Uno de los resultados más significativos de la Segunda Guerra Mundial fue, de hecho y en derecho, la alianza política y militar entre la Europa occidental y los Estados Unidos.
La solidez de esa alianza permitió resistir los embates retóricos y el juego de “danza de dragones de papel” con el bloque soviético durante la Guerra Fría. La amenaza soviética obligaba a la cercanía, la solidaridad y la prudencia en el trámite de unas relaciones amistosas dentro del bloque occidental, bajo la protección y la primacía de los Estados Unidos, que también requerían del apoyo de potencias europeas con bombas atómicas y sillas en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
Confiados en la protección americana, y por razones internas, no todos los socios de la alianza atlántica han cumplido cabalmente con el compromiso de realizar las apropiaciones presupuestales debidas dentro del acuerdo. Por su parte, ante la necesidad de ejercer como superpotencia, los Estados Unidos no pasaban de reclamar cordialmente por el pago de las cuotas, mientras proveían, negocio de por medio claro está, de equipamiento militar salido de su industria, a socios cumplidores lo mismo que a los morosos.
Tres hechos vinieron a cambiarlo todo. Primero, el desvanecimiento de la Unión Soviética, contraparte y razón de fondo de la solidez obligada de la alianza atlántica. Segundo, el ingreso a la OTAN de países provenientes del antiguo bloque soviético, o del experimento comunista. Y tercero, la llegada al poder, en Estados Unidos, del más políticamente inexperto presidente, para quien la geopolítica es figura ajena y abstracta, y las relaciones internacionales lo más parecido a cualquier negocio en el que manda el que ponga más plata y tiene voz el que cumpla con su cuota.
Además, la agresión de Rusia a Ucrania, bajo la lógica de otro peculiar jefe político, que hizo tránsito de espía a estadista, ha puesto a la OTAN en aprietos, pues uno de los motivos fundamentales del ataque fue precisamente, desde la perspectiva rusa, contener el avance de la Alianza Atlántica, a la que ya se habían vinculado los países que habían formado ese “cojín” de seguridad que Stalin logró armar para protegerse de la posible agresión de Occidente.
En un mundo que permite convertir en noticia las amenazas calculadamente proferidas por cualquier experto en tormentas mediáticas, el ya mencionado expresidente y especulador inmobiliario, puso al mundo, y en especial a los europeos, en estado de alerta. Aunque no es seguro que el personaje llegue a la Casa Blanca, el solo hecho de que un posible presidente de esa potencia amenace con acciones dramáticas a los amigos de su país produce efectos importantes.
La gravedad de la amenaza podría disminuir por haber sido hecha al calor de una campaña, delante de electores ávidos de afirmaciones truculentas. No obstante, no deja de ser grave el anuncio de que, en caso de ser presidente, Donald Trump le diría a cualquier aliado que no haya cumplido sus obligaciones con la OTAN y sea invadido: “¿Es usted delincuente? Yo no lo protegeré. De hecho, animaría a los invasores a hacer lo que quisieran”.
Ese anuncio, bajo las circunstancias actuales, se suma al deterioro de la posición de Ucrania en el contexto de la guerra, y a la consecuente ventaja que poco a poco va ganando Rusia en su aventura expansiva. Con el ítem adicional de la actuación restrictiva de la ayuda a Ucrania por los republicanos en el Congreso de los Estados Unidos, que puede ser indicio de un cambio de compromiso futuro con la defensa de Europa.
Las circunstancias imponen a los europeos la obligación de pensar cómo podrían llegar a manejar su seguridad ante la ausencia de protección americana. Deber de los gobernantes actuales, dentro de los cuales destacan los de los países bálticos, que saben muy bien lo que les puede llegar dentro del ánimo de recuperación de territorios de influencia que busca un caudillo con todas las de la ley, que se cree invitado por la historia para cumplir el designio de “hacer grande a Rusia otra vez”.
El compromiso, reiterado por Alemania, Francia y Gran Bretaña, de ayudar a Ucrania hasta donde sea necesario, implica un reto mayor, que tiene ya el carácter de obligación contraída. Salvo que al interior de esos países se abran paso movimientos nacionalistas, réplicas del “trump – populismo”, que convenzan a los electores de favorecer el abandono de la causa ucraniana.
La atención adecuada de la situación que se plantea requiere de acciones en el campo estratégico y también en el político, en el económico y en el social. Todo lo cual converge, inevitablemente, en la campaña, y sobre todo en los resultados, de las elecciones europeas de junio de 2024.
En materia estratégica y militar, los europeos parecen estar en la tarea de echarle cabeza a la forma como se podrían defender sin la sombrilla americana. No les gustaría vivir las sorpresas desagradables que ya han causado tanta desolación en ese continente cuyo mapa no para de moverse. Tienen el desafío de producir más e invertir en cadenas más amplias de producción de armas y municiones. Asunto que implica complejos acuerdos de reparto y fortalecimiento de la capacidad de su propia industria militar, así como el relleno de deficiencias que no son fáciles de solucionar en el corto plazo.
La complejidad de reto es mayor si se tiene en cuenta que no se trata solamente de producir más armas y darle a Ucrania cómo defenderse. Se requieren acuerdos que consoliden un alto grado de autonomía y refinamiento estratégicos, una adecuada organización y un mando de fuerzas conforme a patrones armónicos, así como la ubicación adecuada de tropas y elementos de seguridad que tengan como escenario todo el espacio europeo. Y, por encima de todo, se requiere, como en otros muchos aspectos de la vida continental, un liderazgo que por ahora se ve difuso, justo cuando no se ha llenado el vacío que dejó la canciller alemana Ángela Merkel.
Las elecciones de junio serán la prueba máxima de atención a la necesidad de darle solidez política e institucional, sobre bases democráticas, a la seguridad europea, sin depositar toda la confianza en los Estados Unidos. Circunstancia que exige el protagonismo de actores creíbles y la propuesta de programas confiables, que permitan contar con una mayoría en el Parlamento Europeo, que sea consecuente con los propósitos hasta ahora enunciados.
Los partidos políticos tienen en sus manos el trámite de buena parte de la discusión, mientras los gobernantes de ocupan de planear el futuro en cuanto les corresponde. Katarina Barley, cabeza de lista de los socialdemócratas alemanes para las elecciones de junio, plantea la necesidad de ofrecer a los ciudadanos una plataforma de acción que, al tiempo que refuerce la vigencia del estado de derecho, garantice un nivel de bienestar que evite el avance del populismo de derecha, que a nombre del nacionalismo, podría minar los cimientos mismos de la Unión Europea. Sobre esa base, dice Barley, Europa unida podrá además actuar en defensa de Ucrania y también atender otras obligaciones en favor de la democracia en diferentes escenarios del mundo.
Si los europeos consiguen un buen porcentaje de todos estos propósitos, no solamente podrán consolidar un esquema de seguridad perdurable, que dependa altamente de ellos mismos, sino que dependerán cada vez menos de los Estados Unidos. Con lo cual se verá, de hecho, disminuida la indispensabilidad de la sombrilla americana, y perderá, en esa materia, contenido el famoso y hasta ahora inexplicado propósito trumpista de hacer a América grande otra vez.