Como en infortunado designio de retorno, uno u otro grupo de la especie humana incurre en el uso de los métodos más primitivos y brutales para defender sus intereses. Lo hace sin medida. Con resolución inaudita. Sin miramientos. Con desconocimiento de valores, acuerdos e instituciones que con elevado precio y esfuerzo se ha logrado organizar en otros momentos para tratar de elevar las condiciones de la vida y llevar una existencia pacífica, creativa, respetuosa de los demás y adornada por un sentido de la vida en sociedad que configure un entorno amable.
Diferentes episodios, protagonizados por estrategas cargados de ambiciones y odios sin límite, se han venido a sumar recientemente a procesos de deterioro de la naturaleza, como consecuencia de la acción humana, para producir una sensación de zozobra de proporciones mundiales.
En distintos lugares del planeta se vive bajo el efecto devastador de fracturas de la convivencia entre comunidades humanas. Aquí y allí existen crecientes amenazas contra las libertades, menosprecio hacia la clase política, desconfianza en los gobernantes, sensación de insuficiencia de las instituciones nacionales e internacionales, y pruebas reiteradas del deterioro de la habitabilidad, por cuenta de la actividad industrial, el uso de energías contaminantes y el abuso de la explotación de la naturaleza.
El ataque a Ucrania, “justificado” por el rechazo occidental a la incorporación oportuna y decorosa de Rusia a un nuevo diseño del mundo después de la caída de la Unión Soviética, desató una era de incertidumbre y desconfianza en la conducta de las naciones. Sentó también los precedentes nefastos del retorno del uso de la fuerza contra la población civil de un país hermano y la anexión de territorios mediante procedimientos amañados, para cumplir los propósitos de un ególatra que desea convertirse en reconstructor de un imperio perdido.
Con el nombre cándido de “operación especial” y la apelación acomodaticia a la memoria de la “guerra patriótica contra el fascismo”, Moscú vino a reeditar, paradójicamente, bajo el símbolo de una Z que luce como media esvástica, la combinación de discurso falaz y adopción de símbolos de guerra invasiva de hace un siglo, cuando el fascismo de verdad avanzaba en el preámbulo de la Segunda Guerra Mundial. Confrontación millonariamente sangrienta vista ahora por muchos como película pasada de moda. También reanimó la carrera armamentista, volvió a introducir la amenaza de la apelación a las armas nucleares, y dejó en ridículo las instituciones y mandatos del derecho internacional.
Al poco tiempo, el asalto asesino de Hamas en contra de la población civil de Israel y la respuesta contundente y desmedida del Estado agredido, han puesto al mundo a presenciar otra vez, atónito, la reedición de formas primitivas y salvajes de zanjar diferencias. El ataque aleve a comunidades inermes, habitantes de aldeas y kibutz, el asesinato de gente inocente, las violaciones de todo tipo y la toma de rehenes, motivó esa revancha descomunal que hemos presenciado, que parece llevar una carga letal de venganza ante la evidencia de la burla al servicio de seguridad más afamado.
Volvió el “estado de sitio”, como se usaba contra las ciudades antiguas. Otra vez se ha escuchado la amenaza de hacer desaparecer de la faz de la tierra a los miembros de una comunidad, así se trate de organización terrorista, que se confunde y usa como escudo a la población civil. Se han dado órdenes de evacuación a población ajena, so pena de perecer ante un ataque ilegal anunciado y llevado a cabo con impunidad. Se han cortado las comunicaciones y suministros de supervivencia, como se hiciera en los cercos más salvajes e inclementes de la antigüedad. Todo eso al tiempo que se bombardea de manera brutal territorio extranjero y se suman muertos ajenos, que se consideran menos valiosos que los propios, en proporciones que son una vergüenza. Con el corolario de que, al actuar de esa manera, se siembran semillas de más odio, en particular las del antisemitismo, que será siempre reprochable y merece también la más contundente condena.
La combinación de esos dos procesos, en pleno desarrollo al comenzar 2024, contribuye a consolidar una sensación de inseguridad aumentada por la desconfianza en las instituciones internacionales, cuya inutilidad se ha hecho manifiesta precisamente en esos escenarios. Con la ausencia de protagonistas creíbles de aquellos que en otras épocas por lo menos podían intervenir con todo su peso para propiciar, o exigir, ceses del fuego, corredores humanitarios o negociaciones de paz.
El espectáculo de impotencia de las Naciones Unidas, sea en la tradicional instancia inocua de la Asamblea General, o en la de un Consejo de Seguridad “trabado” en el caso de Ucrania por el veto ruso, y en el de Gaza por el de los Estados Unidos, permite pensar en la caducidad de una institucionalidad que a la hora de la verdad no sirve para lo que fue inventada.
Rusia mantiene su silla, aunque no es ya la Unión Soviética sino una potencia regional imperialista e intransigente. Los Estados Unidos, dedicados ahora sin vergüenza a negociar intercambios de presos con una dictadura petrolera, al tiempo que hacen caso omiso de la masacre de palestinos, demuestran hasta dónde han podido caer las superpotencias de otra época. Todo eso mientras en Moscú se aproxima un proceso destinado a la continuidad en el poder del mismo personaje que domina el escenario desde principios de siglo, y en Washington se aprestan a tramitar una elección bajo el temor, para unos, y la extraña ilusión, para otros, del retorno de un personaje monosilábico con más de noventa procesos judiciales en su contra, que pregona su aversión a las instituciones de su propio país, como lo hace con la organización electoral y sobre todo con la justicia.
Aparte de las tragedias anteriores, que solo sus protagonistas, obsesionados, malheridos y resentidos consideran indispensables, el panorama se torna más complejo y confuso con toda una serie de fenómenos que rematan en el lamentable deterioro de los regímenes democráticos como aquel refugio que debería servir como referente para que los pueblos no caigan en las garras del populismo de cualquier origen.
Sobre el mundo, y a pesar del optimismo que no se debe nunca abandonar, se cierne otra vez la sombra del autoritarismo, consolidado ya en diferentes países, unos más significativos que otros, que puede ser visto por muchos como una salida fácil ante el falso dilema de escoger entre libertad y “seguridad”.
La democracia parece estar bajo estado de sitio. El fenómeno se presenta bajo la cubierta engañosa de una cultura centrada en el entretenimiento. Las identidades de los miembros de una y otra sociedad se definen por sus gustos como consumidores y son objeto de comercio. Las verdades artificiales logran imponerse, a sabiendas de su propio artificio, y se convierten en dogmas acomodaticios. Muchos gobernantes mienten, al tiempo que se niegan a admitir su propia alienación. Persiste una sensación de insuficiencia salarial y de deficiencias de bienestar, bajo el sistema que sea. Encima de todo, se ha logrado imponer en amplios sectores una interpretación pesimista del momento, que genera descontento de amplias proporciones. Pocos están dispuestos a reconocer bondades ni conquistas, que también existen.
Para los demócratas de todo el mundo, partidarios de ese conjunto de valores que pueden animar un espíritu de convivencia en torno a la libertad y el respeto por unas instituciones que la garanticen en todos sus matices, queda por delante una tarea a la vez difícil y fascinante, como es la de actuar para exigir y consolidar nuevas versiones de esos ideales.
No se trata de regresar al pasado, sino de encontrar, en medio de las complejidades del mundo presente, ese punto de realización personal y colectiva en ambiente de libertad, con un modelo confiable de representación a la hora de delegar el poder ciudadano, dentro del marco de unas instituciones respetables. Algo que debe trascender hacia la configuración de una institucionalidad internacional confiable y efectiva, al menos en la protección de la paz.
El camino en busca de ese ideal está lleno de obstáculos. El primero de ellos es el poder que ostentan, bajo un orden anacrónico frente a las circunstancias de hoy, los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Pero no es una tarea imposible, siempre y cuando crezca la ola de una acción ciudadana animada por el deseo de no permitir que colapse la democracia ante el nuevo empuje del autoritarismo de cualquier procedencia.