Bajo el nombre seductor de “Agendas Ocultas”, John Pilger publicó en Londres a fines del siglo pasado un libro de setecientas páginas con observaciones, críticas y revelaciones, sobre la marcha del mundo.

Describió detalladamente las acciones combinadas de británicos y estadounidenses para disponer de la isla Diego García, con la expulsión de sus habitantes aborígenes y la posterior negación de su existencia, de manera que el territorio insular sirviera de base para el bombardeo occidental a Irak, entre otros propósitos destructivos.

Denunció la forma como los británicos se apoderaron de Malaya, con la excusa de que los sultanes les habían pedido protección, cuando en realidad lo que hicieron fue adueñarse de las plantaciones de caucho. También cuestionó la empresa “civilizadora” de Kenia, con sus esfuerzos por suprimir “insurgentes amorales”, y los campos de concentración de nativos, para ponerlos en orden mediante métodos brutales.

Desveló la retórica teatral de la confrontación de Guerra Fría entre la Unión Soviética y los Estados Unidos. “Descubrió” que las dos superpotencias respetaban tanto el espacio de influencia de cada una, que apenas expresaban delicadas sonrisas de simpatía hacia causas que fueran en contra de los intereses de la otra, sin que estuvieran dispuestas a intervenir abiertamente en ningún proceso que los afectara.

Con nombres propios, no dejó títere con cabeza. Describió las relaciones ambivalentes de las potencias con ángeles que pasaron a ser demonios y viceversa. También citó declaraciones escandalosas de “estrellas” de la política y la diplomacia, de todas las orillas. Puso a circular nombres de países que no eran conocidos y descubrió tragedias ocultas. En fin, armó un catálogo de denuncias, denso en detalles y profundo en consideraciones geográficas y políticas, como solo un extraordinario, hábil y acucioso reportero puede hacerlo.

Si bien ese libro, de 1999, es un catálogo pormenorizado de todo tipo de fenómenos más o menos ocultos, muestrario de la hipocresía de los poderosos y de la habilidad de los más elegantes bandidos para describir sus hazañas y “explicar” y justificar sus acciones, la tarea del controvertido periodista, que acaba de fallecer octogenario, se extendió a lo largo de medio siglo y tuvo todo tipo de manifestaciones, desde columnas en los principales diarios londinenses hasta películas y documentales con tremenda carga de denuncia.

Así, a lo largo de medio siglo, fue destapando hechos y fenómenos que nadie había descubierto o simplemente no se atrevía a hacer del conocimiento público. Con lo cual se convirtió en vocero de causas hasta entonces ocultas, además de sorprendentes, de gente desconocida y sin voz, al tiempo que se convertía para muchos, desde políticos, gobernantes, oligarcas y diplomáticos, hasta dictadores, en un personaje tan incómodo que llegó a ser objetivo político de los poderosos occidentales y militar de los Khmer Rojos.

Estuvo en muchos lugares del mundo, con ese gesto del reportero que lleva ojos por todas partes. Por eso conoció el terreno de sus múltiples aventuras, desde Vietnam y Camboya hasta Sudáfrica, Timor y Birmania, por referir solo algunos de sus destinos. Estaba presente en la misma sala en el momento en que asesinaron a Robert Kennedy. Sus denuncias, además, no se limitaron a los hechos de los protagonistas de decisiones desde gobiernos y empresas, sino que también cuestionó a sus colegas de la prensa, de viva voz, como cuando les achacó parte de la responsabilidad por no destapar las mentiras de Bush y Blair cuando devastaron a Irak.

Para molestia de los altos mandos civiles y militares de los Estados Unidos, difundió el fenómeno, ahora apenas explicable, de la falta de moral y entusiasmo de las tropas estadounidenses en la guerra de Vietnam. También denunció, e ilustró con imágenes de película conmovedoras, no solamente los bombardeos de Camboya, sino los crímenes genocidas de Pol Pot.

Descubrió seres olvidados, afectados por la Talidomida, y mostró al mundo imágenes de niños víctimas inocentes de decisiones políticas y militares. Exploró el contenido y los efectos de las “sanciones” que terminan siempre por perjudicar a los más débiles. Se asomó a los efectos nocivos de la globalización. Y mantuvo viva la protesta por las cuentas por arreglar en el Medio Oriente. Además, mantuvo entrevistas con disidentes de regímenes comunistas de la Europa oriental.

Criticó la insuficiencia del esquema posterior a la abolición del Apartheid en Sudáfrica, por el hecho de haberles dado poder político a los negros, mientras en lo económico los mantenía confinados en su miseria. Con lo cual se ganó la molestia de todas las partes.

Por supuesto fue durísimo crítico de la forma como en su Australia natal han sido tratados históricamente los aborígenes. Cuestionó la hipocresía occidental cuando respondió a los ataques terroristas del 9/11 con acciones terroristas de su parte, bajo otro nombre, y con efectos devastadores que quedaron en la impunidad.

Advirtió sobre el asalto que en uno y otro lugar se desarrolla contra la democracia. Planteó interrogantes sobre la relación de Occidente con China hacia las próximas décadas. Y naturalmente apoyó la empresa de destape de Julian Assange a través de WikiLeaks.

La virtud, el problema, y también el pecado de John Pilger fue el de haber emprendido la tarea de escudriñar temas controversiales, con gran habilidad para descubrir y exponer ante el mundo tragedias humanas en un contexto político, y hacer  interpretaciones del mundo que no coincidían con las del respectivo establecimiento.

Su independencia discursiva condujo a que resultara desde temprano enfrentado, fuese al establecimiento australiano, el de su país natal, al británico, su país adoptivo, o al gran “establecimiento mundial”, que en la época de apogeo de su acción periodística estaba representado por las interpretaciones del mundo predominantes en Washington o en Moscú.

Afrontar las reacciones de cualquier establecimiento, puesto a la defensiva, no es tarea fácil. Máxime cuando cuenta con el apoyo, voluntario, inocente u obligado, del conjunto de los medios de comunicación, cuya tarea, en ocasiones inadvertida, es la de mantener vigentes las interpretaciones dominantes.

Inserto en el corazón de la prensa británica, Pilger tuvo que aceptar en una época que sus reportes de cualquier índole fuesen acompañados de la salvedad de que se trataba, en cada caso, de una “visión personal, y no de un reportaje objetivo”.

Es muy es posible que se haya equivocado en sus apreciaciones, pero es imposible que se haya equivocado siempre. Además, no se inventó los hechos. Sólo que presentó respecto de ellos una mirada que era la más difícil de presentar, la que implicaba mayores problemas y, sobre todo, la que mejor denunciaba y ponía de presente la doblez y las faltas no sólo de los encargados de contar lo que pasaba, sino las de los protagonistas de los hechos.

Todo establecimiento tiene derecho a defenderse. Otra cosa es que lo sepa hacer con honestidad, con seriedad, con seguridad, conforme a patrones que lo hagan más respetable. Muy diferente es que quiera prevalecer a ultranza e inventarse las razones que sea para justificar cualquiera de sus comportamientos, y sobre todo de sus equivocaciones.

Frente a ello, la existencia de personajes como John Pilger resulta de utilidad pública y de sanidad política. En medio de las polémicas que suscitó, no todos lo consideraron un removedor de impurezas. A lo largo de su vida siempre hubo quien reconociera su valentía personal y el valor argumentativo de sus recuentos y sus denuncias. Por eso recibió numerosas distinciones y reconocimientos, a los cuales nos sumamos, a sabiendas de que, como él mismo lo aceptó, no pretendía abarcarlo todo, sino mostrar con fundamento documental e imágenes incontrovertibles, una lectura de la realidad, desde abajo hacia arriba.

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