Si se tratara de escoger, con la votación libre de los ciudadanos de todos los países, un “presidente del mundo“, muy posiblemente no saldrían elegidos ni el de Rusia, ni el de China, ni el de los Estados Unidos, quienes a juzgar por su talante y las muestras de sus ambiciones bien quisieran tener la oportunidad de gobernar el globo completo.

Por fortuna el mundo no necesita un presidente, pues nadie podría con esa carga y sería lamentable que tanta gente, de tantos países, llegara a tal grado de alienación como para encargarle a una sola persona, y mucho menos a uno de los tres mencionados, la orientación del destino universal. 

Si bien nuestra época está colmada de fenómenos que pueden resultar agobiantes y confundir a la gente y a los conductores de naciones, la manera de afrontarlos no puede ser la que señale uno u otro jefe con ínfulas de inspirado, de esos que creen saber de todo y merecer poderes ilimitados. Algo debe quedar de la experiencia de tantos esfuerzos democráticos, y de las heridas de dictaduras criminales del siglo pasado, para que sea posible evitar que personajes parecidos a los de entonces lleguen a hacer el daño propio de una autocracia con propósitos universales en el Siglo XXI. 

Vivimos un momento de la historia en el que están en crisis conclusiones a las que se llegó de manera entusiasta y superficial, al finalizar la Guerra Fría. Una de ellas es la supuesta apoteosis absoluta e indiscutible del capitalismo, con la globalización de un sistema considerado como gran vencedor de la competencia con el “socialismo real” y único practicable y sostenible hacia el futuro. Apoteosis que nunca se produjo como lo esperaban sus predicadores, bajo el impacto de los defectos sociales propios del modelo. 

También está bajo fuego, en algunos casos amigo, el paradigma de la democracia occidental. Paradigma no ha podido encontrar nido en sociedades de trayectoria milenaria bajo otras modalidades de ejercicio del poder. Aún en democracias que se creían consolidadas, crece la insatisfacción por el modelo tradicional de representación popular, que se considera inadecuado o incapaz de responder con pertinencia, eficiencia y prontitud a las aspiraciones de la gente. 

Sin límites de sistema, crece el descontento con los gobiernos y con la clase política, desconectados de las profundidades de cada nación. La gente del común siente que la atención prioritaria del Estado se orienta al manejo de la economía, camino por el cual resultan siempre beneficiados los poderosos. 

En medio del desconocimiento y el escepticismo tradicionales, crece también la animadversión hacia las instituciones internacionales, alimentada con la interferencia de organismos supranacionales en la vida cotidiana de regiones y aldeas. Fenómeno que presenta un cuadro preocupante para la supervivencia de entes como la Unión Europea, cuyo mérito pacificador en el continente más violento del Siglo XX desconocen las nuevas generaciones. 

Se abre paso una crítica creciente al manejo de la post Guerra Fría en la Europa Oriental, en medio de los temores por la recuperación de espacios por parte de Rusia, para cuyos gobernantes resultó inadmisible la desbandada de los países del Pacto de Varsovia que corrieron a llamar a la puerta de la Unión Europea y de la OTAN. Se dice que Occidente fue arrogante hasta el punto de menospreciar a Rusia, y que el resentimiento de esta última por ese trato, y el deseo de recuperar espacios de influencia, llevó a la Guerra de Ucrania. 

Tal vez la más preocupante de las señales de nuestra época sea la llegada al poder de una generación de personajes “mussolinianos”, como el de Estados Unidos, que se creían desaparecidos del mundo políticamente civilizado. Así se deduce de la falta de respeto por el Estado de Derecho, el desdeño hacia la verdad, y la tendencia a manejar problemas con medidas unilaterales y no mediante el diálogo democrático y la negociación respetuosa entre contradictores internos y exteriores.

Todo esto se presenta en momentos en que la globalización, puesta ahora por algunos en entredicho, y considerada por otros la mejor forma de hacer que el mundo funcione, se ha convertido en epicentro de una discusión llamada a definir la carrera por el predominio de un nuevo otro país en el siglo XXI.

De los dos finalistas en esa carrera, China desea cabalgar sobre la globalización para influir de manera cada vez más contundente en todos los escenarios. Mientras tanto, los Estados Unidos parece que quisieran, bajo la actual administración, reemplazar la globalización por su ejercicio imperial. Con el ingrediente de que lo que suceda dentro y fuera del ámbito territorial de ese país, puede todavía traer consecuencias de carácter global.

En ese contexto resultan preocupantes, hacia adentro, las decisiones del nuevo presidente sobre la nacionalidad por nacimiento, el desmonte brutal e improvisado del aparato administrativo de la administración pública central, la entronización de un magnate de empresa privada como cirujano de la estructura del Estado Federal, la arbitrariedad en el manejo presupuestal, la muerte por asfixia de entes estatales y la venganza contra oponentes políticos o investigadores judiciales, todo pasando por encima de la Constitución, con la complicidad implícita y el silencio del Partido Republicano, mayoritario en el Congreso. 

Hacia afuera, resulta infortunada, en la perspectiva del futuro, la pretensión de dar órdenes y anunciar medidas en todos los tableros posibles, en distintos continentes. Como si se tratara de ejercer una presidencia imperial de la cual dependiera el destino del mundo, se sanciona o se premia, se usa un lenguaje de descalificación, se desconocen afinidades y se destruyen alianzas y amistades. Con lo cual todo lo que se consigue es el fortalecimiento de las opciones de los enemigos y el surgimiento de alternativas diferentes de la “americana” en materia de alianzas internacionales.

La siembra de tempestades y conflictos internos y exteriores, en ejercicio de un revisionismo que busca construir el futuro sobre la base de un pasado indefinido que cada quien puede interpretar como quiera, lleva inocultable contenido populista que, con la presencia de falsedades, fortalece un resentimiento inocultable hacia el presente, y aprovecha las grietas del anquilosamiento burocrático, el gigantismo estatal, la opacidad del gasto público en ciertos sectores y la tradición tendenciosa de medios de comunicación hasta ahora intocables. 

No deja de ser fascinante el espectáculo de un presidente que trabaja febrilmente en busca del cumplimiento de sus promesas y de sus inventos posteriores a la elección, cuando tiene conciencia de que a la mitad de su mandato sería ya octogenario. Condición angustiosa de lucha contra el tiempo que muy pocos gobernantes han tenido que afrontar.

También será fascinante observar cómo, en lo interno, el Estado de Derecho reacciona ante el asedio y el irrespeto, en el país que se ufana de haber inventado la consagración formal del equilibrio de poderes. Será interesante ver en qué terminará el intento de desmonte del esquema tradicional del gobierno federal por parte de inexpertos, hasta dónde será capaz el sistema judicial de defender la Constitución, hasta dónde llegará la somnolencia del Congreso, qué tanto queda del Partido Demócrata, cómo defienden sus fueros los Estados y qué tanto éxito llegue a tener el remplazo de burócratas por programas de inteligencia artificial. 

Y frente al mundo, hasta dónde puede llegar el cumplimiento de los propósitos de ejercicio de poder internacional con tono imperial. Es decir, si por la razón o la fuerza Canadá termina siendo de verdad un Estado de los Estados Unidos, si el Canal de Panamá vuelve a ser manejado como a principios del Siglo XX, si Gaza se convierte en lugar de recreo, con torres y campos de golf marca Trump, y si los palestinos emprenden una vida feliz en Egipto y Jordania, después del cumplimiento de las amenazas proferidas contra esos dos países por no acatar el designio imperial. Más las cosas que en adelante se le ocurra proponer a quien se cree presidente del mundo. 

Tal vez, ante la desmesura verbal, la provisionalidad de medidas que se toman hoy y mañana se cambian, la imposibilidad de cumplir a la vez tantos propósitos, y el rechazo abierto a las pretensiones de un nacionalismo imperial, habrá que juzgar la era que se inició el 20 de enero más por las actuaciones que por las palabras incontables del nuevo presidente.

Entre tanto, con el aislacionismo selectivo, el desprecio por amigos y aliados naturales y el comportamiento de espadachín que tiene en la mano el arma aparentemente infalible de los aranceles, no deja de ser preocupante que el tono de la nueva administración de los Estados Unidos propicie no solamente un contagio de autoritarismo, expansionismo y arreglos de cuentas fronterizos que termine por acabar viejas amistades y alianzas, sino el surgimiento de una amplia e inédita reacción anti americana difícil de revertir. Mientras los Estados Unidos les hacen a otras potencias el favor de avanzar en todos esos espacios de poder que por una u otra razón van quedando vacíos. Con lo cual el deseo de “hacer a América grande otra vez” podría terminar en lo contrario.

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