El relevo en el ejercicio de cualquier poder desata conjeturas, aspiraciones, y una amplia gama de manifestaciones de la sorprendente y enmarañada “condición humana”. Las transiciones de poder religioso, o de dignidades que toquen el alma de la gente, difícilmente pueden escapar de esa evidencia. Cuando no propios, hay interesados ajenos en aprovechar toda oportunidad para hacerse con un poder que no les corresponde.
En el mundo budista tibetano hace seiscientos años que se reconoce, luego de milenarias disputas entre diversas sectas, la jefatura espiritual, y hasta hace poco política, de los Dalái Lama, “Océanos de Sabiduría”, de los cuales ha habido hasta ahora catorce.
El nonagésimo aniversario de Tenzin Gyatso, el actual y decimocuarto, ha movilizado no solamente a los budistas que reconocen su liderazgo, sino a actores políticos interesados en el rumbo que tome el Tíbet cuando el venerable anciano termine este turno de vida. Diferencias internas sobre la autonomía tibetana, y aspiraciones puntuales de la República Popular China, convierten la sucesión del jefe espiritual de la milenaria agrupación religiosa en tema de interés no solamente espiritual sino político.
La tradición de los Dalái Lama comenzó en el Siglo XV con Gedun Drupa, quien fundó el Monasterio-Universidad de Tashi Lhunpo en 1447. Desde entonces se sucedieron en el ejercicio de la jefatura espiritual y política del Tíbet personajes designados mediante largos y muy estrictos procesos de identificación y posterior educación de niños que han sido reencarnación de lamas anteriores. Según la creencia budista, se trata de lamas que, en lugar de dar por concluido el proceso de su fusión con la luz, desean retornar al mundo para ayudar a otras almas a avanzar en el camino de su iluminación.
La interferencia de intereses foráneos en la marcha de la comunidad budista del Tíbet estuvo presente en muchas ocasiones. Para no hablar de la antigua relación con los mongoles, y de las ambiciones rusas y británicas respecto del centro del Asia, la secuencia todavía hoy vigente se inició con el Siglo XX, cuando los británicos y los chinos invadieron el Tíbet en 1904 y 1909 respectivamente.
El decimotercer Dalái Lama, Thupten Gyatso, fue a refugiarse en la India, ante la ocupación de Lhasa, capital tibetana, por un general Manchú. La caída de la dinastía que ese general representaba, un año más tarde, permitió el regreso de Thupten y el comienzo de un proyecto de modernización destinado a aligerar las rigideces de un sistema monástico proclive al aislamiento de toda la comunidad, allá en “la cima el mundo”.
Como resultado de la inserción de ese Dalai Lama en el ambiente de la India Británica, decidió introducir, entre otros, un sistema monetario, una red de correos, así como un servicio de policía, un ejército, un sistema de salud compatible con la astrología y una administración pública con al ánimo de consolidar la idea de un Estado independiente.
Esas fueron las banderas de liderazgo, espiritual y material, que el actual Dalái Lama Tenzin Gyatso, hijo de agricultores, heredó en 1937, cuando a los dos años de edad fue descubierto en una pequeña aldea como reencarnación del entonces recién fallecido Thupten Gyasto. El proceso de su educación, que culminó a los 23 años con un doctorado en filosofía budista, incluyó estudios de lógica, bellas artes, medicina y lingüística del sánscrito.
Además de las prácticas de disciplina derivadas de la vida monástica, estudió metafísica, epistemología, poesía, astrología, teatro, composición y uso adecuado de los sinónimos. Temas que hoy pueden sonar extraños cuando tantos quieren ser “influencers” o presidentes, para “influir” o gobernar a punta de trinos mal escritos y videos de unos segundos, sin respetar la lógica, ni la verdad, ni haber leído ni estudiado nada.
A raíz de la invasión china del Tíbet en 1950, el Dalái Lama fue a Pekín en 1954, como representante del poder tibetano, y estuvo reunido con Mao Zedong, Chou en Lai y Deng Xiao Ping, para discutir sobre las relaciones entre los dos países. En medio de la amabilidad tradicional, el designio de la República Popular era invariable: contar en el Tibet con una autoridad afín a sus dictados. Para el efecto obligaron al joven Dalái Lama a firmar un acuerdo de 17 puntos que protocolizó por la fuerza la anexión del territorio, de más de un millón de kilómetros cuadrados, a China. Hasta que una revuelta, reprimida de manera brutal, dio origen al exilio del jefe espiritual y político, que abandonó el Tíbet en travesía azarosa, disfrazado de campesino, para instalarse en Dharamsala, en el norte de la India, que ha sido su sede hasta ahora.
A lo largo de las siete últimas décadas el Dalái Lama ha ejercido hacia el resto del mundo un protagonismo respetado por su moderación y su sabiduría, en favor de la paz y la convivencia, lo cual le mereció reconocimiento con el Premio Nobel de Paz. Su palabra es escuchada con atención en instancias internacionales y su ecuanimidad es invocada como ejemplo a seguir por mandatarios que deben buscar la felicidad de sus pueblos en lugar de oprimirlos o tratar de doblegar a otros.
El Dalái Lama ha debido al mismo tiempo afrontar, a la distancia, las vicisitudes derivadas de la presencia china en el Tíbet y la competencia derivada de la dominación de hecho de la República Popular. Competencia que se acentúa en la medida que pasa el tiempo, mientras los chinos trasladan pobladores al Tíbet, vieja práctica imperial que conduce a convertir en minoría a los habitantes de un territorio, y sobre todo cuando se acerca indefectiblemente el final de esta vida para Su Santidad y se abre el proceso de su sucesión.
La propuesta china para el Tíbet consiste en la integración completa del país a la República Popular, como bastión de la frontera suroriental, fuente de los principales ríos asiáticos y plena de preciados recursos minerales. Según Pekín, el sucesor del Dalái Lama, sea cual fuere su papel religioso, debe cumplir con las leyes chinas y recibir el beneplácito del gobierno chino para garantizar su fidelidad a la condición de parte integral del territorio de la gran potencia.
Por la parte budista tibetana, en 2011 se consolidaron decisiones trascendentales. El Dalái Lama renunció a su condición de jefe político de la comunidad, y respecto de su condición de líder espiritual propuso tratar la continuidad misma de la figura de los Dalái Lama cuando cumpliera noventa años. Ya desde 1963 había concebido una constitución democrática, y anunció que, cuando Tíbet sea libre, una asamblea que elaborará la constitución definitiva. En mayo de 1990 la administración en el exilio fue democratizada, de manera que existe un liderazgo político colectivo.
Al cumplirse los 90 años del nacimiento de Su Santidad, se ha decidido que la figura que ahora representa no desaparecerá y que más bien subsistirá con el vigor espiritual de siempre. Solo que la búsqueda de un nuevo Dalái Lama, en caso de que se opte porel camino de la reencarnación, corresponderá a los funcionarios del Gaden Phodrang, o “Trust del Dalái Lama”, en lugar de la tradición que encomendaba esa misión a un segundo jefe, el Panchen Lama, el último de los cuales es Gedhun Choekyi Nyima, de cuyo paradero no se sabe desde que tenía seis años, en 1995. Se supone que ha sido “retenido” por una potencia extranjera.
Se aproximan momentos de nuevas definiciones. La designación del nuevo jefe, por la vía de la reencarnación, se desatará al morir el actual lama supremo y los encargados buscarán niños que den señales de llevar con ellos y expresar de manera espontánea memorias, gestos, dichos, reconocimiento de lugares y objetos, actitudes y señales evidentes de ser la reencarnación del desaparecido.
Lo anterior es apenas la parte visible de un proceso mucho más complejo, lleno de exigencias de virtudes y características decantadas por milenios para el reconocimiento de los budas. La escogencia exige, por supuesto, purgar cualquier interés inapropiado, propio de las perversiones de la condición humana. Ese niño sería educado a lo largo de años hasta llegar a ocupar el “trono” correspondiente. Entretanto, como sucedió a la muerte del mismo Buda, será la observancia de los principios del budismo la que mantendrá vigente la marcha de la comunidad.
También podría obrar el fenómeno alternativo de la “emanación”, que en pocas palabras consiste en la aparición, en vida del Lama próximo a ausentarse, de algún joven reconocido por el saliente entre sus discípulos, como su emanación. Asuntos todos estos complejos, mencionados aquí bajo la fascinación por instituciones de tradición, complejidad y profundidad insondables para observadores occidentales.
Queda pendiente el futuro político de la sucesión. Asunto respecto del cual la aspiración tibetana ha sido proclamada por el Lama Tenzin Gyatso, quien ha propuesto, aún con la oposición de ciertos sectores radicales budistas que preferirían la independencia total, que se abran negociaciones para que el Tibet sea una región autónoma asociada de China. Esa asociación debería mantener al interior del país carácter democrático, mientras el gobierno chino se encargaría de la política exterior y la defensa del territorio. Territorio de paz, donde se respeten los derechos fundamentales y las libertades del pueblo tibetano, se suspenda el traslado de pobladores chinos y se preserve el ambiente natural, lejos del uso de la enorme región para desarrollo de actividades de energía nuclear. Todo con la condición de que los chinos no intervengan o interfieran en el proceso de sucesión de la jefatura espiritual de la comunidad budista tibetana.
La dificultad fundamental para que se pueda consolidar esa propuesta radica en que el modelo político chino no coincide con el esquema democrático, de tipo occidental, que proclama el Dalái Lama, y tampoco los chinos estarían dispuestos fácilmente a aceptar una elevada dosis de autonomía para una región que ahora controlan, y cuya jefatura esperan sea leal y armónica con el sistema político de la gran potencia.
Ante la eventualidad, cada vez más cercana, del tránsito de Su Santidad Tenzin Gyatso a otra vida, las cosas están planteadas para que ocurra una controversia trascendental entre los continuadores de su causa y los gobernantes de la República Popular China. Cada una de las partes ha planteado su posición, y será el ejercicio de la diplomacia, que no es cuestión llevadera por actores improvisados, el que conduzca, ojalá, a un arreglo satisfactorio. Mientras el mundo observa con el debido respeto ese proceso fascinante.