Si Volodímir Oleksándrovych Zelenski hubiera firmado de una vez un acuerdo que permitiera el acceso de los Estados Unidos a los recursos minerales de su país, como pago por elementos de guerra sin contraprestación en materia de defensa, otro habría sido el espectáculo del encuentro con Trump el viernes pasado en el Salón Oval de la Casa Blanca.
Autoproclamado campeón del arte de los negocios, que confunde con la política, Trump habría elogiado su propia capacidad de arreglar problemas, en su condición de jefe del experimento neo imperial de alcance mundial que preside. Zelenski habría sido mencionado como un aprendiz disciplinado, obligado a guardar silencio en un espectáculo dominado por falacias. Como que la guerra misma “es apenas el dos por ciento” de un problema que se maneja con “cartas” cuantificables en dólares.
El maltrato del que fue objeto el presidente ucraniano, por haberse atrevido a explicar que Putin no cumple acuerdos, y que la paz no estaría tan cercana, contrasta con la actitud resignada de Trump ante las interrupciones del presidente francés y del primer ministro británico, que corrigieron en público las acostumbradas mentiras del jefe de la Casa Blanca.
El vicepresidente Vance no se lanzó en esas ocasiones a rescatar a su jefe. Una cosa habría sido enfrentar al francés, o al británico que acababa de entregar a quien se ha autodenominado “rey” de Estados Unidos una invitación de Carlos Tercero, y otra maltratar a Zelenski, que no es del gusto personal de Trump, representa un país debilitado por la guerra, y no tiene el inglés por lengua nativa.
En cambio, al ver a su presidente perdido como de costumbre en el orden de la discusión, Vance saltó a reprochar a Zelenski por un supuesto irrespeto que el propio videpresidente protagonizaba con el mismo hecho de irrumpir en una conversación entre jefes de Estado. Después de que un periodista cuestionara indecentemente a Volodímir por su vestimenta.
El mundo al revés, donde miembros de una camarilla que se está tomando por asalto el poder federal en contravía de las reglas del Estado de Derecho exige excusas a su víctima. Mientras Elon Musk, con un pie adentro del gobierno, para “destruir el Estado profundo”, y otro en sus negocios, aparece detrás del escritorio presidencial vestido como le da la gana, con su hijo al hombro, e interrumpe a voluntad al señor presidente.
Siempre será difícil saber qué piensan o para dónde van los autócratas. Ni siquiera ellos mismos parecen saberlo. Confían infinitamente en su ingenio, y quienes les rodean aplauden para no caer en desgracia, mientras intentan descifrar los recovecos de su pensamiento. Otros, con independencia, deben hacer abstracción de payasadas y prepararse a tiempo para los peores escenarios.
Eso es lo que debe hacer Europa, que vive en su propio suelo una nueva arremetida de las intenciones imperiales de Rusia, no ya bajo el sello del comunismo soviético, sino de un déspota conservadurista que lleva veinte años en el poder y es tan impredecible como su nuevo aliado de Washington.
Los gobernantes de Europa, con excepción del húngaro, y acompañados del canadiense, entienden que el comportamiento de Trump, no sólo por el incidente con el jefe del Estado ucraniano, sino con las votaciones en Naciones Unidas del lado de Rusia, la aspiración de anexar al Canadá, y la suspensión del apoyo militar a Ucrania, representa una fractura del concepto mismo de “Occidente”, vigente desde 1945.
A los europeos, separados de los Estados Unidos “por un bello océano” como proclama Trump en alarde de conocimientos geográficos, y al canadiense, irrespetado reiteradamente al ser llamado “gobernador”, con la amenaza de anexión de su país, a la manera de las anexiones de Hitler, les asisten responsabilidades históricas que deben ejercer ahora mismo.
La reunión de Lancaster House resultaba obligatoria y urgente, no sólo para demostrar el apoyo a la causa de Ucrania, sino para establecer los términos de una estrategia destinada a varios fines cuya búsqueda es indispensable.
Advertidos de los extremos a los que Trump puede llegar en favor de Putin, los europeos deben acometer, a través de gobernantes que todavía merezcan algo de respeto en Washington, la tarea de impedir que se consolide un divorcio trasatlántico, inconveniente tanto para Europa como para los Estados Unidos. Última oportunidad para la Casa Blanca de recuperar algo del hoy abandonado “liderazgo del mundo libre”.
Las democracias europeas, que sí lo son, deben hacer cuentas nuevas de su futuro estratégico, militar y económico, despojado de la “sombrilla americana”, que Trump ha llenado de agujeros y aparentemente está dispuesto a desechar en favor de un mundo dominado por “capos”, tanto en su país, como en Rusia, China, Israel e India, dentro de los cuáles él mismo aspira a ser “el Supremo”.
Los europeos deben concebir con urgencia un plan propio de apoyo militar, político y económico a Ucrania, así la idea de la suspensión temporal del apoyo estadounidense no sea más que uno de los ardides típicos de las estrategias de negocios inmobiliarios en Manhattan. La confianza está perdida. Y la intermediación o el reemplazo de los negociadores de verdad, que son los involucrados en la guerra, no puede ser aceptada, para que el destino de Ucrania, y el de Europa, se definan entre la Casa Blanca y el Kremlin de Moscú.
Ya se sabe que cualquier propuesta de paz europea va a ser de difícil recibo por parte del presidente ruso, resucitado gratuitamente, como si fuera de verdad jefe de una superpotencia, por la abyección del presidente de los Estados Unidos. Imposible olvidar que el lenguaje de Putin, que como dijo Kamala Harris se desayunaría a cualquier negociante de edificios, es el de los tipos duros de la barriada, dispuestos a continuar hasta cuando sea necesario el sacrificio de vidas humanas, propias y ajenas, ante el “altar de la patria”. Y, por supuesto, la propuesta también debe resultar difícil para satisfacer el ego descomunal de Trump, que en todas las ocasiones desea aparecer como el vencedor, así lo hayan derrotado en franca lid, y decir la última palabra.
La integridad territorial de Ucrania, vulnerada desde 2014 con la anexión de Crimea, ante los ojos impávidos de Europa y el resto del mundo, sigue siendo un problema eminentemente europeo. El precedente de la acción violenta de Rusia es temido en países que vivieron la experiencia de la expansión que en su momento configuró la Cortina de Hierro. Por lo cual Europa Occidental debe tener asiento en la discusión de ese problema territorial, lo mismo que en las de la presencia de población rusa en segmentos del territorio ucraniano que no recibieron reconocimiento institucional, el destino de los territorios de lado y lado ocupados en desarrollo de la guerra, y el reparto de la riqueza mineral que los Estados Unidos desean manejar a manera de pago por su contribución restringida, en un esfuerzo bélico en el que Europa ha contribuido mucho más que los americanos.
Sin perjuicio del destino inmediato de Ucrania, el problema de fondo es el de la ruptura del concepto mismo de Occidente, tal como lo hemos conocido, y las perspectivas del reparto del poder en el Siglo XXI. Se imponga o no, debido a las circunstancias o las negociaciones, un nuevo esquema de distribución del mundo según afiliaciones imperiales, entre Estados Unidos, Rusia y China, Europa tiene cómo figurar con su propia identidad en un nuevo mapa. No como imperio, sino como un espacio de vigencia de la libertad y la diversidad de visiones del mundo y de la vida, animado por el espíritu clásico de la democracia.
Dentro de ese escenario, nuestro continente también debe hacer sus propias cuentas. Debe aprovechar la oportunidad para demostrar que no lleva en vano dos siglos de búsqueda de ideales cada vez más alejados de los que ahora se han tomado el poder en el Norte, hacia donde muchos han mirado con admiración y añoranza. Ese Norte está desdibujado y parece haberse rendido gratuitamente ante su contendor de la Guerra Fría, desandando su aparente victoria en esa etapa que, a la luz de los hechos de hoy, tendría un ganador distinto.
Es mejor que nuestros valores sigan siendo los de ese Occidente de libertad y apego a la democracia que por tanto tiempo hemos buscado. Ningún momento mejor que este para marcar nuestra distancia de los imperialismos. También para hacer alianzas afines con nuestros merecimientos, que no pueden ser ofrecidos gratuitamente a autocracias ajenas.
Ya vendrán nuevos tiempos, cuando estallen en pedazos las extravagancias de jinetes apocalípticos que no pueden ser eternos. Los Estados Unidos pierden cada día, debido al brusco giro de su presidencia, no solo prestancia, respeto y poder, ante el mundo; en el fondo de su sociedad subsiste el fermento de principios y valores que no han desaparecido y que volverán en algún momento, para que se posible un reencuentro con aliados de hoy que, para entonces, habrán aprendido la lección de que las “sombrillas americanas” no son necesarias.