La invención de un nuevo país será tarea difícil porque nadie llega a gobernar, aunque quisiera, el primer día de la creación. El peso de la historia, con todos sus ingredientes, la memoria de épocas pasadas enraizada en el inconsciente colectivo, dinámicas profundas de funcionamiento de la sociedad, y la formación, molécula a molécula, de una cultura del poder, visto desde diferentes ángulos, serán factores que interfieren en los propósitos de cada inventor.
Los Balcanes son escenario excepcional del reto de encontrar obligatoriamente nuevas fórmulas de organización política, modus operandi de la economía y funcionamiento de la sociedad, ante el colapso del modelo de la segunda postguerra mundial. Modelo impuesto a sangre y fuego, sin excepción, con una cuota enorme de rupturas de toda índole, seguidas del imperio de la arbitrariedad, la desigualdad a nombre de una igualdad forzosa, y la proscripción de libertades elementales, paradójicamente a nombre de la dignidad humana.
En todos y cada uno de los países salidos de la experiencia de lo que dieron en llamar “socialismo real”, se ha podido comprobar que no existen fórmulas mágicas de acceso rápido a la felicidad. Aunque el disfrute de esas libertades, por tanto tiempo desconocidas, ha permitido cambios, por lo general desordenados, en el comportamiento social, y la aparición de una voluntad de ignorancia sobre las durezas del pasado, que conduce a una arriesgada frivolidad.
Albania sigue siendo una vitrina excepcional de las características extremas de las transformaciones balcánicas del último siglo. La dureza y el radicalismo propios de la implantación del modelo comunista, la índole autárquica de un régimen que, desde las pequeñas proporciones de su territorio, su población y su economía, se dio el lujo de renegar de los rusos de Stalin, los yugoslavos de Tito y los chinos de Mao, y la insistencia a ultranza en la adopción de un modelo propio, condujeron a un aislamiento que llevó a muchos a considerar a ese pequeño país como “una Corea del Norte” sobre el Adriático.
Por los caminos de la Albania de los años ochenta del siglo pasado se encontraban cuadrillas de mujeres cultivando hortalizas junto a la pista de aterrizaje del aeropuerto de Tirana, manadas de cabras por las carreteras, viejos camiones chinos abandonados, nidos de ametralladoras para defenderse de los yugoslavos y poquísimos automóviles y buses en las calles desiertas. Los jóvenes tenían al final de la tarde un rato de socialización en ciertas avenidas, y el rumor de su conversación se apagaba cuando sonaba la sirena del toque de queda, que marcaba el fin de la jornada.
En medio de esa vida austera, que muchos evadían al mirar a escondidas la televisión italiana, captada mediante el uso de tapas de ollas como antenas, y mientras los jerarcas del régimen fumaban cigarrillos extranjeros, ofrecían cenas de doce platos y bebían licores extranjeros, existía fascinación por los museos. De pronto se encontraba alguno de ellos en cualquier comarca, como elemento de recuerdo del pasado remoto y de las glorias del partido único. Bien que mal, los museos cumplían a cabalidad una misión de pedagogía histórica y expresión estética que contribuía a una idea de nación.
Había un mueso primoroso, en las afueras de la capital, dedicado al héroe nacional, Gjergj Kastrioti, llamado después Skanderbeg, por Alejandro y el título otomano de “beg”, algo así como caballero, que en el Siglo XV luchó hasta la muerte contra los turcos, que de niño se lo habían llevado, como solían hacerlo con muchachos distinguidos para educarlos en guerra y gobierno en Edirne. Solo que, como tantos otros, a la hora de ir a reprimir a sus compatriotas, se volvió cristiano y guerrero campeón de la lucha por su nación de origen. Y había otra exposición, un poco lamentable, dentro de una pirámide de arquitectura liviana, en el centro de la ciudad, dedicada a exaltar la vida y obra del camarada Enver Hoxa. Allí estaban su escritorio y su ropa, sus escritos y proclamas, puestas ya en el vacío que sobrevino a su muerte.
Ahora existe una nueva versión de ese museo, Bunk’Art 2, ubicado en uno de los escondites subterráneos del legendario camarada Hoxa, pero no dedicado precisamente a su gloria sino a poner en evidencia las características de su régimen y de su personalidad. Allí, en un laberinto poco iluminado, desde donde habría sido gobernado el país en caso de ataque nuclear, se muestran las huellas de la acción represiva de un régimen dominado por la paranoia y obsesionado con una especie de mesianismo centrado en la figura de una sola persona, que quería fungir sin pausa como guía supremo e indiscutido de la nación.
Tal como puede suceder en San Petersburgo, y en otras ciudades liberadas del yugo del sistema del partido único, dueño exclusivo del presupuesto, de las armas, de las oficinas, casas, edificios, calles, plazas, escuelas, granjas y mercados, así como representante údsnico de la supuesta voluntad de la nación, los viejos no quieren recordar la época de su juventud, porque les trae dolor, y los jóvenes no quieren saber de ese pasado, que les dañaría el sabor de ciertas delicias de hoy. De manera que parecen ser más bien los extranjeros, interesados en ver las huellas de ese exotismo un poco ridículo, quienes visitan principalmente Bunk’Art 2.
La idea de ayudar a curar mediante el conocimiento y el recuerdo las heridas del pasado es luminosa, pero el cumplimiento de ese objetivo es difícil de medir. A ese museo no se pueden llevar tantas cosas cuya presencia o ausencia se puede identificar y que se deberían reflejar en la vida cotidiana, escenario por excelencia de muestra de las virtudes de cada país. Los damnificados de la era anterior tienen interés en que la tragedia que vivieron se conozca allí, regada por toda la geografía del país. Pasar en blanco, por el atajo delds desconocimiento, equivale a una curación en falso, que después puede traer lasds consecuencias típicas del desconocimiento como causante de equivocaciones futuras.
Toda esa tarea de memoria requiere de valentía y ecuanimidad sobresalientes para ser tramitada a tiempo. Ojalá tres décadas sirvan para que el ejercicio comparativo del pasado con el presente permita sacar lecciones, pasando por encima de las divisiones actuales del espectro político. Pero todo esto necesita también de un liderazgo que corresponde a una de las obligaciones de buen gobierno, como es la de hacer bien las cuentas de todo y gobernar auténticamente para todos, en lugar de tratar a sus opositores como enemigos.
Buena parte de esa tarea corresponde a Edi Rama, un primer ministro que nació en la época comunista, que posa de socialdemócrata y no reniega del capitalismo. Aparte de sus obligaciones de promotor del desarrollo, Rama tiene que presidir el adelanto de un proceso discursivo de talante democrático que pueda vencer ideas anacrónicas que todavía circulan, tanto en la burocracia estatal como en los sectores populares, respecto de lo que es gobernar, por un lado, y participar en política, por el otro, dentro del marco de un estado de derecho. Esas serían, para comenzar, algunas de las piezas fundamentales que faltan todavía en el gran museo albanés. De eso depende la viabilidad de que se cumpla el sueño de formar de verdad parte de esa Europa que, desde el renacimiento hasta la caída de la Cortina de Hierro, se mantuvo tan lejos de Albania.