La saga de los gobernantes, con sus luces y sombras, puede mostrar los altibajos, avances e infortunios de una nación. Conforme a su destino, cada una de ellas ha visto subir y bajar patriarcas memorables, administradores eficientes, personajes inocuos o aventureros alucinados que se creen irremplazables. También han visto desfilar erudición, sabiduría, responsabilidad y fidelidad, lo mismo que improvisación, traiciones, egoísmos, malabares, y promesas que no se cumplen.

En cada país parecerían existir denominadores comunes en el estilo de gobierno y un tipo característico de comportamiento desde y hacia el poder. De cuando en vez se vive también la ilusión de estar en presencia de una mutación. Cuando se trata de dictaduras, las cosas cambian a los golpes, mientras que allí donde es posible elegir, aparece alguien que consigue entusiasmar suficientes voluntades para ganar las elecciones, que es una cosa, y entrar en el laberinto del ejercicio del gobierno y de la administración, que puede ser bien diferente.

La palabra mágica de las oportunidades de mutación resulta ser “cambio”, que no requiere en muchos casos detalles sobre su contenido, pero entusiasma a quienes no han vivido tanto como para ver las cosas en perspectiva amplia, y fácilmente se convencen de que todo puede ser de un momento para otro diferente y mejor. Para “volver al mismo llanito”, como dicen en Soatá. Precisamente porque las naciones siguen siendo las mismas, con su sentido arraigado del ejercicio y la reacción hacia el poder.

Senegal acaba de vivir una experiencia de aparente mutación.  Allí se acaba de posesionar un presidente de 44 años, que un mes antes de las elecciones estaba en la cárcel. Bassirou Diomaye Faye es ahora el jefe de estado más joven de Africa. Su llegada al poder significa un nuevo aire para ese país, no solamente por su juventud, sino porque viene de la oposición. Lo cual implica que los senegaleses verán, una vez más, cómo es de útil la alternación, que vigoriza la democracia siempre y cuando exista convergencia en el respeto por una misma institucionalidad, que no puede ir cambiando, de fondo, al capricho de nadie.

Macky Sall, cuarto presidente de la república, en su momento opositor a un anterior presidente, Abdoulaye Wade, había gobernado desde abril de 2012. Al cabo de dos períodos, existió el temor de que  “envolatara” las elecciones, cuando por primera vez en la historia de ese país decretó que se pospusieran los comicios, programados para febrero, decisión que el Consejo Constitucional anuló, ordenando que la votación tuviera lugar antes del vencimiento del mandato presidencial, el 2 de abril.

La popularidad de Sall resultó arruinada por las restricciones derivadas de la pandemia, que afectó severamente, como es comprensible, la economía informal predominante en el país. Todo se agravó, en contra de su gobierno, con una oleada represiva, animada entre otros por grupos semiclandestinos que actuaban en su favor. Dentro de esa oleada, que dejó víctimas, se produjo el arresto de Ousame Sonko, jefe de la oposición, que denunciaba la corrupción y acusaba al gobierno de olvidarse de las necesidades y luchas de la gente del común.

Sonko, con quien Bassirou Diomaye Faye, ahora presidente, dirigió el sindicato de la administración de impuestos, había creado el Partido de los Africanos Patriotas de Senegal por el Trabajo, la Ética y la Fraternidad, PASTEF, que resultó prohibido. Ambos terminaron en la cárcel, pero salieron de ella 18 días antes de las elecciones, favorecidos por una amnistía general decretada en favor de todos los que hubieran participado en la confrontación entre gobierno y oposición de 2021 a 2024. Amnistía que no se produjo necesariamente por favorecerlos a ellos, sino a gente del gobierno que necesitaba la impunidad.

Mientras el presidente saliente intentó, como suele suceder, poner a uno de los suyos, Amadou Ba, en la jefatura del estado, Sonko y Faye se lanzaron a una campaña que manejaron con maestría, a la manera de estrellas de rock, con Faye como candidato presidencial, en búsqueda del voto juvenil y con la promesa de cambio, en contra del establecimiento, sobre la base de que la gente, salvo raras excepciones, no suele querer más de lo mismo. A la campaña contribuyeron los senegaleses de la diáspora, y muchos voluntarios que no habían intervenido en política.

La campaña llenó estadios bajo organización parecida a las estadounidenses, con el lema adicional de “Senegal Primero”, reflejo africano de aquella consigna diciente y a la vez vacía que puso a circular Donald Trump. Escoba en mano, Faye prometió una nueva moneda y la renegociación de los contratos de petróleo y gas. También modificar la relación de Senegal con Francia y con la lengua francesa, y cambiar la que considera condición subordinada de su país frente a los intereses occidentales. Delicioso menú, fácil de vender y difícil de cocinar.

En eso va la vida de un país, y de una región, que potencias europeas como Portugal, Países Bajos, Gran Bretaña y Francia, se disputaron desde el Siglo XV, hasta que Francia terminó por quedarse con el territorio, con la adición de la célebre isla de Gorea, ubicada frente al actual Dakar, y puerto de embarque de las “remesas” de esclavos con destino a Norteamérica, el Caribe y el Brasil.

Macky Sall se portó bien. Concurrió a la ceremonia de la toma de posesión de su sucesor y permitió que se consolidara un relevo en el mando que implica alternación en el poder. Algo para celebrar no solo en el contexto africano sino dondequiera que se dé, en términos de lealtad a las instituciones del respectivo país.

Se dice que el nombre de Senegal proviene de la expresión “Sunu gaal”, que en el idioma de los pescadores Wólof significa “nuestra canoa”.  Idea que se convierte en referente para el gobierno del cambio, pues está por verse si el nuevo presidente gobierna con la idea de que todos van en la misma canoa, o si llega a caer en la tentación de bajar a los que no le gusten.

Tendencia que, en África y en algunos países de América Latina conduce a la alucinada idea de que el presidente es el único representante del pueblo, que simplemente le tiene que obedecer, como si no hubiera otros poderes, y en desprecio de esa mayoría silenciosa que, salvo emergencias, no se manifiesta todos los días, mientras hace andar los países sin atenerse demasiado a la comparsa en la que se puede llegar a convertir el ejercicio del poder.

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