A la cárcel ha ido a parar el héroe que en 1992 llevó al equipo nacional de criquet de Pakistán hacia la conquista de su único campeonato mundial. Hazaña que, en un país donde ese deporte es rey, representaba la opción de dedicarse a lo que quisiera, sobre la base de su figuración popular.
Pocas cosas más atrayentes que una carrera política. El mundo y el alma de los pueblos funcionan así. La gente llega a pensar que si alguien lo hizo bien en algún oficio, de pronto sirve para gobernar. Idea reforzada por los interesados en el “fichaje” de nuevas figuras, que pronto le ofrecieron a Imran Ahmad Khan Niazi posiciones en el alto gobierno, que por un tiempo rechazó.
Más tarde resolvió lanzarse desde la plataforma de su éxito deportivo, fundó un partido, diferente de los manejados por familias políticas establecidas, y pasó a convertirse en alternativa de gobierno en uno de los países más predecibles a la hora del fenecimiento de sus gobernantes, que de pronto, cuando lo determinen poderes desde la sombra, se tienen que ir.
Así son las cosas en ese vibrante país, salido de la división de la India Británica para ser la patria de “los puros”. Su legendario fundador, Muhammad Alí Jinnah, prefirió que los musulmanes hicieran tolda aparte, cuando los esfuerzos pacifistas de Mahatma Gandhi parecían desfallecer en el empeño de tener una India para todos, dentro de la cual los musulmanes, a la hora de la verdad, serían minoritarios.
En Pakistán funcionan mecanismos para ascender y descender del poder de acuerdo a fórmulas que combinan elecciones, populismo, “profetismo” musulmán, tradiciones familiares de poder político o “pronunciamientos militares” velados o explícitos. Por lo cual con frecuencia los gobernantes llegan al callejón que los lleva ante los tribunales, para terminar en la cárcel y hasta en el patíbulo. Como Alí Bhutto, que fue ahorcado. Sin perjuicio de que figuras políticas terminen asesinadas, como su hija Benazir Bhutto.
La liturgia del poder en Pakistán obliga a preguntarse cuál es el factor definitivo que conduce a la “tarjeta roja” de expulsión de los gobernantes. ¿Quién es, después de todo, el árbitro de la vida política?. ¿Quién decide la forma de darle “fundamento institucional” a la caducidad de una u otra persona?. ¿Quién resuelve ponerla en manos de jueces que parecerían complementar la decisión oculta de que alguien no puede seguir en el gobierno?.
El caso de Imran Khan permitiría aproximarse a una explicación. En un país en el que chicos y grandes sueñan con jugadas de Cricket, Khan reunía los requisitos no escritos para gobernar. Como los criollos en América Latina: salidos de familias de tradición, así fuese provinciana, educados en buenas universidades, en algunos casos con un poco de “mundo”, de palabra fácil, una buena dosis de carisma, y el apoyo de la prensa y de ciertos factores de poder, como los grandes empresarios y sectores suficientes de la clase política tradicional.
Las tribus Pashtun, de las cuales proviene la familia Khan – Niazi tienen tradición suficiente para producir un político de alto nivel en el medio paquistaní. Estudió en Worcester y después en Keble College de Oxford, donde bien que mal, además de jugar en el equipo de la universidad, se graduó en Filosofía, Política y Economía. Se casó en primeras nupcias con una distinguida miembro de la familia británica Goldsmith, y actualmente está unido a Bushra Bibi, paquistaní y musulmana observante.
El resto del éxito de Imran Khan proviene de su propia cosecha de personaje carismático, capaz de llenar plazas con sus adeptos, destinatarios de un discurso hecho a la medida, con un poco de populismo, disfrazado de pragmatismo, dosis adecuada de nacionalismo, apego a los valores musulmanes, y al liberalismo económico, bajo la bandera siempre atrayente de la lucha contra la corrupción. Preside además una fundación que lleva su nombre y se ha ganado reconocimiento general por sus tareas de beneficio humanitario, y ha sido “Chancellor” de la Universidad de Bradford, en el Reino Unido. Credenciales suficientes.
Llegado al gobierno, Khan advirtió que sólo tenía parte del poder. También entendió que lo condicionaban factores de dimensión mundial. Encima de todo tuvo que manejar su parte de la pandemia, que puso a prueba a tantos gobernantes en todos los continentes, exigidos al máximo y por lo general mal retribuidos por sus esfuerzos, como si hubieran sido los responsables de ese mal colectivo.
En cuestión de cinco años, Imran Khan pasó de ser una estrella fulgurante, consagrada como primer ministro, a ser víctima política del mismo Parlamento que ahora le retiró su confianza, a partir del retiro cuidadosamente calculado del apoyo de algunos de sus miembros, y le obligó a entregar el poder. Con el agregado de que seguidamente, como para rematarlo políticamente, se le acusó de “prácticas corruptas”, motivo por el cual fue a dar a la cárcel, condenado a tres años, con la prohibición adicional de participar en la vida política por cinco años. Una verdadera fórmula de aniquilación.
Las acusaciones contra Khan se centraron en haber declarado de manera inadecuada el recibo de los consuetudinarios regalos que los gobernantes intercambian con motivo de visitas oficiales en una u otra dirección. Luego se agregaron las de terrorismo, por el hecho de que sus partidarios desataron disturbios luego de que un grupo paramilitar lo sacó ilegalmente de un tribunal donde respondía por unas acusaciones, para “guardarlo” preventivamente para formularle otras.
En Pakistán se ha dicho que a todo eso se sumó una petición de los Estados Unidos de hacerlo a un lado por haber mantenido una posición neutral en la guerra de Ucrania y sostener cercana amistad con los gobiernos de Rusia y China. Pero todo parece indicar que el verdadero pecado político mortal del otrora héroe del criquet consiste en que se enfrentó a algunos de los jefes del poderoso ejército de su país y a familias políticas tradicionales, ansiosas de retornar al poder.
Ahí está, en el caso de Pakistán, una nueva ilustración de cómo cada país tiene sus liturgias de la vida política, difíciles de modificar sin el protagonismo de una ciudadanía vibrante, madura, responsable e interesada en la buena marcha del estado, que facilite la de la sociedad. De lo cual no se tiene por lo general conciencia, de manera que el campo queda abierto para que, desde la sombra, sigan actuando, conforme a sus intereses, los dueños de las mayores cuotas de poder.