Como si en el mundo no se vivieran crisis y enfrentamientos suficientes para copar la atención de gobernantes, naciones, organismos internacionales, estrategas y fabricantes de armas, en el sudeste asiático, donde ya hubo dos guerras de Vietnam que involucraron a poderosos imperios que salieron de allí derrotados, en los últimos días volvió el intercambio de balazos y bombardeos entre dos actores de suelen aparecer más en las guías de promoción de turismo que en las páginas rojas.

De un momento para otro estallaron combates entre tropas tailandesas y camboyanas en la zona limítrofe de los dos países, allí donde existen diferencias respecto de su demarcación, como nuevo episodio de una disputa fronteriza que proviene de tiempo atrás, como consecuencia de la falta de claridad y las equivocaciones de antiguos poderes coloniales para definir los límites de sus antiguas colonias a la hora del tránsito a la vida independiente.

No es raro que subsistan diferencias en una frontera de más de 800 kilómetros, que como todo límite entre países vecinos puede presentar “lagunas” de demarcación. Lo complicado es que, en ese tipo de fronteras, las comunidades que habitan de uno y otro lado forman una sociedad que tiene tantas cosas en común que no son muy tenidas en cuenta por las cancillerías y los gobiernos en las respectivas capitales. 

Francia ocupó Camboya por un siglo, desde mediados del XIX, hasta cuando esa colonia accedió a la independencia. Tailandia, el antiguo Siam, ha sido siempre un reino independiente y mantuvo con Francia diferencias respecto de la frontera, que luego fueron heredadas por Camboya. Un tratado limítrofe, bajo la presión francesa, a principios del Siglo XX, fue denunciado más tarde por Tailandia precisamente debido a esa presión que consideró indebida.  

El problema surgido en los últimos días en el Sudeste asiático no se parece a los que aquejan al Oriente Medio o al Oriente de Europa, donde las cosas lucen imposibles de arreglar en el primer caso y complicadas en el segundo. Entre Camboya y Tailandia hay simplemente una zona de disputa, llamado el “Triángulo Esmeralda”, que aloja varios templos, entre ellos el famoso santuario hindú de Preah Vihear, construido hace más de mil años por el Imperio Khmer, camboyano. 

Tradicionalmente, vecindad obliga, las relaciones entre los dos países han sido complementarias. Tailandia tiene un nivel superior de desarrollo, y provee de bienes elaborados industrialmente a Camboya, y ésta última facilita productos agrícolas y mano de obra suficiente y barata, que se integra fácilmente a los procesos económicos tailandeses. 

Otra cosa es que tanto Camboya como Tailandia han reclamado la propiedad de la zona esmeralda con sus templos, principalmente el de Preah Vihear, asunto que llegó hasta la Corte Internacional de Justicia de La Haya, que en 1962 dictaminó que el templo se encontraba en territorio camboyano. 

En 2000, los dos países formaron una Comisión Conjunta destinada a resolver pacíficamente sus diferencias. Como suele suceder entre países de largas fronteras, los resultados de esa modalidad de manejo de problemas son pobres, pues no hay quién aliente su funcionamiento en ninguno de los dos lados. De ahí que, en 2008, cuando la UNESCO se aprestaba para declarar Preah Vihear como Patrimonio de la Humanidad, se produjeron escaramuzas y una nueva comparecencia ante la Corte de La Haya, que volvió a fallar en favor de Camboya. 

Tailandia se manifiesta en favor de soluciones de carácter bilateral, que refuerza, según Camboya, con su poderío económico y militar muy superiores a los de su vecina, para hacer prevalecer sus intereses. Razón por la cual los camboyanos prefieren acudir a la justicia internacional, cuyas decisiones pueden resultar inocuas en cuanto el irrespeto por las decisiones de La Haya se ha extendido siguiendo el ejemplo de las grandes potencias, que desprecian olímpicamente esas instancias. 

El conflicto, siempre latente, despertó ahora cuando los tailandeses estimaron que había camboyanos “cavando una trinchera” en un sector de la frontera indefinida. Entonces dispararon y dieron muerte a un soldado de Camboya. De ambos lados llegaron refuerzos, se descubrió la existencia de minas antipersonal, Tailandia anunció el retiro de su embajador en Phnom Penh y la expulsión del camboyano acreditado en Bangkok. Se cerraron los pasos fronterizos más conocidos, se estrenaron aviones de guerra tailandeses para bombardear objetivos camboyanos, hubo intenso cruce de fuego. Ambas partes se consideraron agredidas y acreditaron la muerte de ciudadanos propios. Una guerra de tercer mundo, digna de mejor causa. 

La confrontación significó un cambio importante en la forma como los dos países han manejado su vecindad. Hasta hace poco, los herederos de dinastías políticas de ambos lados mantenían un diálogo fluido. Tanto que la primera ministra del lado tailandés, hija de un antiguo primer ministro, fue suspendida luego de que una interceptación telefónica en la que trataba con especial deferencia a su homólogo camboyano y, pecado mortal, se refería en términos despectivos a sus propios comandantes militares. 

Ante la guerra entre vecinos condenados a convivir por siglos enteros, tenía que aparecer un mediador para detener las acciones. Y es en esa materia en la que se han presentado cosas novedosas. Aparecieron los Estados Unidos bajo su nuevo talante, con la nueva modalidad de ejercicio de “policía del mundo”, esto es con el arma preferida y prácticamente única de su presidente: la de unas llamadas presidenciales para amenazar con el garrote de los aranceles, a cambio de que los países se allanen a cumplir con el dictado de Washington, en este caso el cese del fuego. 

También apareció, como símbolo de nuestra época de desmonte de anteriores atribuciones imperiales y nuevo reparto del juego en ciertas regiones del mundo, un mediador de verdad, cercano, accesible, que entiende el contexto regional, que no llega como policía federal sino del barrio, a ayudar en la solución del problema con dosis adecuadas de autoridad, reconocimiento y cuidadoso respeto por las partes. Este fue Anwar Ibrahim, primer ministro de Malasia, eterno amigo, víctima, competidor y rival del centenario Mahatir Muhamad, que a nombre de su país intervino para conseguir un cese del fuego que tiene significación muy alta para frenar a tiempo un conflicto inútil.

Malasia se suma así por lo menos a Turquía y Catar, que hacen cada vez mejor la tarea de arreglar problemas, o por lo menos de intervenir como propiciadores de arreglos en escenarios anteriormente atribuidos con exclusividad a las grandes potencias de cada época. Una modalidad, y sobre todo una realidad de acción política internacional que refleja las mutaciones que se presentan en el ejercicio del poder, abre nuevos interrogantes y posibilidades de soluciones adecuadas a problemas que con frecuencia no quedan bien arreglados cuando los componedores son altivos, distantes, y sobre todo ignorantes de la idiosincrasia de pueblos a los que consideran inferiores. 

En ese tono, falta ver de dónde sale alguien que pueda mediar en la muy interesante controversia que se presenta en el contexto de las Américas a raíz de la pretensión muy “trumpiana” de que el presidente brasileño, como si fuera un cacique amazónico y no el jefe de un Estado de derecho, suspenda el proceso que se le sigue al expresidente Bolsonaro por haber pretendido, mediante una acción también “trumpiana”, echar para atrás el resultado de las últimas elecciones presidenciales, que lo sacaron del poder. 

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