Hay políticos que dicen lo que les conviene, con el ánimo de fabricar “verdades” artificiales que sirvan a sus intereses. Hábilmente las ponen a flotar como globos de colores capaces de entusiasmar a quienes crean que lo que ellos digan es palabra sagrada. Adentrados ya en la realidad artificiosa que inventaron, buscan sacar el mejor provecho, como si su oficio fuera jugar con fuego.

Varios jefes políticos proclamaron su victoria, o buscaron sacar provecho, a pesar de un precario resultado, en las recientes elecciones generales de Paquistán. Imran Khan, desde la prisión, reclamó como suyas las 102 curules obtenidas por candidatos que se presentaron como independientes, ya que su partido fue proscrito de la elección. Nawaz Sharif, con 73 curules, que regresó de un exilio donde escapaba de condenas judiciales que le fueron perdonadas para que pudiera competir y ganar, no tuvo problema en decir que fue el vencedor. Un tercero, Bilawal Bhutto-Zardari, con 54 bancas parlamentarias, reclamó que sólo podía haber gobierno con su participación. Los militares, que han sido siempre parte de la comparsa, entraron para exigir unidad nacional, que sería el lema bajo el cual, eventualmente, volverían a tomarse el poder.

Al momento de la independencia y partición de la India Británica, Muhammad Ali Jinnah reclamó la creación de un país para los musulmanes, que quedarían en minoría dentro de la India independiente, así fuese bajo el espíritu de Gandhi. Esa condición minoritaria les mantendría, pensaba, como ciudadanos de segunda clase. Por lo cual se decidió dar vía libre a la creación de Paquistán, la “tierra de los puros”.

Desde un principio, y sin cesar, la trayectoria política de Pakistán ha sido azarosa. Los 76 años de historia contemporánea de ese país, con más de 130 millones de habitantes, han estado dominados por partidos políticos bajo el control de dinastías familiares omnipresentes. De esos partidos han salido casi todos los primeros ministros, elegidos popularmente, de los cuales ninguno ha logrado terminar su mandato. Los militares se han encargado de tumbarlos, y los jueces de condenarlos o perdonarlos, de manera que, mientras los civiles oscilan entre el gobierno, la cárcel y el exilio, las fuerzas armadas han asumido el poder por más de tres décadas.

El jefe político ahora prisionero, Imran Khan, fue hasta hace poco primer ministro. Su carrera política comenzó con su notoriedad como capitán del equipo nacional de Cricket que ganó una copa mundial. Su modelo alternativo de gobierno, inspirado en una variante novedosa de islamismo populista, llegó muy profundo al alma de la gente, fatigada de ver el desfile interminable de los Butto, y los Sharif, uno de los cuáles buscaba ahora ser jefe del gobierno por cuarta vez.

El problema que acabó con el gobierno de Khan, por la vía de la moción de censura, fue el de haberse disputado con el máximo jefe de las fuerzas militares. Si alguien quiere entender a fondo cómo funcionan los procesos del poder en Paquistán, debería conocer cómo se seleccionan, se nutren, se educan y funcionan los ascensos dentro de sus fuerzas armadas. Lo demás, históricamente, son las migajas que quedan para los políticos. Y es ahí donde sobresalen los Bhutto y los Sharif.

Los Bhutto han estado siempre presentes en el escenario, con la bandera del “Partido del Pueblo de Paquistán”, fundado en 1967 por Zulfikar Ali Bhutto, que fue primer ministro y terminó en la horca por sentencia judicial reconocida como políticamente motivada. Su hija Benazir vino a ser más tarde primera ministra, y terminó asesinada, lo mismo que dos de sus hermanos, cuando intentaban adelantar carrera política. Su viudo, Asif Ali Zardari, fue presidente. Y el hijo de ambos, Bilawal Bhutto Zardari era ahora el candidato a primer ministro que quedó de tercero en la votación. Nótese que los Bhutto obligaron a que este personaje llevara primero el apellido materno, para que no perdiera fuerza política el nombre de la familia.

Los Sharif han sido una familia de grandes negocios, metidos exitosamente en la política, a través de su propio partido, la “Liga Musulmana de Paquistán”, al punto que uno de sus miembros, Nawaz, ha sido primer ministro en tres ocasiones, siempre depuesto antes de terminar su mandato, y ahora era el candidato rehabilitado e importado para gobernar por cuarta vez. Su hermano Shehbaz ha sido con anterioridad primer ministro una vez, después de haber sido varias veces jefe de gobierno de la poderosa provincia del Punjab, donde Maryam, la hija de Nawaz, ejerce poder político por cuenta propia. Todo esto sin tener en cuenta la permanencia de la familia, lo mismo que los Bhutto, en el rol de oposición.

Los que mueven las cuerdas del poder hicieron condenar a Imran Khan en una maniobra típica del modus operandi paquistaní. A los motivos tradicionales agregaron ahora la de su “matrimonio ilegítimo” con una reconocida “sanadora” y mística, fervorosa musulmana. Con lo cual sembraron las semillas de una retaliación popular de amplias proporciones. Así, a pesar de haber perdonado e “importado” a Nawaz Sharif, a la prohibición de que Khan fuera candidato, a la proscripción de su partido, el “Movimiento por la Justicia de Paquistán”, al fraude que muchos denunciaron, al cierre temporal de los sistemas telefónicos durante el escrutinio y otra serie de maniobras, el prisionero político terminó ganando el mayor número de curules. Número que, según sus partidarios habría sido estrictamente mayor.

Nawaz Sharif, sorprendido, y que confiaba ganar, mal podría, en términos políticos, aceptar su fracaso. Entonces se proclamó ganador, con el argumento de que los independientes no tenían jefe y anunció que estaba dispuesto a liderar un gobierno de coalición. Candidato a ese pacto: Bilawal, el joven heredero de la dinastía Bhutto-Zardari. A la hora de la verdad, las 102 curules de los independientes fueron lo de menos. Sharif se mantuvo a flote, a pesar de su fracaso electoral, y su clan entró con el de los Bhutto en aquello que los ingleses llaman “horsetrading”, es decir las “negociaciones políticas” entre jefes que desean repartirse el poder.

Antes de que, muy a la manera de la “cultura política” paquistaní, los militares se echaran una vez más el peso del gobierno al hombro, los negociadores llegaron a un acuerdo: los dos partidos tradicionales, dinásticos, formarán un gobierno, junto con algunos partidos muy pequeños, y con la exclusión total de las 102 curules de Khan. La jefatura del nuevo gobierno corresponderá a otro de los Sharif, Shehbaz, el hermano de Nawaz, que comenzará a ser primer ministro por segunda vez, para completar cuatro gobiernos emprendidos por la familia.

Ese es el panorama de un país más pequeño geográficamente que el nuestro, con más del doble de población, con bomba atómica y uno de los diez ejércitos más grandes del mundo, en donde, a lo largo de las siete décadas de su existencia, las instituciones han tenido un valor relativo. En donde mandan a la cárcel, y a la horca, como ya lo hicieron con Alí Bhutto, a un expresidente y ex primer ministro en un juicio prototipo de persecución política, instigada por sus enemigos políticos y militares. Donde dos familias, con partido propio, protagonizan en forma excluyente la controversia política. Donde en asocio de los militares se proscriben candidatos y partidos nuevos, a conveniencia, y si es del caso perdonan judicialmente y traen del exilio un candidato tradicional para que gane las elecciones. Donde suspenden las comunicaciones a la hora de los escrutinios, donde los políticos se las arreglan para seguir en el reparto del botín del estado, y donde los militares reclaman “orden” y están listos a asumir el poder.

Ahí pueden ver los pesimistas, y los alarmistas de oficio, lo que son de verdad rupturas institucionales.

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