inauguración de los juegos produjo admiración, se ha podido ver el repudio hacia algunos de sus componentes, por considerar que el segmento inspirado, según sus autores, en las fiestas paganas que acompañaban los juegos olímpicos de la antigüedad, era una parodia del cuadro de “la última cena” de Leonardo da Vinci.  

De nada han valido las explicaciones de la DJ Barbara Butch, que presidía la mesa, ni las excusas adicionales de Jolly a la misma aclaración. La Conferencia Episcopal de Francia y muchos observadores, inclusive musulmanes, han criticado incisivamente esa parte del espectáculo. La señora Butch dice haber recibido amenazas de muerte, tortura y violación, así como insultos homófobos, gordófobos y antisemitas por su participación protagónica en el episodio.

Pocos han evocado más bien otras pinturas, todas dedicadas al “Festín de los dioses”, como una de Giovanni Bellini, con adiciones del Tiziano, y la del pintor neerlandés Jan van Bijlert, donde hay gestos que imitan los del protagonista principal del cuadro de Da Vinci. 

Pero eso no es lo más grave políticamente. Sin perjuicio de que el presidente no haya sido quien organizó el espectáculo, no falta quien le eche la culpa de todo. Por eso, sí que puede ser susceptible de explotación política, junto con lo anterior, el hecho de que, en opinión de muchos, se haya relegado la figura de la mujer para abrir paso a la apoteosis de los, las, Drag Queens. Asunto que puede llegar a pesar en el caldeado ambiente político de la Francia profunda, cuando pase la tregua olímpica, y más allá, con motivo de futuras elecciones presidenciales. 

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